Literatura Cronopio

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GUERRILLERO INSURGENTE

Por Norvey Echeverry Orozco*

Soy la causa de una pesca milagrosa. Venía en un bus escalera [1] después de ir al pueblo de San Francisco con mi mamá. En la carretera, con fusiles y camuflados, armados hasta los dientes, aparecieron ellos.

—¡Abajo!, se bajan del bus con su cédula en la mano —gritó el hombre del rango más alto.

Todos se tiraron a la vía como nadadores a una piscina olímpica, menos dos ancianos. Yo ni siquiera tenía cédula, solo tarjeta de identidad.

Mamá me miraba con nostalgia, parecía entender lo que sucedería después: yo, Rogelio Cortez, sería su segundo hijo en ir a la guerra. Joaquín Antonio, mi hermano mayor, desde un año atrás estaba en el Ejército fumando marihuana diario y matando dos o tres guerrilleros por semana.

Nos dejaron a ocho. Le pidieron al conductor que siguiera con su marcha, que con nosotros necesitaban hablar. Que después, horas más tarde, nos volverían a ver en nuestras veredas. No sé por qué el odio entre soldados y guerrilleros, si ambos venimos del mismo campo. Es un odio generado desde el poder, hecho realidad, en su gran mayoría, gracias a nuestra profunda ignorancia.

—Bueno, camaradas, necesitamos refuerzos… ¿Quién de ustedes se va a oponer a apoyar la revolución?
—Yo, yo no me pienso ir al monte —expresó uno de los hombres.
—¿No piensa ayudarnos, paraco?
—No.
—Bueno… Conste.

Desenfundó el arma y, sin la mínima muestra de ternura en sus ojos, le disparó en tres ocasiones. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! El hombre se fue hacia atrás y cayó desnucado por el peñasco.

—¿Quién más no quiere colaborar?

Nos miramos entre todos. Ninguno dijo nada.

—Tres compañeros los van a llevar hasta un campamento para entrenarlos.

Desde entonces han pasado tres años. Con mi madre no he vuelto a hablar. A la muerte la he visto cerca. De mis compañeros, han perecido cinco. Estoy bajo la sombra de un árbol, de muchos árboles. Ayer conseguí un cuaderno y un lapicero, cosa que es difícil, bien difícil, porque en la selva no hay escuelas. No sé dónde guardar el sentimiento de pena que llevo dentro de mi cuerpo, pero ya no soporto más con esto. He pensado en coger el fusil y dispararme, pero no he sido capaz. La única salida para liberar este dolor tan hondo es la escritura. Soy Rogelio, Rogelio Cortez, guerrillero, desempleado, asesino y terrorista —así nos llaman, desde los últimos días, los periodistas en las cadenas de televisión—, tengo dieciocho años. Al igual que mi hermano, fui reclutado para la guerra de este país. Quiero hacerles saber a los periodistas esos, que no soy ningún terrorista, que soy, más bien, un campesino con mala suerte. Hace cinco horas, más o menos, le disparé a un soldado, era joven, de seguro en la capital tenía una novia que lo esperaba. Tengo grabado en mi mente cómo el cañón de mi fusil escupía el humo de la última bala disparada, así como un cigarrillo cuando está muriendo. El hombre, de apellido Cañón, está tirado ahí sobre una cuenca en la que se mezcla su sangre con el caudal del agua. En la guerra vive el que dispara primero, hoy gané yo.

Por su boca, como en un velorio, están entrando y saliendo moscas, moscas que antes estaban disfrutando la tarde sobre la boñiga de un animal desconocido. Ya su pulso no suena. Los ojos cafés, sin pestañear, me miran, desde el infierno o el cielo me gritan el odio que me tienen.

—Amigo, discúlpame, pero ni tú ni yo tenemos la culpa. Esta guerra no nos pertenece —le digo, mientras aprisiono su mano derecha.

Palpo su hombro izquierdo, está helado, volteo su cuerpo, me vuelve a mirar, y también mira a un gallinazo [2] que está, con sus alas abiertas, sobre uno de los árboles.

—No dejaré que te haga daño.

Parto una rama en pequeños pedazos y la lanzo hacia los aires, con tan buena puntería, —como la que tenía de niño para jugar tejo en el pueblo— que le doy al pajarraco en el ala derecha y se desploma como avión con fallas eléctricas.

—Ya no almorzará tu cuerpo, amigo, ahora yo lo almorzaré a él. Esta es la revolución que no nos vendieron cuando empezamos en esto.

No sé qué hago hablando con un muerto, me regaño.

Requiso sus bolsillos, son muchos, cada uno contiene algo en particular: cuchillos, cantimploras de agua, trapos y una tableta de acetaminofén que tiene dos pastillas, las cuales se encuentran vencidas desde medio año atrás. Encuentro su billetera, saco su cédula.

Nombre: Miguel López Cañón. Edad: veintitrés años. Tipo de sangre: O positivo. Lugar de nacimiento: Medellín, Colombia.

La billetera solo guarda dos rostros de un mismo escritor, ambos, sumados, dan cien mil pesos —el miserable salario que recibe un soldado de bajo rango en un mes. Saco los billetes, reviso otro de los bolsillos y encuentro una carta, parece ser de su amada.

Medellín, Colombia.
Para mi amor: Miguel Cañón.
De: tu amor, Sara

No voy a tener la valentía suficiente para despedirme de ti personalmente. Ya no la tuve. Tú ya estás lejos. Cada vez que camino por la calle en donde te reclutó un camión del ejército, ¡malditos hijueputas esos!, bueno, esa culpa no le pertenece a ellos; son tan pobres como tú. ¡Maldito hijueputa de Álvaro Uribe! Se me escapan varias lágrimas, se me rompe una parte del alma. El camión ya no está, ni tú tampoco; de seguro lo fueron a estacionar en otro barrio periférico, uno de esos donde no existe el asfalto, el acueducto, ni la energía; en donde los jóvenes, así como tú, por la falta de dinero, no tienen otra alternativa diferente a la de balas, granadas, minas, fusiles, vacunas, cañones, droga, mutilaciones y muerte: la guerra urbana.

Los más afligidos de Medellín, los que a diario, desde que se levantan hasta que se acuestan, solo ven un paisaje de color ladrillo desordenado en los muros y anhelan el blanco geométrico de los edificios. Vos ya debés de estar en la selva. Te han cambiado, sin tú querer, pitidos de carros, busetas y hollín, por sonidos de pájaros, aire puro y explosiones de minas y granadas. La guerra está aquí y allá, se esparció, como un cáncer que no tiene cura, por todo el país. Ahí estás tú, yo sé que ahí estás, que seguís vivo y volverás vivo acá. No dejés de ofrecerme tus abrazos, tus besos, tus sinceros te amo, porque no quiero encontrar en esta ciudad otro tono de voz como el que vos tenés.

Sabés que te amo, que te amo mucho. No quería que asistieras a la guerra, ninguna mujer le puede desear semejante desgracia a su amado, al hombre con el que se quiere casar y también con el que sueña tener un bebé. Tu personalidad no encaja en la guerra. Tus pasos, esos que seguías conmigo en el último diciembre, tan descoordinados entre sí, no combinan con la melodía amarga de los disparos. Tu amor, tu amor no está hecho para abrazar un fusil.

He cambiado mi número de celular, por si te interesa volver a saber de mí; también, desde hace un mes, cambiamos de casa, ya no vivimos en Bello, hemos recibido amenazas de muerte, nos mudamos a Barbosa, más al norte. Sabés que te extraño y acá te espero. Algún día, anhelo que no sea muy lejos, esta espera termine y te pueda volver a romper las costillas con un abrazo.

Con todo el amor escrito del universo que te puedes imaginar,
Sara, tu amada.

Las aves me gritan que soy un asesino. No soporto a la selva ni a la guerra. Merezco morir, porque soy un asesino de un inocente. Esta guerra no es mía ni tuya, esta guerra es estúpida. Sonreís, claro, güevón, sabés que a los dos nos engañaron. ¿Por qué estoy hablando con un muerto?, me regaño de nuevo.

Rogelio empuña su fusil, el primer disparo se traba. El segundo, directo en la sien, estalla y hace volar, —aparte de los sesos— a más de veinte gallinazos despavoridos que tendrán otros dos cadáveres de guerra, como los muchos diarios, para almorzar y festejar, girando en círculos en el cielo, la muerte de alguien que no tenía ni un centímetro de soberanía en donde ser enterrado.

NOTA

[1] Autobús típico de Colombia (ver). N. del e.

[2] Especie de buitre andino.

_________

* Norvey Echeverry Orozco. Actualmente estudia Comunicación Social–Periodismo en la Universidad de Antioquia. Ha publicado en medios como De la Urbe, El Espectador, La Oreja Roja, El Colombiano y La Cola de la Rata. En el año 2017 recibió un reconocimiento por parte de la editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana, después de que su cuento ‘La vida es el fútbol, pero el fútbol no vale una vida’, ocupara el cuarto lugar de la categoría juvenil.

 

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