Literatura Cronopio

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Colombia Madrid

MEMORIAS DE SOLEDAD, UNA COLOMBIANA EN MADRID

Por María Paz Ruiz Gil*

Todo en mi vida sería más simple, más natural, si no fuera por mis nervios. Tal cual un rabo de lagartija, así era yo, enérgica y rápida, impulsiva e irracional, pero sobre todo nerviosa.

Estaba en paro, llevaba más de dos años buscando empleo, y en las tres entrevistas de trabajo a las que asistí me pulvericé; como un cristal de azúcar me diluí entre mi propia agua, incapaz de controlar a todos esos malditos nervios que se accionaron al tiempo, dejándome en un corto circuito. En esos momentos no fui sangre fluida, ni huesos, ni músculos, ni órganos tibios, fui una masa de nervios con forma de mujer. Sólo tres entrevistas bastaron para confirmar que para una periodista el campo de trabajo en Madrid estaba en sequía, y ya convertido en desierto si, como en mi caso, era extranjera.

En ellas metí la pata y algo más, la lengua, la piel de los ojos, la vejiga y hasta el estómago. Fallé cuando me atacaron mis dolores nerviosos, somatizados con dos inflamaciones que tenían nombres que parecían de cariño, pero que en realidad eran dos castigos insoportables, uno ardía y el otro picaba: esofagitis y dermatitis. Uno estrujaba el estómago y el otro me rompía la piel de los párpados y las piernas con eczemas resecos. Cuando mis nervios se habían tomado todo músculo y cada vertiente de sangre de mi sistema, se asomaron por mi nariz, me traicionaron desvelando mis angustias con pequeñas gotas de sudor que en cuanto las limpié volvieron a brotar. Ignoraba qué debía hacer para detenerlas, y el hecho de pensar más en ellas hizo que saliesen como chorros a decorar mi nariz que, aunque muchos decían que era minúscula, seguía siendo el único órgano de la cara que no se podía tapar o cerrar. El resultado: una bolita de carne redonda y húmeda que empezó a colorearse por la punta, a punto de derretirse entre tanta agua, iceberg de todas las miradas.

La primera entrevista duró escasos cuatro minutos, el tiempo que tardó en descubrir aquel entrevistador que estaba frente a una colombiana. Irónicamente el puesto vacante lo había abandonado un bogotano que en ese momento había caído en prisión, cerrándonos a todos sus compatriotas las puertas a esa empresa. Órdenes del jefe, comentó con visible pesar el entrevistador antes de que yo me echara a sudar.

La segunda fue para una revista de viajes. La competencia por un puesto de redactor fue feroz. A las dieciocho horas de aparecer la oferta por Internet, más de mil cincuenta internautas estábamos detrás de él. Tuve la suerte de ser llamada a la entrevista y consentir ser desplumada por un tipo que superaba los cincuenta y su colega, una rubia teñida y arrugada como su voz, castigada por el tabaco, y que no se pudo quedar callada mientras yo hablaba, luchando a palabrazo, por mi oportunidad. Mis respuestas no les convencían. No querían a una extranjera en el puesto, pero no pudieron decirlo sin rodeos. Mis colaboraciones con diarios y revistas de por allá, como dijo el hombre, no le parecían credenciales suficientes para su recién nacida revista. Ahí empezó a arderme el estómago. Metí la barriga para ver si el dolor se pasaba, pero no, para enfrentarme a un ataque de esofagitis debía agacharme como una viejita reumática, en un ángulo de noventa grados del suelo. Así que mi nariz quiso participar en el acto y se puso a sudar. Saqué mi pañuelo para secarme los gotones, que brotaban desafiantes entre mis pecas.

La mujer no pudo disimular y se concentró el último minuto de la entrevista en la humedad que se resbalaba por mi grifería nasal. Un espectáculo cruel. Y así, doblada en dos pedazos y empapada de sudor salí de la oficina. Desde el pasillo escuché al hombre decir que no se fiaba de una periodista que no sabía pronunciar bien la ce ni la zeta. No me defendí.

A la última entrevista llegué tarde. Mal comienzo. Entré corriendo al cuarto donde me esperaba mi currículum impreso frente a una mesa. ¡Mierda! había olvidado entrar a hacer un pis. Ya sentadita, pensé, se me pasarían las ganas.

Pero cuando el entrevistador entró, quiso saber porqué había dejado mi trabajo en un periódico. Me atacaron las irrefrenables ganas de orinar. No pude contar bien la historia de cómo conseguí mis papeles, una historia dura, llena de horas extras y de chantajes por parte de mi jefe. Con la mano entre mis muslos, lo que no respondí con monosílabos, lo rellené con alguna estupidez. Empecé a sudar pero
lo peor estaba aún por llegar, se me escapó un chorrito de pis, unas gotas que me dejaron caliente la falda y que se escurrieron por mi pierna. Me balanceé con disimulo para no mojar el cojín del asiento. El hombre, que me miraba de a poquitos para no avergonzarse por mí, intentaba evitar la patética escena concentrándose en mi hoja de vida, que para ese momento empezaba a tomar el aspecto de una lista de la compra y yo, meneándome de un lado a otro, una muchachita onanista. Después de despedirme con el reverencial «ya te llamaremos», que equivalía a «sigue buscando puesto» por eso lo decía en plural mayestático, para expugnarse de culpas, me levanté. Y lo vi, ahí dejaba mi charquito de pis para calentarle el asiento al siguiente candidato.

Dormí mucho, días enteros que se pegaron unos a otros. Días fríos. Atrás quedaron los envíos del currículum y la selección de ofertas de empleo por Internet. No quise intentarlo más. El invierno congeló mi voluntad de buscar trabajo en un frasquito que guardé dentro de mi cuerpo, que pasó a estar sedado. Descubrí que las horas pasaban en cámara rápida cuando cerraba los ojos y mecanografiaba palabras en mi cabeza. Acostada, llené tantas páginas en mi cerebro que tuve que empezar a borrarlas. Pero el día que me dolió descoser tantas letras con sentido, me desperté y luché contra mis vahídos. Tenía que escribir.

Permanecí despierta por dos tazas de café denso como el petróleo. Sentí la atmósfera tropezar contra mi cabeza y sospeché que el trabajo que se me venía encima podía ser más duro que las diez horas de jornada laboral que tanto deseaba. Llevaba los músculos anestesiados por la inercia de vivir sin ganas. Esa era yo cargando mi peor depresión.

Cerré con fuerza mis manos y no las sentí, apreté mis dientes y no pasó la fuerza a mis encías, blandas como la plastilina después de pasar tanto tiempo en la cama. Dormía en un piso antiguo disfrazado de pensión en pleno corazón madrileño, con siete habitaciones y dos baños, aunque sólo uno era para los inquilinos. A mí me habían alquilado un cuartucho frente a la cocina, ideado en su origen para ser la alacena de la casa, en el que escasamente entraba una cama, una tablita de madera que actuaba como escritorio y otra, atornillada a la pared, que me servía de biblioteca. En el suelo me quedaba un espacio libre que me permitía hacer abdominales sin estirar los brazos y por lo mismo se limpiaba con un par de escobazos.

La excéntrica Montserrat lo convirtió en habitación al ponerle una puerta de acordeón y abriendo una ventana que daba al patio de ropas, sin el permiso de nadie, cuando se quedó sin dinero para el tabaco. Para ella el aire tenía que saber a humo, no perdonaba un céntimo y todo, hasta los servicios, me los cobraba por adelantado por miedo a que un buen día me desapareciera sin pagar. Si algo sobraba, lo dejaba sobre mi escritorio, y armaba una torrecita con las monedas puestas en orden matemático según su valor, y por ella descubrí que la moneda de cinco céntimos de euro tapaba a las de diez porque alguien, dueño de una lógica extraña, la había encargado más grande y de un material cobrizo, mucho más triste que sus hermanas mayores.

Las facturas las anunciaba Montserrat con una media sonrisa mientras decía que así eran los catalanes, y yo pensaba que eso era tan absurdo como creerse que todos los gallegos tenían que ser tontos o todos los colombianos narcotraficantes. En cualquier caso, cuando pronunciaba la palabra catalanes se escuchaba su ele larga; y su lengua estirada al paladar por unos segundos, como la de una jirafa, producía un sonido sacado de un idioma inventado por tres niños creativos que derramaron el español, el francés y el italiano sobre las palabras.

Montserrat era una reina de la nostalgia, compulsiva y repetitiva, por eso vivía mostrándome las fotos en las que la juventud la premiaba con unos enormes ojos celestes y un esponjoso cabello negro. Costaba creer que esa piel tan tersa fuera ahora un álbum de sesenta y seis años de arrugas, blandas y descolgadas por el sobrepeso de alguien que se tragaba las preocupaciones con cucharadas de helado y
vasos de vodka.

Presumía de tener un oído de tísica, posiblemente porque una incurable enfermedad en los ojos le estimuló la capacidad auditiva, sin embargo sólo la dejaba ver de frente, como si viviera dentro de un túnel, y le borraba el resto del mundo bajo una sombra que cada día se teñía más negra.

Detestaba el teléfono, tanto, que todos sus inquilinos debíamos dejar silenciado el móvil, pues si oía un timbre repicar, entraba en pánico, se le descomponía el estómago y exigía de muy mal humor que no volviera a ocurrir. Hablar de sus gustos era como hablar de sus vicios: su vodka con dos cubitos de hielo, sus cigarrillos de tabaco negro, y Siento treinta ovejas, un programa de radio que le hacía el amor a sus oídos en sus temblorosas noches de insomnio.

Aunque en teoría yo era la única mujer que dormía en la pensión, aparte de la abatida casera, por las madrugadas se escuchaban inquietos tacones que percutían como martillos el suelo desvencijado, que resistía como una reliquia olvidada para no desplomarse antes de la inspección del edificio. Eran las chicas que venían a escondidas a ver a Brent, un escocés que llegó el mismo día en que este lúgubre piso se disfrazó de pensión hace más de dos años, con la idea de quedarse por un semestre y regresar con algún dinero a su país. Como casi todos los borrachos, Brent se creía tanto sus mentiras, que ni él mismo sabía en su vida qué era ficción y qué no lo era. Cuando las muchachitas entraban con los zapatos en la mano, de puntillas caminaban los cuatro pasos que las separaban de la cama del escocés y ahí, respirando calladitas, permanecían hasta que al asomarse el sol, tuvieran que salir a las carreras, despelucadas y con los calzones en la mano. La semana en que nos conocimos, acariciándome el codo me dijo que le gustaban las pecosas, pero esa misma noche el jovencísimo Brent entendió que estaba acariciando el codo equivocado.

Calculando la hora del desayuno, Brent buscaba a Montserrat, por si había sospechado algo, le atoraba la tostada con frases de doble sentido que la hacían enrojecer, y luego se tomaba con ella un vodka para bajarle el calentón. Y eso, lo de excitarla, a él le gustaba horrores. Me lo confesó después de mentirme por un año sin saber hacerlo. Siempre tuve la sensación de que él no pagaba por esa habitación, ella nunca lo perseguía con la factura y nunca los había escuchado hablar de dinero, quizá porque Montserrat no descartaba cobrarle en otra moneda algún día; lo intuía por su ebria mirada que escribía la palabra morbo en sus pupilas derramadas.

Brent lo sabía e intentaba mantener ese puesto de interesante, aunque los viernes le tocara echarle un baile y beber a su ritmo hasta terminar más que borrachos, situación en la que ella, ya sin fuerzas para abrazarlo, lo dejaba marchar. Aunque no toleraba ni su olor, Brent se pasaba los vodkas que ella le servía mientras repetía, con más obediencia que habilidad, los pasos estrictos que la mujer, entrada en carnes y años, le había enseñado. Empezaban a estrechar sus manos, a sentir la espalda de ella y el hombro de él en una postura firme pero tan cercana, que hablar les resultaba incómodo. Yo los miraba bailar boleros desde mi cuarto, con la puerta casi cerrada, porque así me lo había pedido Brent para despertar mi alma de voyeur o tal vez para retrasar lo inevitable. Él subía el volumen de la música y así creía que se lo pasaba mejor, ella, aprovechando cualquier ocasión, aligeraba los pasos para dejar caer más vodka dentro del vaso de su inquilino. Montserrat sabía que estaría en los brazos de Brent el mismo tiempo que el vodka cubriendo los hielos. Sin alcohol no había efecto mágico, ni música envolvente, ni joven que la abrazara mientras Machín cantara.

Pero el tiempo y el alcohol se agotaban y la dueña de la pensión, en algún momento borroso, se lanzaba al cuello de Brent, y éste de inmediato le daba un trago de ogro al vodka para despedirse con versos galeses, como a ella le gustaba. La última imagen del baile trágico dejaba conocer a una mujer beoda, con la máscara de pestañas escurriéndose hasta formar unas enormes lunas azules que le acunaban los ojos. La garganta de Montserrat, caliente de humo y licor, entonaba para sí misma un monólogo que se estiraba como el caramelo durante esa inmensa noche. Su voz se perdía por minutos y pasaba a ser un hilo susurrante que llegaba a mis oídos como una frecuencia impura de la radio. El tardío efecto del sueño la apagaba por momentos hasta conseguir su desconexión total al amanecer.

Brent, envalentonado y colorado por la carga hormonal propia de sus veintitrés años, se cepillaba los dientes y se largaba para perfeccionar su corta carrera como seductor, valiéndose de su enrevesado español, inusitado sex appeal que mezclaba la erre anglosajona con la inconfundible erre del alcohólico, un espectáculo decadente y cómico que funcionaba con ciertas adolescentes que nacieron para enamorarse de los mentirosos. Brent debía ir terminando Filología Inglesa, o al menos eso les decía a sus padres, pero no había conseguido pasar a cuarto año, o al menos eso me decía a mí.

Las demás habitaciones no tenían inquilinos fijos. Eran diariamente ocupadas por turistas, todos hombres, sin excepción. Tenían un precio que por muy pocos euros les permitía pasar la noche en una habitación minúscula y ducharse rapidito en un baño compartido. Pero el precio escondía unas condiciones: estaban prohibidas las visitas y dormir acompañado. Cada cuartito tenía una cama sencilla, un armario empotrado, una mesa de noche y una lámpara vieja. Todo estaba bañado con un chorrito de luz triste que entraba sólo por las tardes, pues las viejas fachadas de enfrente eclipsaban cualquier intento del sol por colarse a las malas en el piso. No había más que una televisión, la de la cocina, y el que llegaba primero decidía el canal. Pero lo más difícil, lo que a mí más me costaba, era mantener completo silencio a partir de las nueve de la noche, la hora en que Montserrat empezaba a doparse con pastillas para dormir.

Me contó que se tomaba más de diez por día, la dosis que dejaría a una vaca en sueño profundo, pero que a ella sólo le permitía cerrar el telón de su maravilloso teatro.

Montserrat odiaba que otros tuvieran sexo en su casa. Hubo un tiempo en que recibió mujeres, pero decía que por el centro de Madrid ya no quedaban más que putas y transexuales, y que las que no tenían cara de serlo, después levantaban la pensión a gritos. Recuerdo una noche en la que se acercó para decirme, al ver a un par de mujeres recostadas contra una pared, que el único trabajo en el que la experiencia era una desventaja era en el sexo, palabra que pronunciaba en voz baja.

Espantó sus demonios asegurándose de que todas sus habitaciones fueran individuales, lo decía bien claro en el cartel que acompañaba la P de pensión, coronada con la estrella que ella misma se regaló y que colgaba de la noble fachada del ruinoso palacio. Según ella, así ganaba más dinero, pero sé que lo hizo porque no era capaz de escuchar ni una vez más unos gemidos querendones.

Lo mío fue algo extraño. Llegué a este piso después de preguntarle a un ancianito adorable, que se acercó tanto a mí que pensé que me conocía, por una pensión económica en este barrio. Lo que empezó con indicaciones para llegar a una calle, terminó en una angustiosa conversación en la que aquel hombre confesó, entre crueles risotadas, que aquello que guardaba debajo del brazo no era una barra de
pan sino una botella de cerveza. Conocía bien a una dueña de una pensión, pero me insistió que ella sólo me abriría la puerta si fingía tener un parentesco con él. Debido a que mi bolsillo no podía pagar más por una cama, decidí entrar en ese juego presentándome como la ahijada de su hermana Mari Loli, de quien no sabía absolutamente nada y a quien decidí inventarle una vida propia.
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