Editorial 86

Traer la realidad a los conceptos es una empresa más o menos épica, cuando no un acto de fe. Sin lugar a dudas, el poder abstraer las percepciones en forma de ideas resulta casi milagroso, porque ¿qué es lo que aprehende nuestra mente cuando concibe el concepto de algo? Mientras usted lee estas líneas, todas y cada una de las palabras que ve se remiten, cada una, a una imagen mental que usted aprendió o por uso o por experiencia. Querámoslo o no somos máquinas de captar la realidad y transformarla en nombres. No nos detenderemos aquí a discutir cuál es el hecho que corresponde a cada idea, o si las ideas —como decía Platón— preexisten a los hechos. Lo que ha de exaltarse es esa condición privilegiada del pensamiento que nos permite re-crear (re-presentar) el mundo y transformarlo. He ahí el mayor poder humano.

No obstante, ese poder tiene su límite. Es bien conocido el cuento de Borges «Del rigor en la ciencia», en el que se lleva al extremo del absurdo la posibilidad de reproducir mediante representaciones la realidad. Nuestros contenidos mentales presentan un modo de ser del mundo, y evidentemente hay un paralogismo entre la mente y los hechos, pero no son una duplicación del mundo, al que apenas refieren. Las ideas no constituyen un universo paralelo, un tópos ouranós desde el que se definen los hechos antes de los hechos mismos, sino que más bien son parte de ese mundo (son hechos que hablan sobre los hechos, si se nos permite la herejía filosófica). Ese es nuestro mayor poder y nuestra mayor debilidad: no podemos comprender sino a través de las ideas.

Las ideas están a nuestro servicio, no nosotros ni las cosas, ni los hechos al servicio de estas. Eso es lo que no comprendieron las religiones, ni las tiranías, ni los totalitarismos. Si las ideas pueden transformar el mundo, que sea para bien del género humano. Podemos empezar por leer más y pontificar menos.

 

Los editores.