Escritor del Mes Cronopio

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Luna fria

LUNA FRÍA

Por Jeffery Deaver*

«El tiempo está muerto mientras lo marcan pequeños
engranajes; sólo cuando se para el reloj cobra vida
el tiempo».
(William Faulkner)

1
Martes, 00:02 horas

—¿Cuánto tiempo tardaron en morir?

El destinatario de esta pregunta no pareció oírla. Miró de nuevo por el retrovisor y se concentró en la conducción. Pasaban pocos minutos de la medianoche y las calles de la parte baja de Manhattan estaban heladas. Un frente frío había despejado el cielo y convertido en liso hielo la nieve caída poco antes sobre el asfalto y el cemento. Iban los dos en el bronco Troncomóvil, como llamaba Vincent el Listo al todoterreno marrón oscuro. El coche tenía ya unos cuantos años; los frenos necesitaban un repaso y había que cambiar los neumáticos. Pero llevar al taller un vehículo robado era una pésima idea, sobre todo teniendo en cuenta que dos de sus últimos ocupantes habían muerto asesinados.

El conductor (cincuenta y tantos años, delgado, cabello negro bien recortado) torció con cuidado hacia una bocacalle y prosiguió su viaje sin acelerar en exceso, tomando los desvíos con precisión, perfectamente centrado en su carril. Habría conducido del mismo modo estando las calles secas, o si el vehículo no hubiera estado involucrado en un asesinato.

Cautelosamente, con meticulosidad.

¿Cuánto tiempo tardaron?

Un escalofrío recorrió a Vincent el Gordo (largos dedos como salchichas, siempre sudorosos, y el cinturón marrón tan tirante que el primer agujero estaba dado de sí). Había estado esperando en la esquina de la calle al acabar su turno de noche como procesador temporal de textos. Hacía un frío espantoso, pero el vestíbulo del edificio le desagradaba. Tenía una luz verdosa y las paredes cubiertas de grandes espejos en los que podía ver su cuerpo ovalado desde todos los ángulos. Así que había salido a tomar el aire diáfano y frío de diciembre y se había puesto a pasear de un lado a otro y a comer una chocolatina. Bueno, dos.

Mientras Vincent miraba la luna llena (un disco asombrosamente blanco visible por un instante entre el desfiladero de los edificios), el Relojero reflexionaba en voz alta:

—¿Que cuánto tardaron en morir? Una pregunta interesante.

Vincent conocía desde hacía poco tiempo al Relojero, cuyo verdadero nombre era Gerald Duncan, pero sabía ya que convenía tener cuidado con las preguntas que se le hacían. Hasta la cuestión más sencilla podía dar pie a uno de sus monólogos. Caray, lo que hablaba. Y sus respuestas eran siempre tan razonadas como las de un catedrático. Vincent sabía que, si había estado callado esos últimos minutos, era porque estaba sopesando la respuesta.

Abrió una lata de Pepsi. Tenía frío, pero necesitaba algo dulce. Engulló el líquido y se guardó la lata vacía en el bolsillo. Luego se puso a comer un paquete de galletas saladas con mantequilla de cacahuete. Duncan le lanzó una ojeada para asegurarse de que llevaba puestos los guantes. En el Troncomóvil siempre llevaban guantes.

Meticuloso…

—Yo diría que hay varias respuestas a esa pregunta —dijo Duncan con su voz suave y distante—. Por ejemplo, el primero al que he matado tenía veinticuatro años, de modo que podría afirmarse que tardó veinticuatro años en morir.

¿No me digas?, pensó Vincent el Listo con sarcasmo adolescente, aunque tenía que reconocer que no se le había ocurrido una respuesta tan obvia.

—El otro tenía treinta y dos, creo.

Pasó un coche de policía en sentido contrario. A Vincent comenzó a palpitarle la sangre en las sienes, pero Duncan no se inmutó. Los policías no parecieron fijarse en el Explorer robado.

—Otra forma de abordar tu pregunta —prosiguió Duncan— es considerar cuánto tiempo transcurrió desde el momento en que empecé a matarlos hasta el instante en que sus corazones dejaron de latir. Probablemente te referías a eso. Verás, a la gente le gusta encuadrar el tiempo en marcos de referencia fáciles de asimilar. Y eso está bien, siempre y cuando sea útil. Saber que las contracciones del parto se producen cada veinte segundos es útil. Y también saber que un atleta corrió un kilómetro y medio en tres minutos y cincuenta y ocho segundos, y que por eso ganó la carrera. Pero saber concretamente cuánto tiempo tardaron en morir… Bien, eso no tiene importancia, con tal de que no fuera rápido. —Lanzó una mirada a Vincent—. Y no es que quiera criticar tu pregunta.

—No —dijo Vincent, al que no le importaba si la criticaba o no. Vincent Reynolds tenía pocos amigos y estaba dispuesto a pasarle muchas cosas por alto a Gerald Duncan—. Era simple curiosidad.

—Entiendo. La verdad es que no me he fijado. Pero la próxima vez lo cronometraré.

—¿La chica? ¿Mañana? —Su corazón latió un poco más aprisa.

Duncan asintió con un gesto.

—Esta noche, querrás decir.

Era más de medianoche. Con Gerald Duncan había que hablar con precisión. Sobre todo, en lo tocante al tiempo.

—Sí, eso.

Pensó en Joanne, la siguiente en morir, y Vincent el Hambriento le tomó la delantera a Vincent el Listo.
Esta noche…

El asesino conducía siguiendo un patrón complejo, de regreso al edificio que ocupaban temporalmente en el distrito de Chelsea, al sur de Manhattan, no muy lejos del río. Las calles estaban desiertas; la temperatura rondaba los diez grados bajo cero y el viento corría sin cesar por las calles estrechas. Duncan aparcó junto a la acera, apagó el motor y puso el freno de mano. Salieron. Caminaron por espacio de media manzana por entre el viento gélido. Duncan iba mirando la sombra de su cuerpo, que la luna proyectaba sobre la acera.

—Se me ha ocurrido otra respuesta. Respecto a cuánto tiempo tardaron en morir.

Vincent se estremeció otra vez. Por el frío, sobre todo, aunque no sólo por eso.

—Mirándolo desde su punto de vista —prosiguió el asesino—, podría decirse que una eternidad.

2
07:01 horas

¿Qué es eso?

Sentado en su silla chirriante, en el despacho caldeado, el hombretón bebía café y miraba con los ojos entornados hacia el fondo del muelle, entre la luz brillante de la mañana. Era el supervisor de mañana del taller de reparación de remolcadores, situado en el río Hudson, al norte de Greenwich Village.

Cuarenta minutos después estaba previsto que atracara un Moran con el motor averiado, pero de momento el muelle estaba vacío y el supervisor estaba disfrutando del calorcillo de la caseta, donde se había sentado con los pies sobre la mesa y el café apoyado en el pecho. Quitó un poco de vaho de la ventana y miró de nuevo.

¿Qué es?

Junto al borde del muelle, del lado de Jersey, había una caja negra no muy grande. No estaba allí el día anterior a las seis, cuando cerró el taller, y después de esa hora no había atracado ningún barco. La caja tenía que haber venido del lado de tierra. Había una alambrada que impedía el paso de transeúntes, pero si alguien quería entrar, entraba: el supervisor lo sabía por las herramientas y los cubos de basura que se llevaban, cualquiera sabía por qué.

Pero ¿para qué habían dejado aquello en el muelle?

Estuvo un rato mirando la caja mientras pensaba: Fuera hace frío, y viento, y con lo bien que sienta el café… Después se dijo: En fin, habrá que ir a echar un vistazo. Se puso el grueso chaquetón gris, los guantes y el gorro, bebió un último trago de café y salió al aire cortante.

Recorrió el muelle abriéndose paso entre el viento, con los ojos llorosos fijos en la caja negra.

¿Qué cojones es eso? Era rectangular, de menos de medio metro de alto, y el sol, todavía bajo, se reflejaba con fuerza en su parte frontal. Entornó los ojos para defenderse de su resplandor. El agua espumosa del Hudson se agitaba entre los pilares del muelle. Se detuvo a metro y medio de la caja, al ver lo que era.

Un reloj. Un reloj antiguo, con una luna dibujada delante y esos números romanos tan graciosos. Miró su reloj de pulsera y vio que el del muelle funcionaba bien: marcaba la hora exacta. ¿Quién habría dejado allí una cosa tan bonita? Estupendo: me han hecho un regalo.

Pero, al dar un paso adelante para cogerlo, le fallaron las piernas y el pánico se apoderó de él un instante al pensar que iba a caer al río. Cayó al suelo, sin embargo, sobre una placa de hielo que no había visto, y no se deslizó más allá.

Se puso en pie ahogando un gemido, con una mueca de dolor. Al mirar hacia abajo vio que el hielo en el que había resbalado no era normal. Era de color marrón rojizo.

—Ay, Dios —murmuró mientras miraba la sangre, que había formado un gran charco congelado cerca del reloj. Se inclinó y su sorpresa fue mayúscula al darse cuenta de cómo había llegado la sangre allí. En los tablones del muelle se veían marcas ensangrentadas que parecían de uñas, como si alguien con las muñecas o los dedos sajados se hubiera agarrado a ellos para no caerse a las aguas revueltas del río.

Se acercó con cautela al borde y miró hacia abajo. No se veía a nadie flotando en el agua turbulenta. Pero eso no le sorprendió; si estaba en lo cierto, la sangre congelada significaba que aquel pobre diablo había estado allí hacía largo rato. Si nadie le había rescatado, su cadáver estaría ya a medio camino de Liberty Island.

Retrocedió mientras buscaba atropelladamente su teléfono móvil y se quitó el guante con los dientes. Echó un último vistazo al reloj y regresó a toda prisa a la caseta mientras marcaba con sus dedos gordezuelos y temblequeantes el número de la policía.

Un antes y un después.

La ciudad había cambiado después de aquella mañana de septiembre, tras las explosiones, las gigantescas columnas de humo, los edificios que se esfumaban. Era innegable. Podía hablarse de la resistencia, del temple, de la actitud pragmática de los neoyorquinos, y todo eso era cierto. Pero la gente se quedaba aún en suspenso cuando, al aproximarse al aeropuerto de La Guardia, los aviones parecían volar un poco más bajo de lo normal. O cruzaba la calle dando un rodeo si veía una bolsa de compra abandonada en la acera. A nadie le sorprendía ya ver soldados o policías vestidos con uniforme oscuro y armados con negras ametralladoras militares.

El día de Acción de Gracias había pasado sin incidentes y la Navidad estaba en su apogeo; había gente por todas partes. Pero suspendida sobre las festividades como un reflejo en el escaparate navideño de unos grandes almacenes, persistía la imagen de las torres desaparecidas, de las personas que ya no estaban entre los vivos. Como persistía, claro está, la gran pregunta: ¿qué más iba a pasar?

Lincoln Rhyme entendía muy bien la noción del antes y el después: la había sufrido en carne propia. Había habido un tiempo en que podía caminar y moverse. Y después ya no. Estaba sano como el que más, investigando la escena de un crimen, y de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, una viga le había partido el cuello dejándole tetrapléjico, paralizado casi por completo de hombros para abajo.

Un antes y un después.

Hay momentos que le cambian a uno para siempre. Lincoln Rhyme creía, sin embargo, que si de ellos se hacía un icono demasiado solemne, esos acontecimientos redoblaban su potencia. Y los malos salían ganando.

Eso se decía Rhyme una fría mañana de martes, todavía temprano, mientras escuchaba a la locutora de la National Public Radio, con su sempiterna voz de FM, informar acerca del desfile previsto para dos días después, al que seguirían diversos actos y reuniones de representantes del Gobierno, todo lo cual, lógicamente, debería haberse celebrado en la capital del país. Se había impuesto, sin embargo, el «aúpa Nueva York», y las calles estarían abarrotadas de espectadores y manifestantes, lo cual complicaría más aún la vida de la policía que vigilaba las inmediaciones de Wall Street. En la política pasaba ahora lo mismo que en el deporte: las semifinales que debían tener lugar en Nueva Jersey se celebraban ahora en el Madison Square Garden, como si eso fuera una muestra de patriotismo. Rhyme se preguntaba con sorna si al año siguiente el maratón de Boston también se correría en Nueva York.

Un antes y un después.

Rhyme había acabado por convencerse de que él no era muy distinto después de aquel punto de inflexión. Su estado físico (su horizonte, cabría decir) había cambiado. Pero básicamente seguía siendo el mismo: un policía y científico impaciente, temperamental (incluso odioso a veces), tenaz e intransigente con la pereza y la ineptitud. No jugaba la carta del inválido, no se lamentaba ni daba importancia a sus limitaciones físicas, aunque fuera capaz de arremeter contra los propietarios de cualquier edificio en el que estuviera investigando un crimen si no cumplían la normativa en lo relativo a rampas de acceso y anchura de las puertas. Mientras escuchaba la noticia, le exasperó que ciertos neoyorquinos parecieran estar entregándose a la autocompasión.
(Continua página 2 – link más abajo)

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