Editorial 90

¿Puede existir un lenguaje capaz de incluir todas las posibilidades posibles?

Todo lo que se puede conocer, se puede pensar; y todo lo que se puede pensar se puede decir. Esta —llamémosla— tautología cognitiva nos hace dudar si hay algo que no sea posible de conocer y, por tanto, imposible de decir. Así las cosas, parece que sí. Pero resulta que algo que no sea cognoscible es porque no constituye un hecho. Es decir, si algo sucede, puede ser descrito y puede ser conocido; ergo no puede haber algo que sea un hecho y que a la vez sea indescriptible (y no, no se trata esto de las limitaciones léxicas; hablamos aquí de lenguaje, no de idioma). Así las cosas, muy peregrinamente podemos adelantarnos a decir que no hay cosas incognoscibles. Hay cosas, sí, que nunca llegaremos a conocer, tal como sentencia el genial Borges en el magistral poema Límites, pero no por ello dejarán de ser. Bueno, los nominalistas y los solipsistas dirán otra cosa, pero no es esta una diatriba escolástica.

Los idiomas de cada país o cultura son la expresión material del único lenguaje humano (del logos) y, visto lo visto, son no sólo potencial sino esencialmente incluyentes. ¿Qué es un lenguaje incluyente? Respuesta: ¡el lenguaje humano! ¿Por qué? Porque es la herramienta que puede convertir lo que existe (lo que es, el universo, los hechos) en proposiciones.

Hay ciertamente una enorme ambigüedad, cuando no una deliberada imprecisión, en la expresión «lenguaje incluyente». No es que sea algo de denigrar, no. Todo lo contrario, las reivindicaciones del injustamente oprimido (de las injustamente oprimidas, valga resaltar) siempre son encomiables. La objeción no es a su uso sino a sus presupuestos y aplicaciones. Lo que hoy se llama lenguaje inclusivo en realidad corresponde más a una jerga, perfectamente legítima, pero cuya artificialidad y presupuestos psicologistas parecen no percibir los exabruptos lingüísticos (subrayamos) sobre el que se fundan: no se puede derivar lo universal de premisas particulares, i. e. no se puede derivar un lenguaje incluyente de uno (supuestamente) no incluyente; y, además, los cambios en la lengua (y mucho menos en el lenguaje) se dan por fuera de la voluntad de los hablantes (¡así como suena!) y siempre motivados por necesidades comunicativas. ¿Cuál es la necesidad comunicativa en este caso que no puede ser satisfecha con la estructura de las lenguas modernas? Eso no lo dejan claro los promotores de esta práctica, movidos por ideales principalmente, pero incapaces de jugar con las reglas de este juego que llamamos lenguaje.

Cualquier genealogista sabe que existió la práctica entre algunas damas de alta alcurnia de los siglos XVIII y XIX de «feminizar» sus apellidos. Encontramos, por ejemplo, Caballera, Hidalga, Romera, Izquierda. ¿Puede leerse esto como un signo de empoderamiento? Tal vez. Pero el cambio en las formas no supuso un cambio en los tratos, ni en las leyes, ni en las costumbres, que es lo que importa. Y no lo supuso porque ni los usos privados del lenguaje, ni los lenguajes hipotéticamente universalistas son, al final de cuentas, comunicables. Eso cuando no es que se cae en el presupuesto enteramente anticientífico de que las palabras (cual conjuros mágicos) cambian la «programación» del cerebro según como se las use.

Hay mucho, mucho qué decir sobre este tema que, seguro, marcará algún hito en la historia de nuestra lengua pero, por ahora, nos debe quedar claro que si desconocemos la verdadera capacidad inclusiva del lenguaje humano antes que beneficiarlo, lo podemos estar acortando en sus posibilidades por incurrir en incomprensiones del mismo. No es necesario que todos nos volvamos lingüistas o expertos en lógica y gramática, pero sí es importante, muy importante, que midamos el alcance, sentido, coherencia y justicia de nuestras afirmaciones, porque lo fundamental no es ganar la batalla dialéctica sino acercarnos a la verdad y al bien.

Los editores.