Acronopismos y otras delicatessen Cronopio

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love story

no sé si algún día todas las historias que la vieja me contó vuelvan a mí con su maleta llena de anexos e inconexos a cosechar su fénix en los restos de la memoria. si mal no recuerdo muchas de ellas cayeron en saco roto o se escabulleron por las rendijas de la claridad. otros pasos se escuchaban a toda hora en el festín y por aquellos días era inevitable sumergirse en la materia confusa del sueño y arriesgar unas monedas de más… de cuerpo presente y en vilo era suficiente para la vieja que aceleraba y desaceleraba los motores en una letanía blanda e incolora de situaciones a la deriva y de monosílabos atragantados a la sombra de una luz más que insuficiente… y así sucesivamente como un muñeco de ventrílocuo que ha logrado zafarse de su dueño y soplado en el tragaluz de su quimera repite su receta a todos los vientos sin enterarse del péndulo que se le hace agua y clic en las ollas vacías…

antes me había atiborrado la indiferencia y sus coeficientes con cuentos de aparecidos que venían de tiempo en tiempo a su cama a pagar alguna pena de amor… todo ocurría ya bien entrada la tarde cuando ella regresaba del jardín público donde solía pasar días enteros sentada en la misma banca comiéndose con los ojos los insectos que de tanto en tanto se ahogan en el placer de las flores que los dejaban hacer a sus anchas… los unos zarpaban agonizantes en el mismo instante de su crucifixión y los otros se quedaban en ascuas antes de ahogarse en el fondo de la copa envenenada… y la vieja con las nalgas apretadas devoraba en silencio los restos de comida que solía llevar para los pájaros que algunas veces se antecedían a los insectos liberándolos de su sino y su sueño… de regreso uno de los gatos que frecuentaba su casa hasta quedarse la esperaba manipulando incansable el pomo de la puerta y una vez traspasaba el umbral el cliente de turno la tomaba en los brazos y la llevaba a la cama dispuesto a pagarle todas las cuentas habidas y por haber… y la vieja se abría como una flor nauseabunda bajo la luz de la lámpara que colgaba del techo y el insecto se abismaba en su constelación de sombras y se metía de golpe y se metía repetidamente en el hueco que se agarraba a su presa con dientes y uñas hasta que las deudas contraídas hacían tabula rasa en el silencio de las ollas vacías…

otro día me contó que de vuelta al jardín de todas las horas a toda hora y mientras preparaba sus instrumentos para el festín acostumbrado y alimentaba indiferente a los pájaros que retozaban muy cerca de sus pies desnudos una pareja de enamorados llegó de improviso y se sentó a su lado sin decir palabra… y tomados de la mano se besaban a medias y se cuchicheaban a los ojos y se intercambiaban monosílabos y muecas de amor… pasaron las horas y los segundos y las páginas desacostumbradas y cuando las últimas luces de la tarde empezaban a saltar al vacío el amante hizo un gesto inoportuno, sacó unas tijerillas del bolsillo de atrás, se levantó y una a una cortó todas las flores del jardín… las hizo un manojo y se las alcanzó a su amada que hundió de lleno la cabeza en su fragancia y otra vez osó en los restos de su apetito hasta que los pétalos se desprendieron uno a uno amontonándose a los pies de la vieja que de momento había perdido el ritmo de la respiración…

en casa, el gato de turno sin aún haberse acostumbrado a su papel sigue manipulando incansable el pomo de la puerta, mientras el aparecido de todas las horas se pudre en la sala de espera…

pollo relleno con boleros

sentado en una piedra salivaba como un perro hambriento que espera que una mano generosa, le tiré al menos un pedazo de intestino el día de la matanza… un perro famélico y los ojos ya casi perdidos en los huecos de la respiración, mirando a su amo como se mira la luna que todavía no ha aparecido en el firmamento…

mi madre agarraba el pollo de las patas y del pescuezo, como si intentara llegar con sus manos bien al norte y bien al sur, lo estiraba a la perfección, le daba las vueltas necesarias, solo las necesarias, le hundía su dedo gordo delicadamente en el oído, — como si quisiera evitar que el pollo escuchara su dolor—, y de un solo tirón, un tirón perfecto, casi imperceptible, le rompía el cuello…

en la piedra, lo poco o lo nada que quedaba de mí se iba a pique sin mover un solo músculo… y temblaba en la intimidad de mi parálisis, de mi muerte sin fin, y el frío y el calor se encontraban y se fundían en mi delirio como dos amantes de ocasión, y una materia pegachenta se me escurría por las piernas y me meaba indiferente sin apenas mearme y como si nunca pudiera dejar de mear…

el tiempo horrorizado en un instante no había aún regresado al instante de sus heridas todavía abiertas, y ya el pollo en el agua caliente no era pollo, una cosa sin plumas ya sin pollo, y el cuchillo que ahora es más que pollo, e intestinos y entrañas y la mierda y los gritos y el silencio y el pescuezo colgando en el delirio, y la piedra y mi madre y los despojos regado por el piso, todo y nada, untado, dibujado, desmembrado… y el perro que se agarra lo que puede y se larga y se pierde para no regresar nunca más…

del pollo bien sazonado y adobado y en su punto no recuerdo nada… solo el muerto en la mesa todavía colgando, agonizando, deletreando su delirio en las pupilas de mi madre, desangrándose sin derramar una sola gota de pollo… adivinando uno a uno los secretos del silencio sin aterrarse de ninguno, desenredando y multiplicando los intestinos como si quisiera estrangular el tiempo, y yo en mi piedra y el delirio en mi piedra y el silencio en mi piedra que sigue rodando sin haber aún movido aun hoy en día ni uno solo de sus músculos…

presunta inocente

se levantó en silencio como si fuera el silencio y no ella la que se levantara… y era tan leve su presencia que las paredes del cuarto se juntaron, como si quisieran asegurarse de que todavía estaba…

se levantó como se levanta el miedo que se levanta antes de hacerlo… y se va antes de hacerlo… y desaparece antes de hacerlo… y se muere antes de hacerlo…

fue solo un instante… apenas un bostezo fugaz, como el golpe de una libélula en la superficie del agua y en el lugar de los hechos, solo quedó el hueco de su mirada, el hueco de sus palabras, el hueco de la nada…

como si ya y de siempre y de nunca tuviera las horas contadas, aseguradas, marcadas… como si de repente el río se hubiese convertido en una sola de sus orillas…

respiratoria

esa extraña afinidad que el perro de mi mujer ha encontrado en el gato de mi hija lo ha convertido en discípulo de Pascal… el gato por su parte lo mira y le reprocha su falta de identidad, aunque de vez en cuando se queda horas delante del espejo como si algo le picara en la trastienda de su mismidad…

hace algunos días el perro se acercó a tomar agua y al ver su reflejo en la superficie que se deformaba al contacto del aire, por primera vez, tuvo miedo de que lo poco que le quedaba se le borrara una vez ya no quedara agua en el bebedero.

en el patio el gato, que últimamente va de aquí para allá como un condenado a muerte en su celda, encontró la pelota del perro y después de echar una ojeada se la metió a la boca y como alma que lleva el diablo entró a casa y la escondió en uno de los zapatos de mi mujer.

el perro por su parte sigue junto al bebedero. cualquiera diría que el terror lo ha convertido en estatua de piedra y que en medio de cuatro paredes le hace guiños con la cola al destino. junto a él, que parece no enterarse de los hechos, arrodillado en las patas traseras y los ojos vacíos en el infinito, el gato pareciera que se hubiese olvidado de respirar. o quizás en lo más profundo de sus pensamientos espera que alguien encuentre la pelota y lo saque del sueño.

la situación se ha puesto tensa a tal punto que a mi mujer le ha dado por leer a Pascal, mientras mi hija desnuda una vez más a sus barbies y una a una les arranca la cabeza.

yo por mi parte, finalmente sentado a mis anchas en la terraza, he podido ver a los pájaros que construyen su nido religiosamente con trocillos de madera, barro y restos de basura. Y en la cocina el ruido leve de los ratones, que disfrutan de un festín inolvidable, se pierde como una sola gota de lluvia en el infinito.

silencio

de todas partes salen niños, brotan niños y se juntan en la calle, la misma calle de siempre, la única calle, como se junta, de repente, lo inesperado, lo perdido, lo sufrido, lo tan amado, lo sentido…

niños semidesnudos y descalzos y olorosos sin descanso a frutos maduros, apenas maduros, casi maduros, a veces tan maduros… y tantos todavía aun sin madurar…

y se juntan y el silencio también, de repente, se aparece y se hace grande, profundo, sale como una bestia ciega a tomar el sol, la primera vez, y también, de repente, en el mismo instante, se rompe en mil pedazos y flota y delira y le salen ramas y flores y pájaros y gritos y manos y labios y besos…

niños por todas partes, de todas partes, los que están y los que no están, y los que faltan y los que nunca han estado y los que nunca estarán, aunque estuvieran y fueran y se van…

todos juntos, agarrados, agazapados, perdidos, desprendidos, metidos de cabeza en el delirio, en el sueño, en las pupilas, sin que el tiempo aun haya mostrado sus heridas… sus grietas, sus animales muertos…

pero hoy, sin embargo, falta uno y todos lo saben, lo callan, lo perforan, lo esconden, se les quema, se lo lamen, lo huelen, no terminan…

una bala lo dejó tendido en otra calle, otro tiempo, otros brazos, otro delirio, otros besos, otro silencio que se esconde y se hace pedazos y se ahoga…

un balazo perfecto, bien medido, diseñado, sentido, dirigido… un balzo preciso y exacto en la mitad del corazón… en la misma calle de siempre, ahora…

tratado de la burrocidad

lo que más me encanta de la sociedad moderna y sus instituciones educativas superiores es que hasta los «burros» pueden ir a la universidad… y se educan y adquieren conocimientos y buenos modales, y como entre burros siempre hay alguno que se destaca, un adelantado, o que pretende serlo y los demás se lo creen, o el encuentra la forma de hacérselo creer, —burros avivatos serían estos—, entonces los hay que incluso llegan a diplomarse con altas cuotas de sabiduría superando sin más ni más sus burradas…

burros sabios, únicos, ideales, fuera de serie… y como las brujas, que los hay los hay, aunque sea puro cuento… siempre a un paso de salir de su burrocidad, saltársela, de superar el gen que los hace burros, cada vez más ajenos a sus burradas, a su especie, a su identidad de cosa simbólica, hiperdesinflada, de siglos de reproducir en su piel la misma marca, de arrastrar lo que todos somos y que no queremos, sin un solo reproche, una sola queja, un solo paso en falso, un solo rasguño…

y entonces uno no tiene más remedio que preguntarse, si tales atributos, marcas imperativas, rebuznos a priori y facultades para cosechar y enmascarar tantas y tales burradas, es cosa de la sociedad, o de las instituciones educativas o del conocimiento, —que no de los burros… y mientras tanto los burros siguen pasando, —y repitiéndose cada vez más—, por los filtros del saber, de patas abiertas en las cloacas de la verdad, los agujeros de la ética y de la ciencia… y cada vez la carga es más pesada, más carga, más reiterativa, más abundante, casi aterradora, heperburretica, desgarradora, hinchada, desmadrada…

y una vez salen del claustro, con una marca de más en la frente, en el delirio, en el silencio, y la cola que se les avergüenza entre las piernas, ya no caminan, sino que se derrengan y se desploman y se arrastran intentando como pueden recuperar su rebuzno para poder sacudirse la carga, hacerla más ligera, más íntima, más olvido… esperando como niños que alguien les de cuerda y que un día los llame por su nombre de pila…

la verdad es que no es justo que este animal, tan delicado y tan querido y tan gozado por tantos se haya convertido en nuestro chivo expiatorio…

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* Manuel Cortés Castañeda, nacido en Colombia, es licenciado en Español y Literatura de la Universidad Nacional Pedagógica (Bogotá), director y actor de teatro. Cursó estudios de doctorado en la universidad Complutense (Madrid). Enseña español y literatura del siglo XX en Eastern Kentucky University. Ha publicado seis libros de poesía: Trazos al margen. Madrid, España: Ediciones Clown, 1990; Prohibido fijar avisos. Madrid, España: Editorial Betania, 1991; Caja de iniquidades. Valparaíso, Chile: Editorial Vertiente, 1995; El espejo del otro. París, Francia: Editions Ellgé, 1998. Aperitivos, Xalapa, México: Editorial Graffiti, 2004; Clic. Puebla, México: Editorial Lunareada, 2005. Dos antologías de su trabajo literario han aparecido recientemente: Delitos menores, Cali, Colombia: Programa editorial Universidad del Valle. Colección Escala de Jacob, 2006; y Oglinda Celuilalt, Cluj-Napoca, Rumania: Casa Cărţii de Ştiinţă, 2006. Ha sido incluido en antologías tales como Trayecto contiguo. Madrid, España: Editorial Betania, 1993; Los pasajeros del arca. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1994. Libro de bitácora. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1996. Donde mora el amor. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1997. Raíces latinas, narradores y poetas inmigrantes, Perú, 2012. Además, escribe sobre poesía, cuento y cine. Actualmente está traduciendo al español textos de poetas norteamericanos de las últimas décadas: Charles Bernstein, Leslie Scalapino, Andrei Codrescu, Susan Howe y Janine Canan, entre otros.

 

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