Cine de Cartelera Cronopio

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PEQUEÑOS LUGARES, GRANDES VIDAS. A PROPÓSITO DE «EL LUGAR MÁS PEQUEÑO»

Por Juan Pablo Gómez*

Escribir sobre El lugar más pequeño (Tatiana Huezo, México, 2011, 104 minutos, 35mm, documental) es pensar la vida. Pensar que ésta es posible más allá del horror; como un temple, una fuerza que puede disminuirse pero no agotarse por completo. La vida renace, siempre; parece ser imborrable. Incluso cuando una voluntad arrasadora trata de eliminarla.

Narrada por dos generaciones sobrevivientes de la guerra en El Salvador —padres e hijos—, El lugar más pequeño se distancia del documental clásico para narrar la pérdida y el retorno a Cinquera, un municipio salvadoreño prácticamente borrado por la embestida del ejército durante la guerra. La primera escena de la película nos conduce a los efectos inmediatos del conflicto armado: el «huesamental» de miembros de la guerrilla y del ejército que encuentran los sobrevivientes, complemento de la imagen del pueblo borrado, donde lo único en pie fue el campanario de la iglesia. Aquí la imagen principal es el inicio de la vida. Quien da la pauta para pensarlo así es la voz que recordando dice: «ese fue el principio. Cuando venimos nosotros a repoblar». El retorno es rememoración; memoria que confronta y reconstruye el pasado. Es el regreso al lugar del sufrimiento.

En las siguientes líneas deseo centrarme en dos aspectos de la película. El primero tiene que ver con la narración de la dimensión traumática de la guerra en Cinquera. El segundo trata de la resistencia y la fuerza de los sobrevivientes; la capacidad de escapar a la muerte, sobrevivir y refundar un pueblo que había prácticamente desaparecido.

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A partir de los testimonios de los sobrevivientes, organizo su historia en dos momentos. El primero corresponde a la larga vida de una comunidad campesina en El Salvador marcada por la pobreza y el trabajo agrícola en una tierra de la cual no eran propietarios. El segundo inicia en la década del setenta del siglo XX y, según los testimonios, queda marcado por la presencia de un nuevo sacerdote en el municipio. Podemos pensar que este sacerdote representa la resonancia de la teología de la liberación en los pequeños lugares de El Salvador y Centroamérica. Prueba de ello es la manera en que lo recuerdan los sobrevivientes: hombre cercano a la comunidad, que señalaba en lenguaje del pueblo que el Estado y la Iglesia salvadoreña estaba patas arriba, y que era necesario cambiar dicha situación.

Este fue un tiempo de quiebre en el municipio. A partir de ese momento la división entre «los que tenían conciencia» y «los dormidos» fue clara; quiebre también porque apareció una nueva palabra en su vocabulario político: subversivos. Desde los tempranos años setenta los habitantes/ciudadanos de Cinquera fueron catalogados como subversivos. La política global y sus paradigmas del anticomunismo y la seguridad nacional se proyectaron sobre los pequeños lugares y operaron como antelación y legitimación del terror: el ejército se instaló en el municipio e inició un ciclo de represión y muerte.
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La mitad de los años setenta marca el inicio del terror. El estado que desea eliminar a su propia ciudadanía. Una voluntad perversa cuya finalidad es captada como sigue por los testimonios: «alguien quiso mutilarnos, destruirnos, desaparecer como sector social y reclamador de derechos, y reclamar derechos no es hacer la guerra.» Asistimos a un tipo de ciudadanía convertido por el estado mismo como su enemigo político. No obstante, el testimonio de este sobreviviente es también contra narrativa de la historia oficial al revocar la etiqueta de enemigo político, y colocar en primer plano la cuestión de la ciudadanía y la lucha por derechos, evidenciando la irracionalidad de la ofensiva estatal militar y al estado salvadoreño como máquina necropolítica.

La voluntad perversa a la que aludí arriba es más visible cuando el documental nos advierte que los ejecutores del terror tenían similar procedencia social que las víctimas. Lo señalan sobrevivientes al afirmar que pobres mataron a pobres y los ricos rieron a carcajadas. La denuncia de esta situación la encontramos también en algunas piezas de la producción letrada centroamericana. Uno de los testimonios de Insensatez, de Horacio Castellanos Moya (2004) dice: ‘eran personas como nosotros a las que teníamos miedo’.

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«Cinquera desapareció como pueblo,
bomba tras bomba, quedó arrasado»

¿Cómo emerge el pasado hoy? La experiencia del pasado bélico se manifiesta como trauma en el presente. La formación de la memoria de la guerra no es únicamente relato estético, sino manifestación corporal y psíquica. La guerra hoy es sueño, pesadilla, aún escuchar disparos, saber que nada volverá a ser igual. Es el quiebre lo que anuda al sujeto y al lazo social. El pasado se manifiesta en el insomnio que quedó como costumbre desde el tiempo de guerra; como enloquecimiento en quien mira al ejército aún después del terror —esos «hombres feos, con anteojos y dientes de oro, unos diablos»; quien escucha dormido las voces verde olivo que dicen: «¡a matarte venimos!»—.

«Aunque no haya guerra yo siempre escucho los balazos»; «el vacío que llevo nunca se va a recuperar». Son estas las dimensiones emotivas e intelectuales que marcan la narración y transmisión de la experiencia. Probablemente el enunciado «yo ya no me compongo» sea el que ilustre mejor la perdurabilidad del terror y la incompletitud como cualidades del nudo social en las sociedades de posguerra centroamericanas. Yo visualizo esta situación en la novelística regional en el «yo no estoy completo de la mente» que encontramos en la misma novela de Castellanos Moya antes señalada. Tanto en Insensatez como en El lugar más pequeño, son los signos de fractura corporal y psíquica, individual y colectiva, los que permiten narrar la violencia política en la historia reciente de la región. Como lo afirma el protagonista–editor de la novela de Moya: «Nadie puede estar completo de la mente después de haber sobrevivido a semejante experiencia» (14).
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Si para los padres sobrevivientes la experiencia traumática es un corte histórico, en los hijos anuda el lazo social/comunitario y generacional porque constituye experiencia fundacional de todo recuerdo. Encuentro esta situación cuando uno de los hijos sobrevivientes señala que «la primera vez que yo entro en razón» es cuando alguien llega a avisar a su casa que su padre ha sido asesinado por «elementos de la guardia nacional». La violencia estatal es un doble punto cero para la memoria: primero eliminando una vida; segundo fundando una nueva. También será este el caso de los niños que sirvieron como correo durante la guerra, o la niña cuya labor era reconocer los muertos y ahora, de adulta, pinta calaveras en las paredes de su casa.

La violencia política marca las historias de quienes eran niños durante la guerra como ciudadanías en asedio. La niñez está cercada por la politización y criminalización de la familia. Los niños eran para el ejército los «futuros guerrilleros», enemigos del estado tal como sus padres. El imperativo fue extirpar de raíz la subversión y no dejar viva ninguna semilla. Ello nos recuerda la conexión entre política y ciencia en el genetismo político para el cual el comunismo se transmitía en los genes. Por otro lado, la familia víctima de la violencia estatal hacía lo posible por salvar a sus hijos, no solo por amor familiar, sino también por preservar esa vida políticamente asediada. «En ustedes está la vida» recuerda uno de los sobrevivientes que le dijeron sus padres.

Los sobrevivientes que eran niños durante la guerra son sujetos de memoria que transmiten el pasado a sus hijos. En ese sentido, sus memorias son muy importantes porque representan el vínculo de la experiencia a una tercera generación que no vivió este pasado. En esta generación de posguerra puede encontrarse la posibilidad de anudar un lazo social ya no marcado por el terror, por los polos de la sobrevivencia o la muerte en los cuales sus padres y abuelos comprendieron que se jugaban la vida. Memoria y ciudadanía se articulan en esta transmisión de la experiencia cuando quien vivió de niño el asesinato de su padre hoy le dice a sus hijos que «un pueblo que tiene memoria es más difícil que sea un pueblo sometido». Aquí la familia puede ser leída como ciudadanía, sujeto público que narra la continuidad histórica entre pasado y futuro. Tiene entonces un papel importante en la transición entre dictadura y democracia, como lo señala la crítica cultural argentina Josefina Ludmer en su último libro Aquí América Latina, una especulación (2010: 73).

Hablar de la familia implica preguntarse a través de quiénes emerge el pasado. Uno de los aportes de este documental a quienes nos interesamos por el estudio de la violencia política de la historia reciente de la región y las formaciones de memoria, es la importancia de la familia como sujeto transmisor del pasado. Como he mencionado en los párrafos anteriores, la experiencia de la violencia fue transmitida de padres a hijos y resignificada de múltiples maneras por estos últimos. También hay un canal de rememoración cuando son los padres quienes recuerdan a los hijos asesinados durante la guerra. En ambos, es la familia el sujeto público que trae el pasado conflictivo al presente. En próximas reflexiones sobre la producción cultural centroamericana valdría la pena poner mayor atención a la familia como «formación cultural» ligada a la memoria, así como sobre la memoria en tanto política de los afectos, tal y como lo propone Josefina Ludmer en el libro ya antes mencionado.
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«Yo sabía que de eso se trataba, de sobrevivir o morir.»

La cita con que inicio este acápite muestra la situación de los pobladores «subversivos» de Cinquera durante la embestida estatal. O escapaban de la máquina de matar, o eran borrados. En la memoria de los sobrevivientes, el bosque y la montaña aparecen como aliados, lugares no visibilizados enteramente por el ojo del poder.

Así entramos a la fuga, el escape, la resistencia. El lugar más pequeño es una producción posicionada por entero en estas dimensiones del conflicto. Si bien la intención es rememorar la pérdida familiar, no hay victimización. Afectos, política y justicia convergen. A la directora no le interesa despertar compasión; más le importa mostrar la fuerza y la firmeza para sobrevivir la experiencia límite, y la serenidad que puede existir al recordar la pérdida y el terror. Por encima del duelo, la incompletitud y la sin razón, se alza la vida. Quiero recordar nuevamente a Josefina Ludmer cuando menciona que en América Latina la memoria siempre es un grito de justicia (2010:58). Hay en este documental una apuesta por la vida que se alza grande en esos lugares pequeños, como Cinquera.

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FICHA TÉCNICA
El Lugar más pequeño / The Tiniest Place
México, 2011
35 mm, Color
Documental, 104 min.
Dirección / Director: Tatiana Huezo Sánchez
Producción / Producer: Nicolás Celis
Guión / Script: Tatiana Huezo Sánchez
Fotografía / Cinematography: Ernesto Pardo
Edición / Editing: Paulina Del Paso, Tatiana Huezo Sánchez, Lucrecia Gutiérrez.
Sonido / Sound: Federico González
Diseño Sonoro / Diseño Sonoro: Lena Esquenazi
Música original / Original music: Leonardo Heiblum y Jacobo Lieberman
Compañía productora / Production Company: Centro de Capacitación Cinematográfica, FOPROCINE (Fondo para la Producción Cinematográfico de Calidad) con el apoyo / with the support of Beca Gucci–Ambulante.

The Tiniest Place – El lugar más pequeño – Trailer. Cortesía de PimientaFilmsMX. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=_SUh03n–1U[/youtube]
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* Juan Pablo Gómez es Profesor Adjunto e investigador. Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica, Universidad Centroamericana (IHNCA-UCA), Managua, Nicaragua. Ha sido investigador del Área de Estudios de Historia Local, de la Asociación para el Avance de las Ciencias Sociales en Guatemala (AVANCSO). Ha publicado: «Romper las cadenas». Orden finca y rebeldía campesina: el proyecto colectivo finca La Florida. Guatemala: AVANCSO, 2012. Coautoría con Dr. Gustavo Palma Murga.

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