Literatura Cronopio

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Dolores

UNA TARDE CON DOLORES

Por Johanna Quintero (Johaquin)*

Dolores era una mujer; vaya si es una mujer, hablar en tiempo pasado de las cualidades que la constituyen en una de esas mujeres extraordinarias, que solo han existido en la mente de algún lunático, que dedica su vida a llenar de infamias y metáforas las páginas de algún libro, sería un improperio y una ofensa que no pretendo cometer. Su historia, algo normal, algo misteriosa, algo tumultuosa, algo triste, algo nada, todo nada, es una suma de ambigüedades y contradicciones. En el trascurso de estas líneas entenderás, tan bien como yo, que Dolores es todo y nada, es blanco y negro y todo lo contrario, al mismo tiempo y en secuencia, su historia se asemeja a una mañana tranquila antes de un tornado (aunque he de aceptar que un gran porcentaje de la misma es una invención de mis propias deducciones). De apariencia apacible y conmovedora, la forma de sus ojos es siempre engañosa, tal vez sus ojos ocultan una tristeza que es innegable para su propia anatomía. Dolores es una mujer, suena como una frase simple, pero si algo me enseñó Cortázar (¡genio!) es que nada en la vida es simple, la simpleza es solo una bruma para distraernos de las cosas maravillosas, aquel que pueda encontrar el encanto escondido en una gota de rocío o en la tarea sosegada de darle cuerda a un reloj, ha pasado la prueba de mérito para apreciar los milagros.

Y sigo aquí en mi ventana, un café oscuro en mi mano, casi tan oscuro como esta tarde que avisa lluvia, un cigarrillo a medio fumar y ¡voilà! cumplido el cliché de escritora frustrada por su propia incapacidad y su falta de disciplina. Pero bueno, estamos aquí para hablar de Dolores y de lo que Dolores hizo en mi vida. Que cómo la conocí, recuerdo y no puedo evitar preguntarme ¿cómo el azar de un destino en el que Dolores ciertamente no cree, la cruzó conmigo? Intentaré ser lo más rigurosa (una de sus palabras favoritas) posible en esta labor poco valorada de recordar. Porque quién dijo que la nostalgia es un oficio nefasto, si es la única forma de reconocer que lo pasado en realidad existió, que no vivimos en un continuo devenir de segundos sin sentido alguno; tal vez fue alguien a quien su pasado le duele más de lo debido, por que vaya que nos hemos entrenado bien en evitar todo aquello que nos causa dolor. —Y el día ha cumplido su promesa de lluvia— que frágiles, ¡cobardes! gritaría mi abuelo —te duele porque estás vivo, no reniegues de las pruebas de tu propia existencia— me diría el viejo, a quien las cervezas, las mujeres, los tangos y los excesos todavía le dejan algo de sabiduría.

No es importante ahora explicar las circunstancias específicas de nuestro encuentro, aunque recuerdo exactamente el sonido de la puerta, el lugar donde estaba sentada, hacia a dónde dirigía mi mirada en el preciso segundo en el que la puerta se abrió, así como las incongruencias que seguramente estaban saliendo de mi boca en ese momento exacto —un solo segundo en la historia de los segundos y mira dónde estamos—; pero repito, la exactitud no es lo relevante en este relato, no obstante, debo decir que recuerdo el vestido verde y la bata que lucía ese día, así como los tenis gastados y llenos de pasos, que algún tiempo después descansarían bajo mi cama, también recuerdo el largo de su cabello y la posición exacta de sus manos, cuando esbozó con timidez un «hola» al que no pude responder con elocuencia. No olvidemos que la precisión de esta historia es lo menos importante, no tiene por qué importarles la ambigüedad de su apariencia en relación con su personalidad, ni el hecho de que sintiera la necesidad de verla aún con el extremo del ojo, sentada con las piernas cruzadas en el tobillo, sonriendo como si estuviera preparada para recibir las bondades de la vida, que al ser tan pocas deben ser recibidas con una sonrisa de tal calibre. No es importante que sepan cómo la hice reír, (a este punto deben saber algo de quien comparte estos recuerdos febriles, en esta tarde lluviosa y gris: Deben saber que la risa es la única arma que me permito empuñar, que el corazón me salta cada vez que, con mi nariz roja; le saco una sonrisa a algún cristiano en este mundo triste, se podría decir que soy un payaso contemporáneo, algo melancólico y pesimista, pero al fin y al cabo un payaso). ¡Cómo se reía! y yo tenía un nuevo sonido favorito. No está de más que sepan que, en un momento de esos en el que el azar estalla de la risa al ver cumplida una de sus travesuras, tomó mi mano para bailar y sentí por primera vez aquello que los idiotas que se permiten creer en mitos llaman química, no cabe siquiera señalar que fue una de las visiones más hermosas de mi vida, que sentí un… ¡ja! No sé cómo explicarlo, no es en lo más mínimo importante, lo importante es que ese día, en ese momento, Dolores se volvió parte de mi realidad, sin ella siquiera saberlo se volvió un sueño recurrente, un imposible con sabor a probable, un pasamiento constante, un recuerdo agradable, una aspiración inalcanzable.

Sigue lloviendo ya con menor intensidad, la gente camina pensando que puede esquivar las gotas que inevitablemente los encuentran, el clima es frio, el aire es denso, me apetece algo de música, ¡ay! maestro, cuánta razón tenías «¡Música! Melancólico alimento para los que vivimos de amor!» Vivimos o morimos, aún no es clara para mí la diferencia, tal vez a mi manera también puedo ser un mar de contradicciones o tal vez solo he aprendido muy bien cómo ser y no ser al mismo tiempo. De nuevo la mirada al papel y la mano al lápiz.

Dolores es una mujer fuerte, más fuerte de lo que ella misma admitiría, pero también es una mujer débil, aunque en su peor debilidad sigue siendo más fuerte que yo, tiene en una mano la razón y en la otra la locura, dice temer a todo pero se arriesga como nadie, es un ser extraño, extraño sin el humo peyorativo de la palabra, extraño como único, pero si le preguntan seguramente dirá ser tan normal como el color azul, en retrospectiva tal vez sea esa rareza la que me tiene aquí en esta ventana escribiendo estas líneas como si importara para algo o para alguien. A Dolores le gusta lo dulce y lo salado, mezclado si es posible. Es un ser extraño, recuerden, extraño como un cronopio en una nube. Dolores tiene cara de niña buena, según el arquetipo social que dice cuáles y cómo son supuestamente las niñas buenas, arquetipo por lo general equivocado porque vaya, cuantas niñas buenas me encontrado en la barra de un bar, o en una esquina dudosa, cuantas niñas buenas escondidas bajo una apariencia fuera de lo convencional.

A Dolores no le gustan las convenciones ni los establecidos sociales, y hace muy bien porque no pertenece a ninguno, recuerden, es todo y nada al tiempo. Dolores puede ser tierna, dulce y consentida como un conejito, pero al mismo tiempo se armará de un valor inquebrantable para defender aquello en lo que cree, se enfrentará a quien fuere en contra de su ideal, se enfrentará incluso consigo misma. Dolores tiene el alma inocente de un guerrero bañado en sangre, entiende un mundo que para mi sigue siendo un mar de confusiones, no le importan las frivolidades ni los eufemismos, ríe y llora sin pudor, pero jamás se permite tocar aquello que le duele en realidad; es más, aunque se le vaya la vida en ello dirá que no siente nada, así sus ojos griten otra cosa y esos gritos se ahoguen en una lágrima, es dedicada para todo, incluso para el arte de auto–convencerse.

A pesar de su cara de niña buena con una vida feliz, a Dolores no le importa la felicidad, en esto tiene razón, a cualquier persona razonable, no debería importarle algo que nunca va a conseguir —me sentí feliz al decir eso, ironías, ironías por doquier, ¿se fumigarán las ironías, como se fumigan los sueños?—. A Dolores no le gustan las sorpresas, aún no he entendido por qué. A dolores el pasado le rasguñó el alma, y la obligó a cargar sus días con una cicatriz indeleble, una cicatriz que aún le duele porque recordemos que así como la nostalgia, las cicatrices son una prueba de que el pasado existió, y tal vez para Dolores hubiese sido más fácil pensar que todo aquello fue una pesadilla inspirada por algún alimento en mal estado o por la posición de su cuerpo al dormir una noche. Pero aun así, al ser todos resultados de nuestra historia, al parecer el dolor la hizo fuerte, la hizo «rebelde», y entonces hemos llegado al fin a la palabra que no quería utilizar —Un perro, un perro en la calle. Llueve aún, ahora más fuerte y me pregunto por qué está ahí si puede estar en un lugar mejor, por qué se moja cuando se puede abrigar en otro lugar, tal vez tras el portillo de esa puerta hay algo que desea y quiere mucho más que estar seco y cómodo en algún otro sitio, y ya sabemos que si la razón nos define, es el deseo el que nos mueve—.

La segunda vez que la vi fue en un sueño, y esa historia quedará solo entre mi consciente y mi inconsciente por razones legales. Luego hubo un par de encuentros casuales, que tal vez deba agradecerle a un pajarillo inoportuno, amigo de mis días más oscuros, al que le conté de mis sueños absurdos, y aun sin creerlos posibles se atrevió a alzar sus alitas (también con cicatrices) y a volar hacia el oído de Dolores para susurrarle mi nombre de cuando en vez. Hubo entonces, gracias a él, un par de risas, un par de abrazos, un par de excusas ridículas para escuchar su voz y la misma sensación. Empezaba a creer entonces que todo esto no era un invento de las criaturas que viven en mi cabeza, y que Dolores no era una alucinación de mis delusiones si no que era tan real como el aire mismo que salía de su boca cada vez que dirigía sus palabras hacia mí. Pero yo, contraria a mi naturaleza, decidí no soñar, busqué en cuanto lugar fue posible aquellas pastillas de las que habló Sabina que me ayudarían a no soñarla, ¿Por qué? No quería soñarla para tener que despertar, y así, egoísta como soy, hubiera querido dormir para siempre y, aceptémoslo, qué clase de vida es esa. Además y aún más importante ¿qué podía ver Dolores en un payasito como yo? Mi sueño imposible con sabor a probable parecía más improbable de lo estimado. Y así como le hubiera gustado a Dolores, la razón y el análisis fueron más fuertes que las mariposas que tuve que enjaular y posteriormente fumigar en mi estomago.

—Dejó de llover al fin, parece que el sol nos honrará con su presencia antes de irse a dormir—. Y así la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido, un par de meses o un par de segundos, la verdad no recuerdo, hasta que un día, como si hubiera sido planeado por el mismo Cortázar pensando en la Maga, el sueño que me había prohibido soñar se presentó ante mí con la imponencia que debe tener para los infames y crédulos la imagen de alguna divinidad en un trozo de pan. Una voz extraña, su voz en el teléfono, en mi teléfono, Dolores con todo su pasado, su presente y su futuro hablando conmigo, la misma Dolores que odia las sorpresas, esa Dolores que pareciera no sentir que quería verme, y entonces el mundo y la eternidad tendrían que esperar, pues si Dolores me quería, Dolores me tenía, tan sencillo como eso.

Una tarde calurosa pero sin sol, una conducta errática pero correcta, una sonrisa precisa pero fuera de tiempo, una mano sobre otra, su cuerpo cerca del mío, un abrazo, dos abrazos, tres carcajadas, dos vulgarismos. Jazz mucho Jazz. Y sí, lo escribo con mayúsculas. Jazz, una conspiración entre el destino (en el que Dolores no cree) y el Jazz, ¡ah! y por supuesto, Cortázar. Un beso, un sueño, una realidad, la materia en forma de Dolores, la luz de la luna sobre mi sombrero negro, y lo impensado, lo imposible, lo improbable: sus labios en los míos. Hay que ser valiente un segundo así se viva siempre como un cobarde y en ese segundo en el que Dolores decidió jugarse todo, lo mío y lo suyo, y regalarme un beso, no, El Beso. Un beso que sabía a colores y se veía en sabores, y su boca, esa boca, pierdo la poca elocuencia que me queda, ese último rezago de mi cordura, no queda nada, solo ese beso. En ese momento dejó de ser Dolores para convertirse en Lolita, mi Lolita muy a su pesar desde entonces y hasta siempre, como sea y donde sea, cerca o lejos, con besos o sin ellos. Lolita… —dejo mi taza de café, la tercera del día y me pregunto si el tiempo es realmente importante, por alguna razón solo puedo pensar que «un segundo o una vida valen la pena»—.

Muchos segundos viviría con Lolita, muchos segundos que me quitarían el aliento —mi cama, sus ojos, su cabello, un nuevo sonido favorito en mi vida, ¿un sueño? No sé, eso quiero creer «el secreto de sus ojos» la vida y la muerte al mismo tiempo y en secuencia como le gustaría a Lolita: todo y nada—. Lolita, quien despertaría en mi vida una reacción en cadena de eventos afortunados —irrelevante—, Lolita la misma que siempre le tuvo miedo a correr por que existe el riesgo de caerse, pero entonces eso lo hace divertido, la dicha sin el dolor no existe, todo en este mundo asqueroso es resultado de su contradicción directa, no hay luz sin oscuridad y viceversa. Yo se que lolita despertará y abrirá sus ojos algún día para darse cuenta que este payasito ya no camina a su lado, pero mientas ese día llega seguiremos corriendo, así al final terminemos con las rodillas golpeadas —y entiendo ahora por qué el perro se moja en la lluvia— y tendremos entonces la nostalgia y los recuerdos de ese beso y de las veces que reímos y las veces que lloramos, y el recuerdo del «secreto de sus ojos» —chiste privado—, tendremos los recuerdos de lo que sentimos al escribir estas líneas y al leerlas, tendremos los dibujos y los poemas —«tu boca que es tuya y mía, tu boca no se equivoca, te quiero porque tu boca sabe gritar rebeldía»— Tendremos para siempre el capitulo 7 — «y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua»— Tendremos la música ¡Ah! Y que música, siempre tendremos a Chinoy —«Que marxismo que fascismo, que la broma sanguinaria, que la espalda dromedaria, que el disparo hacia sí mismo. Clara dame un beso en la cama, nuestra es toda la mañana»— Nos quedará Manuel García — «Yo solo quiero, que recuerdes eso, que fui un pasajero, allá entre tus sueños»— Y Frank Delgado con sus Utopías que parecen describirnos tan bien —«Aunque seas tan solidaria, tan sindicalista yo te seguiré en tu activismo ancestral, a esas manifestaciones y te ayudaré a empapelar la ciudad. Aunque seas tan feminista y te gusten las chicas, nada va a impedirme que te pueda amar y hasta prometo aprender de memoria el libro de Simone de Beauvoir»—. Tendremos siempre a Janis y, por sobre todas las cosas, tendremos siempre el Jazz. Y tendrá para siempre mi admiración y la certeza de que la quise y la quiero como se quiere a los sueños que se vuelven realidad.

Lolita es una mujer, una mujer, que no se parece a nadie, que no pertenece a nadie, ni siquiera a sí misma. Es una mujer a la que el mundo le duele en cada célula de su cuerpo, Una mujer que me enseñó a verme mejor a través de sus ojos —Siempre fuiste mi espejo, quiero decir para verme, tenía que mirarte—.

—Me levanto y cierro el cuaderno, está todo dicho entonces, guardo mi lápiz y vuelvo a observar por la ventana lo que la lluvia ha dejado, el reflejo del mundo en un suelo emparamado—.

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* Johanna Quintero (Johaquin) es escritora bogotana, nacida en 1987. También es dibujante. Actualmente adelanta estudios de Administración de Empresas. El presente relato es su primera publicación.

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