Editorial 85

A la gente le duele más que la duda se cierna sobre sus creencias, que darse un golpe en el dedo meñique del pie. ¿Cuántas persecuciones no se han hecho acaso en nombre de categorías metafísicas improbables del tipo «la voluntad divina», «las buenas costumbres», o «la tradición»? Ni qué decir del fatídico final que tuvo Sócrates por ponerse a cuestionar las creencias de los atenienses. Pero, ¿por qué se duele tanto nuestro ego cuando alguien o bien pone en duda nuestras creencias, o bien nos exige dar cuenta de ellas?

La creencia, decía nuestro buen Kant, es la admisión intelectual de una proposición cuya validez sólo depende de una convicción interior y no hay pruebas que la convaliden externamente. Por ejemplo, creer que mi machucón en el dedo meñique es más doloroso que el tuyo en tu respectivo dedo. No hay ningún referente objetivo externo que me permita definir objetivamente mi experiencia como más dolorosa que la de otro. Mi experiencia psicológica del dolor es intransferible y sólo yo puedo juzgar si me afecta mucho o poco, pero nada más. Algo similar pasa con las proposiciones que se refieren no ya a experiencias psicológicas sino a pretensiones explicativas de la realidad experimental (es decir, a la forma en que cada uno considera que funciona la realidad). Yo puedo creer que no he apagado la luz de una habitación, pero bastará ir a la habitación y comprobar si está o no encendida para que lo que creo pase a ser algo que sé.

No obstante, las creencias que nos incomoda ser tocadas son aquellas que no se refieren a descripciones de hechos (como dejar las llaves en el auto o tener una mascota fea), sino las que se refieren a conceptos (como la integridad, dios, la democracia, etc.). Si te dicen que en París hay una pequeña réplica de la Estatua de la Libertad de Nueva York y no lo crees, quien hace la afirmación se contentará con decirte que «el que no lo crea, pues que vaya y vea», y ya está. ¿Pero por qué no se puede cuestionar cuando alguien te dice que cree que dios existe y es la fuente de la moralidad? ¿O por qué se molesta tanto la gente cuando les piden decir por qué saben que esto o aquello es bueno, o justo? Porque, tal vez, en ese tipo de afirmaciones se esconde no una explicación válida de la realidad, sino una construcción de la propia identidad que se teme destruir si se controvierte.

El miedo irracional a las diferencias de los otros es un tipo de creencia que entraña un miedo personal a la verdad. Lo que sea que se diga para justificarlo es retórica, nunca un acto filantrópico.

¿Queremos crecer de verdad como seres humanos? ¿Queremos de verdad salvarnos y salvar a la humanidad? Atrevámonos, entonces, a pensar y admitamos que más de una vez tendremos que dar de mano a nuestras creencias, porque si no cambiamos de parecer, menos podremos decir que hemos pensado, y muchísimo menos que hemos vivido.

 

Los editores.