Sociedad Cronopio

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La religion en la politica

LA RELIGIÓN EN LA POLÍTICA, UNA INFERENCIA A ERRADICAR CON EL CAMBIO DE CICLO ELECTORAL

Por Joan del Alcázar*

Indicadores diversos y analistas de distinta procedencia comienzan a coincidir en que el ciclo de gobierno del Partido Popular ha entrado en su última fase. Cuando eso ocurra, habrá que abrir puertas y ventanas para hacer limpieza general a fondo en España. Tras la previsible derrota de buena parte de los gobiernos regionales que han esquilmado los distintos territorios en los que el partido de la gaviota detenta el poder desde hace décadas, el gobierno central no podrá sostenerse en manos conservadoras. Se abrirá un tiempo nuevo en el que habrán de abandonarse prácticas políticas perversas, y será necesario redefinir fronteras que nunca debieron desdibujarse como, por ejemplo, la que debe separar interés público de interés privado, o la que ha de marcar distancia entre acción política y confesionalidad religiosa. Hemos de comenzar a reubicar la religión en la esfera privada para no haber de lamentar después que los obispos y cardenales se nos metan hasta en la cama.

El Partido Popular, lamentablemente, no consigue enderezar la economía de la gente de a pie. Se empeña y se esfuerza en publicitar los datos macroeconómicos que ofrecen una mejora relativa y bastante discutible, pero poco puede contra una realidad amargamente tozuda: la última Encuesta de Población Activa dice que seguimos en el filo de los seis millones de parados, esto es más de una cuarta parte de los ciudadanos en disposición de trabajar, lo que nos mantiene como tristísimos campeones de Europa del desempleo, y con diferencia. El pequeño descenso de la cifra absoluta, cacareado por los dirigentes conservadores y amplificado por la prensa adicta, oculta que esa leve reducción obedece a la huida de inmigrantes y a la marcha a la emigración de contingentes significativos de joven fuerza laboral autóctona. Son tantas las heridas y los agravios que el gobierno Rajoy está infringiendo a los votantes, es tan explícita su incapacidad gestora y su deriva reaccionaria que es muy creíble una derrota electoral en cascada que comenzará con las europeas de 2014, seguirá en 2015 con las municipales y autonómicas y, después, con las legislativas.

Si, como es previsible, se produce el quiebre y son coaliciones de partidos laicos o no confesionales los que pueden formar gobiernos locales, regionales y estatal, estos deberían tomar como uno de los acuerdos programáticos el comenzar a separar de manera efectiva religión y política. Desde el juramento de los cargos electos con abundancia de ornamentos católicos a las ofrendas al apóstol Santiago o a la Virgen del Pilar; desde las procesiones de las fiestas patronales a la impartición de religión en las escuelas públicas pagadas por los contribuyentes; desde las injerencias de la jerarquía católica en la vida de los ciudadanos a la vigencia del Concordato con el Vaticano; todo, todo eso debe cambiar.
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Nadie tiene que renegar de nada. Si un ministro cree que el Ser Supremo está pendiente de él para ayudarle a mejorar su balance de gestión como servidor público, que rece en su parroquia o en el oratorio de su domicilio. Si otro se encomienda a una santa venerada para que interceda por él, que lo haga en la intimidad; que no nos lo cuente para intentar tranquilizarnos. Si alguien piensa que la virgen de su pueblo, tan milagrosa, le ayudará a acabar con una lacra determinada, que le rece y le ofrezca penitencias y novenas, pero que no nos suponga estúpidos. Si un alcalde quiere ir a la procesión del patrón del pueblo, que vaya como simple ciudadano pero no como alcalde en lugar preferente. No más ofrendas a patronos y patronas, ni por parte de los gobernantes ni por las fuerzas de seguridad. No más agresiones a los derechos individuales de nadie en nombre de una moral obtusa, anacrónica e invasiva. No más tiempo sin establecer una separación nítida e infranqueable entre la religión y la política para los representantes elegidos en las urnas.

No será fácil, pero hay que comenzar cuanto antes. Los grandes cambios no vendrán si no nos esforzamos en los pequeños. En el organigrama del Estado, padecemos demasiados gobiernos confesionales y beatos que se guarecen y mimetizan con las tinieblas y las negruras de lo más rancio de la Iglesia española, tan apegada todavía a los dogmas y las inercias del nacionalcatolicismo franquista. Los gobiernos de progreso, locales y regionales, que irán sustituyéndolos desde la primavera de 2015 han de imprimir un giro radical a su desempeño de gobierno: la política ha de ir por un lado y la religión, por otro. Eso nos permitirá ganar en calidad democrática al romper la alianza interesada de la Iglesia y los diversos poderes y, también, mejorar nuestra salud mental al alejarnos de supersticiones, supercherías, chantajes anímicos y demás trucos emocionales que tan buenos resultados y dividendos le han rendido históricamente a la Iglesia de Roma.
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* Joan del Alcázar Garrido (Valencia, 1954), es catedrático en el Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia. Premio Extraordinario de Licenciatura y Premio Extraordinario de Doctorado. Desde hace más de veinte años desarrolla una actividad investigadora dedicada a la historia de América Latina en general y a la de Chile en particular. Ha publicado diversos libros y artículos en España, México, Argentina, Chile y Brasil, y ha actuado como profesor invitado en distintas universidades españolas y americanas. Entre éstas últimas, cabe citar la University of Virginia en EE.UU, laUniversidade de Sao Paulo, la Universidade Estadual Paulista, la Univerdidade Federal de Paraíba, la Universidade Federal de Rio Grande do Norte en Brasil, la Universidad Iberoamericana, la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) en México, la Pontificia Universidad Católica y laUniversidad de Santiago en Chile. Entre sus primeros libros cabe citar: Empobriment i rebel.lia. Els proletarisrurals de l’Horta-Albufera durant l’època dels avalots. Ajuntament de Catarroja,1986; y Temps d’avalots al País Valencià. Diputació de València, 1989. Entre los más recientes:Yo pisaré las calles nuevamente. Chile, revolución, dictadura, democracia (1970-2006), Santiago de Chile, Editorial Universidad Bolivaria, 2009; y (con Sergio López Rivero) De compañero a contrarrevolucionario. La Revolución cubana y el cine de Tomás Gutiérrez Alea, Publicacions de la Universitat de València, 2009; Historia Actual de América Latina, 1959-2009, Tirant lo Blanc Llibres, València, 2011, junto a historiadores de la talla del argentino Waldo Ansaldi, el uruguayo Gerardo Caetano, la mexicano-uruguaya Silvia Dutrénit, el cubano Sergio López Rivero y el mexicano Leonardo Curzio. Sus dos libros más recientes son (Joan del Alcàzar y Esteban Valenzuela eds.), Chile 73. Memoria, impactos y perspectivas, Valencia/Santiago de Chile, PUV/Universidad Alberto Hurtado, 2013; y, en solitario, Chile en la pantalla. Cine para escribir y para enseñar la historia (1970-1998), Valencia/Santiago, PUV/Centro de Investigación diego Barros Arana, 2013.

1 COMENTARIO

  1. Con frecuencia se habla de la democracia como si las instituciones y los procedimientos democráticos tuvieran que ser la última referencia moral de los ciudadanos, el principio rector de la conciencia personal, la fuente del bien y del mal. En esta manera de ver las cosas, fruto de la visión laicista y relativista de la vida, se esconde un peligroso germen de pragmatismo maquiavélico y de autoritarismo. Si las instituciones democráticas, formadas por hombres y mujeres que actúan según sus criterios personales, pudieran llegar a ser el referente último de la conciencia de los ciudadanos, no cabría la crítica ni la resistencia moral a las decisiones de los parlamentos y de los gobiernos. En definitiva, el bien y el mal, la conciencia personal y la colectiva quedarían determinadas por las decisiones de unas pocas personas, por los intereses de los grupos que en cada momento ejercieran el poder real, político y económico. Nada más contrario a la verdadera democracia.

    Vivir en democracia no equivale a una nivelación cultural y espiritual de los ciudadanos en el ocultamiento o la negación de sus propias convicciones de orden cultural, religioso o moral. La democracia debe ofrecer más bien el marco jurídico y las posibilidades reales para que la libertad de todos sea respetada y, efectivamente, garantizada, de tal modo que las personas y los grupos puedan vivir según sus propias convicciones y ofrecer a los demás lo mejor de cada uno sin ejercer violencia sobre nadie.

    Por esto mismo, el respeto a las personas que mantienen opiniones y concepciones diferentes en el marco de una sociedad democrática no debe confundirse con la indiferencia o el escepticismo. Si el Estado y la sociedad están obligados a respetar y garantizar la libertad de todos, cada uno, por fidelidad a sí mismo, está obligado a buscar la verdad sobre su propio destino y sobre el sentido último del mundo, de la vida y de la muerte. Y cada uno, cada grupo, puede y debe ofrecer a los demás, abierta y lealmente, aquellas ideas y aquellos mensajes que considera verdaderos y útiles. Negar a los católicos el derecho a manifestarse o actuar en la vida pública de acuerdo con sus convicciones morales y religiosas sería una forma de discriminación, opresión e injusticia. Ocultar la propia identidad cristiana por propia iniciativa es a la vez infidelidad con Dios y deslealtad con los hombres.

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