El salto Cronopio

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LA PEDRERA 1934

ABUELO

Por Julián Silva Puentes*

Cuando era niño quería convertirme en aviador, capitán de un buque de guerra, piloto de carreras y especialmente, quería convertirme en Batman. A medida que fui creciendo me di cuenta de lo improbable que sería pilotear un avión o dispararle a alguien desde un acorazado, no obstante, el concepto de la persona a quienes todos admiran por su sacrificio e ideal de justicia me acompañó en la infancia y luego en la adolescencia. Quería ser uno de esos tipos a quienes la gente recurre cuando hay problemas y los obstáculos parecen insalvables.

«¿Qué quieres hacer cuando seas grande?», me preguntaba mi madre a los 12 años, la edad en la que no eres lo suficientemente niño como para decir un absurdo como lo de querer ser Batman, y tampoco has crecido tanto como para saber lo que realmente quieres hacer con tu vida. Sin embargo, en mi casa todos crecimos con la leyenda de mi abuelo materno: un médico que atendía a los pacientes pobres de manera gratuita y que además practicaba el espiritismo.

Años después, a medida que fui creciendo y mis héroes cambiaban de profesiones y de épocas, encontré diferentes arquetipos, siempre con el modelo de mi abuelo: aventureros románticos sin mayor practicidad que la del impulso de comprender el alma de los hombres y del mundo que los rodeaba.

«¿Qué quieres ser cuando te gradúes?», preguntó mamá en mis días de universidad. Había pasado la época de querer ser aviador, Batman y en cierta manera mi abuelo, porque ser médico requiere una entrega absoluta al estudio académico y en ese sentido nunca he sido muy aplicado. No obstante, la idea de ser un héroe que salva vidas con generosidad y pericia, me acompañó desde entonces. Jack Kerouac era aventurero, vagabundo borracho y contaba además con la capacidad para contar historias que te hacen querer abandonar tu trabajo para encontrar la verdadera alegría que comprende vivir nuevas experiencias. Quería ser tanto como él que emulé su vida hasta donde más pude y hasta que la energía me dio, porque para ser un borracho se necesita una constitución de hierro; ahora bien, para aquellos que no estamos llamados a convertirnos en alcohólicos pero que nos sentimos estúpidamente atraídos al caos, es justamente eso a lo que nos hacemos adictos: a la búsqueda constante de una razón más importarte que la vida misma para existir, una epopeya tan grande como la Odisea o el viaje al ártico de Apsley Cherry-Garrad.

Vivir la vida sin dejar huella y llevar una vida tradicional de trabajo, matrimonio, hijos e hipoteca, era uno de mis mayores temores. Ahora bien, cuando vienes de un hogar bastante tradicional y conservador hasta el marasmo, hablar de este tipo de cosas y más aún, actuar en consecuencia, hace de la vida una constante de reproches y cargas de conciencia. Querer dejar la piel en aquello que amas pero que no te deje un céntimo en el bolsillo, es motivo de ostracismo para casi cualquier entorno social. En todo caso, no dejaba de pensar en el abuelo: hizo su práctica en medicina en 1934 en un caserío del Amazonas llamado «la Pedrera», durante una época en donde no existían los tours para gente adinerada que quisiera ver a un hombre disfrazado de chamán que le diera a beber yagé para encontrarle sentido a su vida. En aquellos días la selva del Amazonas era virgen y peligrosa como lo fue alguna vez el viejo Oeste en Estados Unidos. Al igual que en ese territorio de Norteamérica durante la segunda mitad del siglo XIX, en el Amazonas no había presencia de la ley salvo la que hacían las personas que iban allí buscando hacer riqueza con la quina y el caucho. Pues bien, mi abuelo vivió esa época siendo practicante de medicina durante el conflicto entre Perú y Colombia. Desafortunadamente no sé nada más al respecto, porque mi abuelo murió dos meses antes de que yo naciera y mi madre y mis tíos no fueron lo suficientemente curiosos como para preguntarle en detalle todo lo que vivió allí. A parte de la vez cuando un indio se desdobló para aventarle los libros de la biblioteca y levantarle la cama en el aire durante la noche, no se sabe mayor cosa. Estuvo a punto de morir por el paludismo, y mi madre me cuenta que el abuelo alcanzó a ver una luz blanca y a parientes desaparecidos hacía mucho, llamándolo para que se fuera con ellos. Eso es todo. No se sabe si conoció a los famosos cuatreros de las rancherías de caucho de las que habló José Eustasio Rivera en su novela «La Vorágine», o si cazó jaguares con una escopeta Winchester recostada en el hombro. Todo lo que pudo ser su vida en ese lugar es alimento para mi imaginación; los espacios en blanco los lleno con lo que he leído de las inclemencias de la selva en «La Vorágine», en el libro de F. W. Up de Graff «Los cazadores de cabezas del Amazonas» y de Germán Castro Caycedo con su libro «Mi alma se la dejo al diablo». Todos ellos comprenden relatos de aventuras y tragedias, pero más que todo rescatan el espíritu indomable de personas cuya capacidad heroica para sobrevivir a verdaderos obstáculos es el mejor testimonio de sus vidas.

El instinto de la vida y la inclemencia de los elementos: ¿puede haber algo más heroico que eso? La prueba final de lo que llevamos dentro, nuestra sustancia verdadera por decirlo de alguna forma. No me queda más que imaginar a mi abuelo saliendo victorioso de situaciones apremiantes. Él era médico, de manera que debió conocer la miseria del cuerpo humano en su expresión más severa. ¿Se habrá visto en la necesidad de tomar un revolver para defender su vida de un bandido? Y los indígenas con sus cerbatanas ponzoñosas de curare y otros venenos misteriosos, ¿los habrá visto él batallando contra una tribu enemiga? Todo es posible en mi imaginación febril cuando de aventuras se trata.

Antes de leer a Dostoievski y a Zola leí al «Cienfuegos» de Vásquez Figueroa, a Pigafetta con su libro «Relación del primer viaje alrededor del mundo», así como a Thor Heyerdhal cruzando el Océano Pacífico en una balsa bautizada Kon Tiki. Semejantes lugares como las Islas Polinesias y las islas Molucas que era adonde planeaba llegar Magallanes en la que fue la primera vuelta al mundo de la que se tenga registro escrito —gracias al puño y letra de Antonio Pigafetta, quien se convirtió en el anotador de la bitácora de abordo en el barco de Magallanes—, me llenan de ideas. Hacerme grumete en un barco de mercancías y conocer los mares del sur como Jack London, era lo que deseaba hacer con mi vida a los veintiséis años de edad. Estaba tan lleno de quimeras que mandé al carajo todo lo demás.

Como punto de referencia tenía a mi abuelo.

«¿Por qué no te gradúas de una buena vez y dejas el diploma para emparejar la silla chueca de la sala?», decía mamá para que dejara de darle largas a los exámenes finales y me convirtiera en abogado.

«Mi abuelo se graduó a los 31 años», le respondía yo.

Al igual que para el resto de la familia, para mamá el abuelo era una especie de héroe y un punto de quiebre para una conversación incómoda. De manera que conseguía callarla cuando me decía algo con respecto a seguir siendo un estudiante perpetuo sin conseguir nunca enderezar mi vida. Y es que, ¿por qué me afanaba en obtener mi tarjeta profesional si la vida de estudiante me daba todo lo que un adolescente desea sin dar nada a cambio? Me refiero a ¿quién quiere apresurarse a convertirse en adulto conociendo los dolores de cabeza que una vida de responsabilidades conlleva? A los veintiséis años de edad podía hacerme estas preguntas mirando la televisión y emborrachándome los fines de semana. Una madre estricta pero permisiva en determinadas circunstancias, me permitía lapsos libres de culpa. A mis hermanas el referente del abuelo les tenía sin cuidado a pesar de que lo conocieron. Ellas sin embargo, carecieron del vicio de la evasión del cual he sido esclavo desde hace tanto tiempo. Aun hoy, a mis treinta y ocho años de edad tengo la costumbre de soñar despierto cuando debo entregar un documento legal de manera urgente para mi trabajo. En lugar de apresurarme y cumplir con el apremio, cierro los ojos y ruego por una solución espontánea en la cual no tenga ni voz ni voto. Pero la vida no funciona de esa manera y siempre hay que hacerle frente a las cosas cuando se trata de un requerimiento de la Contraloría para tu trabajo, tan inevitable como la muerte y los impuestos, o por lo menos como la pérdida de tu trabajo cuando no actúas con la premura y eficiencia del caso.

«¡Quiero ser escritor!», le respondí a mamá cuando contaba con veintiséis años de edad y llevaba sacándole el culo un año y medio a los exámenes para graduarme. Para ella fue igual a decirle que planeaba convertirme en Batman y justo así lo tomó. Siendo tozudo y caradura como era, planeaba renunciar a mi trabajo de practicante de abogado en un banco mientras la escuchaba decir todo aquello que no quieres escuchar cuando has dejado a tu vida en pie de espera. Entonces me imaginaba en un barco haciendo las cosas que sea que hacen los obreros sin entrenamiento marino en un mercancías; yo era Jack London, yo era Pigafetta, Vasco de Gama y cualquier otro que hubiera seguido las urgencias secretas de su alma.

Mi abuelo fue una de esas personas: un aventurero de la talla de Cristóbal Colón y Magallanes. No existen tierras bautizadas en su nombre y su foto no aparece en los libros de historia, sin embargo fue un gran hombre a pesar de que nadie en el mundo, ni siquiera su familia, conozca todas sus hazañas. Hubiera querido conocerlo y preguntarle en detalle cada una de sus experiencias en el Amazonas para escribir un libro acerca de su vida. Desafortunadamente llegué demasiado tarde a este mundo para preguntarle qué fue lo que hizo por el suyo. Su nombre no se estudiará en las escuelas como el de Vasco de Gama y no se harán películas acerca de sus aventuras como se ha hecho con Thor Heyerdhal, sin embargo vive en mi imaginación al lado de Jack London, Jack Kerouac, Up de Graff y tantos otros espíritus demasiado grandes para la talla de este mundo. Espero ser la mitad de hombre que fue mi abuelo y contar con mi propia mano los sucesos de una vida que valga la pena contarse.

Mi vida es la mayor aventura que alguien haya vivido jamás; supongo que lo es así para todos los que nos hacemos protagonistas de nuestra propia historia. Regresar a la vida el nombre de un gran hombre es siempre una hazaña que vale la pena ser contada.

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* Julián Silva Puentes es abogado de la UNAB de Bucaramanga (Colombia). Vivió tres años en Australia, donde hizo un diplomado «in Bussines». Tiene una novela publicada con la editorial independiente Zenu titulada «Pirotecnia pop», la cual presentó en la FILBO de Bogotá en 2011, 2013, 2017, la FILBO de Lima 2011 y la de Guadalajara 2013. Tiene cuatro cuentos publicados en la revista Número: «El reloj de cuerda»(2006), «Cadencias de un clima sario» (2008), «Feliz viaje señora Georg» (2009) y «El loco Santa» (2010). Fue finalista del Floreal Gorini Argentina con «Las tetas fugaces de Marielita Star» de Argentina (2015), y del Oval Magazine con «Gretchen’s pink pantis», el cual fue publicado en Malpensante. Tiene un libro en trabajo de edición que se presentaó en la FILBO de Bogotá este año (2018) titulado «Que el Diablo me lleve si me voy de la Luna». Se trata de una compilación de artículos de opinión que escribió para la Revista Dossier y la editorial Zenu (es la editorial que publicará este libro) cuando estaba en Australia, cuyo tema es la vida de los inmigrantes en AU, los trabajos que hacen para vivir, etc. En ese libro, a manera de bonus track, añadió el par de cuentos «Las tetas» y «Los calzones». En Colombia ha trabajado como abogado siempre. En la actulidad trabaja en Bogotá en una firma dedicada a pensiones.

 

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