Literatura Cronopio

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LA NOVELA ERÓTICA EN COLOMBIA O KIMBERLY CONRAD, NOVELESCAMENTE

Por Eduardo Delgado Ortiz*

Hurgando en mi incipiente archivo digital de arte erótico topé con una foto de Kimberley Conrad que me gustó. La célebre modelo no exhibe sus ojos de cobra lírica, sino su cuerpo, y se ajusta o se quita una pieza que invita a pensar en ese estilo topless donde naufragan todas las descripciones. La Conrad, de aréolas pronunciadas, está abrochando (o desabotonando) la pieza y quiere subrayar su concentración. Usa un sombrero asexuado y unos botines como hechos en un festival de corridas de San Diego.

Mi búsqueda no era inocente. Había terminado de escribir mi libro de cuentos La experiencia interior y necesitaba una imagen lo suficientemente fuerte y convincente. Mi intención consistía en ponerla en la cubierta del libro, que, por cierto se dio a conocer en Cali en los meses iniciales de 2008.

En otro libro, Como tinta de sangre en el paladar, hay un relato llamado La mano en el cual el narrador cuenta su despertar erótico, y la acción se mueve simultáneamente en dos tiempos: en la imaginación de un recuerdo senil y en la articulación de la mano que evocado el paso y el presente de ahora mismo. En Colombia la novela erótica ha estado sometida al yugo de la moral, encerrada dentro del dogmatismo cristiano y es muy poco lo que se ha avanzado en este terreno. El objetivo de estos cuentos, entre otros El Cristo de plata, era hacer una ruptura, como lo manifiesta Nietzsche cuando dijo que Dios ha muerto. El cuerpo es como estancia de deseo y placer; y la estética, de la lujuria. Se trata de una estancia repetida, reciclada, vuelta a mirar desde la perspectiva visual y literaria de nuestra finisecularidad en el tercer milenio. Añadidura u homenaje al señor Bataille.

Y ocurre que la fotografía de Kimberley Conrad es también un documento suspendido. Tras esa imagen concentrada de la modelo abriendo o cerrando los broches, hay como una suspensión de la temporalidad. Ella está de pie y no nos mira; la secunda un butacón macizo que imita la piel de los leopardos. A su derecha, caída en el suelo, hay una lámpara rara (o la pantalla de una lámpara rara); después empiezan a delinearse unos anaqueles vacíos y al fondo, en el sombreado arco de una salida, se encuentra el detalle que nos inquieta: las paredes, o lo que alcanzamos a ver de ellas, no están pintadas regularmente, sino que denuncian el trabajo de un pincel grueso.

Kimberley Conrad se desviste o se viste en el que, a todas luces, es un territorio ficticio, una zona que rebasa el mero set internacional concebido para mujeres de su clase. Hablo de un espacio cerrado, casi conceptual y devoto —me parece— de la meditación y el refugio interior. Pero al mismo tiempo sabemos que se nos quiere comunicar una sensación de plenitud suntuosa por medio de esa Kimberley Conrad íntima y llena de ofrecimientos. Estamos en un sitio doméstico y voluptuoso; una sala, un cuarto, un aposento sin marcas precisas. Alguien ha construido, así, una peculiar estampa irresoluta, muy propia de los relatos de ficción. En La experiencia interior, o en el relato La mano, el cuerpo desnudo, aparentando la muerte, la nada y la mano recorriéndolo dentro de una soledad inmutable, la percepción de eros y tánatos es evidente y similar a la inmutable Kimberley de mi ordenador.

Igual que en el relato La experiencia interior, la vida se crea y se desdibuja y el ser en su subjetividad enfrenta el mundo en la infinita búsqueda de su compleja existencia, y sin virtuosismo retórico ni argucia doctoral va directo a lo esencial: el suplicio, el éxtasis, la muerte, el júbilo.

En tanto narración imaginaria que coquetea con realidades transcurridas hace mucho, La mano o el Cristo de plata tienen momentos donde la Kimberley Conrad podría aparecer y desaparecer como un arquetipo transitorio de la escritura, como ocurre en el imaginario del narrador. O quizás el otro personaje femenino de mi cuento, una empleada cuya aspiración del personaje es poseerla y ocupa el significado de ese signo visual que es el cuerpo, eros: la vida y la muerte en el clímax narrativo, fuera de tapujos morales, que aprisionan nuestro contexto social. Y mis descripciones dan cuenta, en lo que a ella se refiere, de una anatomía similar a la de la Conrad: huesos largos, aréolas gozosas, etc., etc. Estas aproximaciones de la fotografía a ciertos tópicos de las anomalías en la descripción, en la cual no se evitan las promociones groseras, sucedieron misteriosamente y siguen representando un «enigma» para mí. Sin negar que en mis cuentos eróticos el ambiente, el lenguaje duro, la transgresión, dan una ruptura con la religión. Esta como una propuesta narrativa en cuanto se refiere al género criminal y que abarca la novela negra y la novela policíaca o de suspenso.

El erotismo es una demarcación intelectual que se apodera del soma, de la carne, y constituye un mundo tras el cual se halla el sexo. En mis cuentos y novelas hay sexo y erotismo, pero he querido incorporarlos a una visualidad pretendidamente colosal, capaz de proponerle al lector una doble lectura. De hecho hay numerosas notas al pie de página que edifican la lectura visual de la trama, en la que ciertos gestos, ciertas acciones, y los mismos personajes, se desdoblan creando un orbe de referencias reales e identificables. Y la seductora Kimberley Conrad podría ser una de ellas.

La foto que tengo ahora mismo delante se desliza hacia un sepia cromático sin perder sus tintes de color. Sepia de la recurrencia, del recuerdo en lontananza, de aquello que la imaginación moldea sin correr el riesgo de salirse de la realidad. Y así son muchas novelas, como Dionisia, personajes que van en sepia o en colores vivos, apoderándose de las formas entrevistas en lo real. Mujeres y hombres que se desdoblan o doblan mostrando su otredad, su salvaje ternura de poder y dominio.
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* Eduardo Delgado Ortiz, nació en Pasto (Nariño), Colombia. Reside en Cali desde hace treinta y ocho años. Cofundador de Cali–Teatro, del grupo el Zair y de la revista Metáfora, ganadora del premio Colcultura, de la cual es jefe de redacción. Sus ensayos de autores vallecaucanos, sobre el cuento norteamericano, latinoamericano, y la novela negra, han sido publicados en suplementos literarios y en revistas. Eduardo Delgado hace parte de la antología Cuento colombiano al borde del siglo XX1, Veinte asedios al amor y a la muerte, Ministerio de Cultura, 1998; de la antología Cuentos sin Cuenta, Universidad del Valle, 2003; y de la antología bilingüe (Colombo-francesa) Calí-grafías, La ciudad literaria, Programa Editorial Universidad del Valle y Revista Vericuetos, de Francia, 2008. Antología El hombre y la maquina, 20 años. Universidad Autónoma de Occidente, 2008. Ha publicado los libros de cuentos Como tinta de sangre en el paladar, Minotauro Editores, 1999; La experiencia interior, Orbe Editores, Barcelona, España 2008. Las novelas Por los senderos del sur, Programa editorial Universidad del Valle, 2004 y Dionisia, Metáfora ediciones, 2010. El libro de ensayos La geometría del crimen, Minotauro Editores, 2007.

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