Acronopismos y otras delicatessen Cronopio

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comida para gatos

para el ojo que pasa revista a sus cocientes sin arriesgar ni uno solo de los corderos de su rebaño, la casa no era más que uno de tantos lugares señalados por la desdicha de un sino inevitable, o la piedrecilla en la punta del zapato que nos obliga a rehacer las cuentas y demás… Otros, simplemente pensaban y callaban que su propiedad estaba condenada a la devaluación y al olvido; pero por más que los unos y los otros contaminaban el espejismo de rumores y manchaban las paredes con sangre, nadie se atrevió ni de milagro a traspasar el umbral casi siempre habitado de extraños quejidos y de monosílabos impredecibles…

llegó un día como cualquier otro cuando la noche todavía se deleita en la claridad y las hojas resplandecen en los árboles… y aunque los unos y los otros husmeaban tras las ventanas y a como de lugar a diferentes horas del día y de la noche, nadie supo nunca a ciencia cierta si aparte de su viejo coche y su cuerpo diminuto y ligeramente retorcido había traído otras pertenencias. Los primeros días salía un poco antes del amanecer llevando un abrigo grande en exceso para su figura y regresaba a la misma hora del día en que llegó con las manos como siempre vacías y una vaga expresión en la línea inamovible de sus labios. hay quienes afirman hasta el cansancio que desde el día de su llegada se había confinado en la casa y otros que se había ido desde el primer día en que arribó diminuta y retorcida dejando la casa abandonada. lo cierto es que las salidas y regresos cada vez eran menos y los quejidos se agolpaban en cualquier rendija de la vigilia y del sueño como un agua derramada sin que los vecinos hicieran nada para romper el hechizo. cuantas noches se habían despertado al unísono con la soga al cuello y aún en carne viva el presentimiento de los pasos que se nos suben a la cabeza y se caen de golpe en la leche derramada y un olor extraño y acre en la punta del dedo índice y la última silaba del eco que se nos ahoga en la pesadilla…

dentro, a toda hora en la cama, la viejecilla completamente desnuda se acicalaba religiosamente su sexo abierto de par en par y se maltrataba los pezones con las uñas ennegrecidas cantando a medias una canción de cuna y como reconociendo entre dientes los nombres secretos de una constelación inevitable y sin remedio. abajo, los quejidos uno a uno se ajustaban a la misma figura que los inquiere y los nombra y fieles a la materia que les inaugura su reino uno a uno empezaban el ascenso hacia la iniquidad. Un número inagotable de gatos asquerosos ateridos por el silencio de las horas sin cause al ritmo de una masa confusa, uno a uno llegaban hasta el pie de la cama y uno a uno saltaban precisos hasta formar un círculo estrecho alrededor de la vieja que sudaba copiosamente y se metía los dedos a fondo buscando la llave de la inmovilidad una vez la cerradura se consume y se entrega…

…y uno a uno, mientras los vecinos se agarraban a las tablas desvencijadas del naufragio, los fieles adventicios de todas las horas como obedeciendo a un pacto secreto cerraban los ojos para siempre y se metían de cabeza de un solo golpe en el sexo de la vieja que manaba una leche espesa salpicada de sangre y de voces entrecortadas. luego en fila como quien ha caído en un pozo vacío con la vana esperanza de encontrar la horma de su zapato uno a uno saltaban precisos al suelo y abandonaban el cuarto en silencio mientras la vieja se retorcía como un guiñapo todavía vivo en su nido fétido amarrada de patas y manos a las barandas de la cama que se quejaba de tanto en tanto como un espanto y los vecinos a tientas y de cuerpo entero en el espejismo de la devaluación…

egipcia

vivía con sus gatos y para sus gatos y la casa a medias vacía de otros enseres parecía un útero autosuficiente siempre dispuesto a darle uno más o demás… eran tantos que se habían acostumbrado a quedarse casi inmóviles en el lugar de siempre como si devotamente y sin hacerlo estuvieran cincelando golpe a golpe su propia esfinge… y el montón de ojos que parecían brotar inesperados y ajenos de las paredes en un parto recurrente y sin fin flotaban a toda hora en el espanto y en el sueño unas veces ausentes a su estatua y otras devorando el espejismo de una pesadilla sin nombre… la mierda y el orín también habían hecho presa de la casa e incluso el vino que solía ofrecer a sus invitados, los mismos de siempre, yo entre ellos, se rebosaba en la copa inundándolo todo de adjetivos innecesarios…

un día de pura casualidad encontré un libro en una tienda de muñecos sobre los signos del zodíaco y el lugar que le corresponde a cada uno de estos felinos afeminados en su constelación… no sé si lo compré de puro aburrimiento, o debido a los dibujos rechinantes de un toque infantil, o porque era una ganga y sin saber por qué esa misma tarde decidí que ya tenía dueño; sin pensarlo dos veces me encaminé deprisa a su casa mientras canturreaba una canción de cuna y como no respondió a mis llamados obsesivos y me cansé de mirar por las rendijas de las ventanas se lo dejé en la casilla de correos con una nota que aún hoy en día no puedo recordar… antes de volver a mi casa decidí comprarme un helado de fresa y en el camino mientras disfrutaba a mis anchas bajo una llovizna delicada que me producía un escozor extraño en el ego, de repente la noche se me cayó de lleno en las pupilas y a tientas por las paredes de su casa que palpitaban como un entramado de glándulas en el cenit de la degradación busqué una grieta en el horror, una voz, una soga a tiempo en el cuello, un ojo del otro lado de la cerradura, una aguja en el tejido de la imaginación… acosado por una cosa fría que se me metía entre las piernas y destapé una olla para esconderme y desde el fondo de tal intimidad un mar de ojos amontonados se confabulaba para acecharme desde el cociente de mis despojos con cierto desconsuelo e indignación…

me desperté agradecido por cada uno de los golpes insistentes en la puerta principal de la casa y todavía temblando en el fondo de las ollas y en las manos y en la ropa desgarrada y en las pupilas los vestigios de los ojos que había destripado en mi afán… me acerqué dando tumbos y el sabor reseco de esa cosa entre las piernas y abrí la puerta…la vieja estaba allí de cuerpo entero y muda como una estatua, sus ojos perdidos en la indiferencia y una risilla a medias desdibujada en la comisura de los labios… entró mientras yo escondía absurdo las manos debajo de la camisa en la espalda y el resto del día sentada en la silla que le ofrecí desde el momento de su llegada, me dijo uno a uno los nombres de sus gatos y el signo correspondiente en el zodíaco y su ascendiente y su no ascendiente, en detalle… y otra vez sin principio ni fin. Horas y horas se llenaron de ecuaciones paradigmáticas y lugares de encuentro y desencuentro y miradas a la deriva y sueños que el viento deposita en el alma sin ningún afán y lenguas que son ojos en el umbral… hasta que el alfabeto se le hizo agua entre los dedos y se quedó muda y quieta como una esfinge que ha perdido su nariz…

Lo que sigue no lo recuerdo ni creo que valga la pena recordarlo… sólo sé que ese mismo día y bien entrada la noche cogí el gato de mi hija, me escurrí de puntillas hasta el garaje, me monté en el coche, conduje como un condenado a muerte sin percatarme de los hechos, sin rumbo, sin nombre, por horas y horas, y en un lugar ya ajeno de siempre a mi memoria, le amarré las patas como pude, le enredé a tientas la corbata en los ojos que no dejaban de mirarme como si fueran los ojos de mi hija, bajé el vidrio de la puerta y lo tiré a la autopista…

el cíclope

como si hubiese acabado de leer un libro y no me hubiese dado cuenta, aunque ya dejé de leerlo, entro a casa y veo a mi mujer de pie, casi en el quicio, pegada a la puerta, como si siempre hubiese estado ahí, solo ahí, mirándome fijamente a los ojos, solo a los ojos… mirándome… pegada a la puerta… mirándome…

no sé si me asusta o si me asombra o si me quedo vacío, verla ahí tan de cerca y de repente todo ojos en mis ojos que parecieran ser más suyos que míos… como si hubiese aparecido en el instante en que abrí la puerta, aunque siempre ha estado ahí, un poco antes cuando aún leía el libro y no sabía que lo leía o que ya había acabado de leerlo… o simplemente había estado ahí todo el tiempo desde siempre y yo no me había aun dado cuenta…

salgo del asombro, del espanto, del vacío, y la miro un instante, —antes no la pude mirar, por tan de cerca, por tan asombro, por tan vacío—, y veo que solamente tiene un ojo que se le abisma en la cara, y es como si jugara en su cara a mirarme cada vez más, y se le asombra y se le espanta y se le acerca tanto como puede, volviendo la distancia casi un cero, una nada, una mosca que vuela, un agujero…

y entonces caigo de rodillas, me desprendo, como se desprende una forma sin materia, caigo entero, bien podrido y no sé si es el asombro lo primero, o es el miedo, la nada que antes que el miedo se desploma, que el asombro…

y así caído y tan lejos como puedo, con los ojos bien cerrados me hago el ciego, y espero como espera el que se olvida que aún espera, que el ciclope siga mirando en mi agujero, y que sea un solo tajo el que me muero…

zoología

el caballo era alto como las estrellas y dócil a las caricias y al silencio. Hay amores que nada esperan, sólo ser amados sin preguntas y sin sueños. montados en su lomo infinito pasábamos el rio crecido como dioses que nada temen al peligro. en la otra orilla, siempre a salvo, apenas mojados en los rellanos de la felicidad nos bajábamos del caballo. bajar era como contar las estrellas tirados bajo una noche deliciosa y sin sombras. subir una prueba sin fin.

el camino a la escuela lo hacíamos en silencio temerosos de romper el hechizo. mirarnos a la cara era como si estuviera prohibido. algunas veces íbamos cogidos de las manos de pura costumbre y si veíamos una culebra apostada en el camino el silencio era el mismo.

de vuelta a casa, el mismo trayecto no era más que un pliegue ínfimo del tiempo. montados en el caballo, otra vez en el río, la felicidad nunca supo de los designios de la muerte. el río crecido rugía como un animal herido en el corazón que se ha lanzado por última vez tras su delirio.

el caballo siempre estaba ahí cumpliendo con los rigores de su destino, más caballo que nunca y sin embargo en mis pupilas una bestia inusual que ha nacido para lo que no le corresponde. cada vez más alto que las estrellas, inalcanzable, infinito, nadando en el agua con su preciosa carga sin una sola duda en su mirada.

mucho tiempo después cuando un día volví a visitar el lugar de la dicha, fui al río a buscarlo antes de preguntar por su tumba. me dijeron que una tarde, igual que nosotros, se había marchado con el río para siempre y que nadie sabía de su destino final. esa noche cuando me dormí en la casa de un viejo conocido, el caballo vino intacto a respirar a mi oído y a decirme cosas de amor.

el mismo caballo

veo el mismo caballo ahora escuálido y casi ya muerto saltando como si ya no saltara de edificio en edificio, los ojos ya casi ciegos clavados en un horizonte de terrazas, cada vez más luz, cada vez más olas, cada vez más sangre…

lo veo varado en mis pupilas como si no pudiera dejar de correr…. como si ahora las patas lo hubieran abandonado, fueran adelante, hubiesen desaparecido en la distancia, dejándolo varado en su delirio…

lo veo cada vez más erguido cuando se cae a pedazos, su respiración más exacta cuando ya no respira, sus músculos que explotan a balazos cuando ya es un pellejo… cada vez más cicatrices, cada vez más una herida en el sueño, cada vez más un hueco en el delirio, un jinete ya muerto cada vez…

lo veo y me apuesto en lo más alto de su agonía… me atrinchero en el último destello de su corazón… me repito en su memoria sin tiempo y a pelo como siempre, a pelo cuando niño, me subo en mi delirio y abro las alas y cierro los ojos y me dejo caer en el abismo…

el muerto

estaba ahí tirado al borde del precipicio como un juguete que un niño ya no quiere… su mecanismo roto… los días de antes, los sueños de antes, los viajes de antes, los silencios de antes, también rotos en su intimidad… inservibles, mordidos, desgarrados…

lo recogí y nunca antes el miedo había estado tan cerca de mí, había sido tan mí, se me entró tan adentro donde yo no sabía, tan hondo donde nada cabía… tan ahí que podía tocarlo, respirarlo, saborearlo, metérmelo tan lejos en mi propia intimidad…

de momento sentí que era solo mi pulso el que, —de tanto en tanto—, dejaba escuchar su eco, sus silencios, sus pausas, sus delirios… quise detener entonces un instante mi corazón, el palpito de mi sangre, el golpe de mi respiración… quise no sentir nada para poder sentir…. no respirar nada para respirar… no escuchar nada para poder finalmente escuchar…

todavía estaba vivo, aunque el pulso de sus entrañas, el eco de su sangre, el aire de sus fantasmas se apagaba, poco a poco, cada vez más, cada vez más hondo, cada vez más lejos de su intimidad y la mía…

lo metí en las manos, los escondí de momento en las manos, para calentarlo, reanimarlo, verlo nacer en el fondo de mi propia respiración, engendrarlo en mi propia sangre, fertilizarlo en mi propio miedo, mi propio delirio, mi propia muerte…

el pulso sin embargo se iba haciendo nada cada vez menos… se iba convirtiendo cada vez más en esa última gota de agua que se desprende y que se cae, aunque no termina de caerse… o pareciera…

una mano que se queda sola en la estación una vez a dicho adiós y todos se han marchado sin darse cuenta que algo les falta, que algo se les queda como cuando ante el peligro uno cierra los ojos y deja de respirar y todo lo que queda es el golpe final que pareciera que nunca llega…

de repente el miedo se hizo más íntimo, más miedo de lo mismo, y entonces no me quedó de otra que acercarme al borde del abismo, lo más que pude, y echarme a volar con la absoluta certeza de que era el que se echaba a volar…

el que se perdía en lo más íntimo del abismo, más allá del horizonte, más allá del amanecer, más allá de la luz…

el perro del vecino

corría constantemente por una y otra calle los audífonos pegados a los oídos con esparadrapo y en el bajo vientre casi completamente descubierto, el walkman bien metido y ajustado hasta el fondo… como un apéndice más de su cuerpo…

la mirada perdida sin saber a dónde y en los labios un tropel indiferente de sílabas a la deriva buscando quizás un alfabeto de agua… o tal vez simplemente el hueso que había escondido, pensando en su próxima partida, el día anterior…

babeaba una música como de ojos atragantados que flotan en la vigilia y de tanto en tanto la lengua se le escapaba de la boca y se engullía de un solo lametazo los últimos rezagos de su encanto…

en el mismo poste de siempre daba vueltas y re-vueltas sin saber a dónde y después se amarraba y levantaba una pata y se quedaba ahí horas y horas dando saltitos y coces y alaridos y lametazos inesperados esperando, quizás, que su dueño viniera a desatarlo…

elogio a la perrunidad

caminaba por los pasillos del claustro universitario con su perrita ridícula y pueril y la miraba repetidamente de soslayo como si con esa mirada de perro viejo se la quisiera meter a los demás por los ojos o quién sabe dónde… el animalillo con pasitos como de nada lo seguía a todos lados moviendo el culo que daba pena y si él se detenía por un momento a comentar con un amigo de ocasión de los últimos logros académicos, la bestiecilla se detenía de inmediato como haciendo caso a un pacto secreto y asentía a cada una de sus palabras con la cola…

era tal el parecido que habían logrado en tantos años de convivencia que era un verdadero acertijo mental saber quién era quién. dicen los que saben de estas cosas tan complejas que uno termina pareciéndose a sus pesadillas o a su perro cuando no a sí mismo… y los que no tenemos perro o perra, sin que nos enteremos de las perradas del otro, al perro o a la perra del vecino…

caminaban los dos al unísono y de cuerpo entero y ya en la clase la similitud era tal que se hacía una tarea casi imposible saber a ciencia cierta, si era la perra la que estaba en primera fila escuchando las reflexiones sesudas del académico, o si era el académico el que ocupaba su lugar escuchando a la perra sus mismas perradas…

un día la situación se tornó de tal forma tan confusa que uno de los estudiantes para salvar de algún modo la función agarró la perra por el pedazo de cola que le quedaba, —el otro lo había perdido de pura reflexión—, le dio tres vueltas al aire y la tiró por la ventana…

los que insisten en saber de estas cosas dicen que uno nunca sabe para quien trabaja y que haga lo que haga uno termina colgando de sus propios tirantes, cuando no es que el sueño que nos acosa a toda hora termina pareciéndose a uno… o a uno cualquiera de los personajes del cuento…

también dicen que el académico sigue aún sentado en primera fila, la cola entre las piernas y una procesión de moscas en cada una de las sílabas…

fórmula química

lo miró con una ternura inusitada a través del vidrio de la puerta corrediza que daba a la terraza que daba al patio de atrás… estaba solo haciéndose con unas migajas que habían quedado en la mesa donde diariamente se dan su banquete los gatos de mi hija…

un extraño sentimiento de culpabilidad brillaba en sus pupilas… ella abrió la puerta, se le acercó, lo miró a los ojos que se quedaron un momento en los suyos, fue al baño, trajo un ungüento y en silencio se lo puso delicadamente en el ojo malo que ahora parecía uno de los suyos…

me miró de soslayo a sabiendas que yo la miraba y me dijo «está enfermo» y calló que para ella la salvación de la criatura estaba en sus manos… el gato dejó de comer y esta vez se quedó mirándola por el ojo bueno o medio bueno que parpadeaba como una boca agonizante… no podía creérselo… ella le había curado las lágrimas de una pena de amor…

el ayuno había matado su instinto animal, pero las lágrimas eran su único consuelo ahora que tanto echaba de menos esos gemidos desgarradores que le ponían a la noche la piel de gallina… el llanto y la vigilia era lo único que todavía guardaba en el saco roto de aquellas noches sin nombre.

ella se lo creyó mientras le untaba un poco más de ungüento en el ojo bueno y a él no le quedó más remedio que creerse lo otro… esa noche ella durmió como los ángeles y el gato comió como un elegido…

historia personal

para mis tres mujeres…

uno a uno los gatos llegaron a mi casa porque a mi hija le encantan y los encanta, aún a sabiendas que la maleta siempre la cuelga vacía e inoportuna detrás de cualquier puerta. A toda hora los agarra como puede y los crucifica en sus brazos… en cuanto a mí, de los gatos, nada; sólo la delicia de la crucifixión…

El perro entró un día de visita por la puerta de atrás, porque a la mujer que le ayuda a cuidar los gatos a mi hija algo le ladra… y de perros, en cuanto a mí, ni que decir…; sólo se trata de recoger lo que queda y des-materializar el ladrido en la delicia de la mujer que es capaz de hacerlo todo por los gatos y que para mí deleite a veces me confunde con el perro…

Así que si de un lado, el pájaro se satisface secándose a sus anchas bajo un sol ardiente mientras se despioja, del otro, la satisfacción le entra por la boca y lo pone en cuatro patas y le agarra la cola y le mete la lengua y todo lo que sigue como dios manda…

—lagartijas—

los lagartos, —lagartijas, era como las llamábamos—, eran los únicos reptiles que me hacían temblar muy dentro de mi intimidad, encenderme bien dentro y quemarme y hacerme sentir cosas extrañas que yo no sabía que sentía…

de niño las veía corretear todo el tiempo por el patio de la casa, aparecer y desaparecer de improviso como un relámpago todavía en su crisálida… las veía convertirse en nada, hacerse casi luz en mi mirada, llamaradas de un verde que se apaga… como una gota de agua, una sola gota, que se cae en un papel y se riega y de repente ya solo queda la mancha que se ahoga bajo el sol…

cosa aún más extraña, —que no saber que sentía lo que sentía—, creo que nunca las vi detenerse un solo instante a buscar un poco de alimento… ni una charca, ni tan solo una mancha de agua para humedecer su extravío… lo único que atornillaba su deseo era el sol, encontrar una piedra, la misma piedra de siempre, quizás, y subirse y esperar que el sol apagara su delirio y encendiera sus lámparas en su fertilidad…

las veía todo el tiempo paralizado, escondido en el silencio, maniatado en mi intimidad, perdido sin remedio, y todavía hoy no he salido de mi asombro, de mis pupilas casi en vilo, de mi respiración apenas a medias, a tientas, casi de bruces en el abismo, retazos de mi propio corazón en el delirio…

las veía todo el tiempo, todavía niño, siempre niño, y ya grande y casi viejo, las veía quedarse quietas sobre una piedra en el patio, inmóviles como cuando nos hemos olvidado de nosotros mismos, y no sabemos que rumbo tomar o donde estamos… paralizadas en su resplandor, como una herida que le sale a la piedra y que todo el tiempo espera la sangre que no llega, que no puede, que no quiere…

y las miraba tan de cerca en su inocencia, en lo más profundo del olvido, que todavía hoy en día, ahora mismo, siento que son sus pupilas las que miran en mis pupilas, sumergidas en la nada, todavía perdidas en un tiempo que no acaba de llegar… que se ha olvidado de sí mismo… un tiempo que también se ha quedado paralizado, detenido en sí mismo para siempre sobre las piedras del patio… esperando, quizás, echarse a volar, desparecer, pudrirse como se pudre el fruto ya maduro y se cae y se hace pedazos y se hace solo olores en la boca, sedimentos de la respiración, materias en descomposición… olores prohibidos…

y hora más que nunca siguen ahí, solas, nunca juntas, escondidas en las grietas del tiempo, en las grietas del sueño, en las grietas del delirio, en las grietas de la casa, en las grietas del silencio, en las grietas de su propia intimidad y la tuya y la mía…

grietas que nos señalan otro amanecer, otra forma de echarse a volar… grietas donde el placer se sumerge y se ahonda y se pudre y se aleja como señales de humo, como lamentos de enamorados… grietas por donde miramos los días que se van sin saber dónde y los besos que nos fueron negados y las heridas donde se duerme y se apacigua el delirio… puertas y ventanas abiertas donde la nada cosecha sus espejos y sus placeres prohibidos… cuerpos desnudos, placeres acuchillados, gritos perdidos en su crisálida…

las veo ahora, en este mismo instante, en cada palabra, las veo, en cada silencio, en la agonía de las horas muertas, en el miedo que brilla con sus manchas de sangre en cada rincón de mi piel como un cielo estrellado… las veo sacudir apenas, leves y delicadas sus manos, tan humanas, tan amor, las veo, a la hora de morir, a la hora en que las grietas se cierran, y una pedrada infantil les corta el sueño, derrama su luz… las veo otra vez, mientras un balazo perdido se les apaga en las pupilas, las veo… las veo derramarse en su agonía como una copa rota se derrama en su forma y su materia y se apaga…

ahí como siempre, como nunca, como nada, las veo, en el borde del muro, bien altas, una vez el sol se ha filtrado por las grietas del sueño, los orificios del silencio, los huecos del amanecer… en lo más alto del muro, las veo, olvidadas sobre sus patas traseras, las delanteras ligeramente levantadas, para que la cabeza logre su punto exacto, su posición ideal, su mirada en el otro lado del horizonte… las veo flotando, levitando, como si se esfumaran… las veo hechas magia, perdidas, ya casi un fantasma, comidas, transmutadas en su poca existencia…

y los ojos abiertos, las veo, tan abiertos como dos grandes lagos, y el sol que pareciera nacer en su cuerpo, bañarse en su indiferencia, jugar con su cola, pintarse de frutos maduros en su piel… las veo, bien de cerca, sin el instante de un solo parpadeo y el mundo entero que se levanta en sus pupilas, en lo más afilado del muro, las veo casi nada en el muro, las veo, en lo más recóndito del muro, olvidadas de sí mismas, de su propio silencio, de su propia respiración, de su propia mirada que pareciera ahogárseles en el infinito…

las veo tal como las tengo tatuadas en mi cuerpo, siempre solas, nunca juntas… su cabeza acomodada en mi corazón y más quietas que nunca, varadas, como si finalmente hubiesen encontrado su sustancia en mi piel… apagadas sus alas en mi piel… como si hubieran hundido sus garras en su propia intimidad y la mía… las veo mientras la chica que las dibuja en mi piel las encuentra en mi delirio, sin dar reposo a las agujas y se extasía con la sangre que brota de su sustancia… las veo deslizarse lentas por mi estómago, siempre solas, nunca juntas, y detenerse un momento en mi ombligo, como si hubiesen reconocido algo, olvidado algo, encontrado algo, regresado una vez más al vacío… las veo caer con su cola y sus patas tan humanas, tan amor, casi invisibles, casi nada, las veo desparecer con su cola en mi intimidad… las veo sumergirse en las pupilas de la chica que solo sabe seguir con sus agujas las huellas del sol que también se apacigua por un instante en su cuerpo y se queda dormido…

las veo marcharse cada amanecer, en el patio de la casa, las veo, acaballadas en las piedras, escondidas en las grietas del sueño, las veo otra vez en lo alto del muro, como siempre, una vez más iluminarse, quemarse, hacerse mierda… una vez más perdidas en su silencio, las veo arrancarse sus alas, atragantarse de nada… flotando en el vacío, las veo…

y una vez el sol se pudre en sus pupilas, se ahoga en su quietud, las veo descender por el muro, lentas, como si no lo supieran, como si fueran otra cosa, otro sueño, otra grieta, otra herida que le nace a las piedras… las veo tímidas y ya puro amor, volver otra vez a dormirse en mi cuerpo desnudo, la cabeza como siempre bien acomodada a la altura de mi corazón, mientras la chica detiene un momento las agujas, que no dejan de sonar, solo un momento, y me da una fumada de mariguana y un trago de burbon, y una de esas miradas que se le quedan a uno grabadas para siempre en el deseo, solo para que no se me haga llaga la puntada final… las veo otra vez, finalmente, como siempre, como nada, como nunca, florecer, una vez más, en mi intimidad…

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