Literatura Cronopio

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Malhadado

EL MALHADADO

Por Gustavo Arango*

Pero si de fabular se trata, si de contar historias se trata, tengan la bondad de permitirme que les cuente algunas cosas que han venido a sucederme en lo que va de la mañana.

Digamos que son las once y veintiséis y que tengo hambre, tal vez porque he olvidado ingerir el desayuno —¿o será mejor decir que no he podido?—, tal vez por lo agitado de las cosas que he tenido que vivir.

Primero me desperté con el techo de mi casa en la nariz. Esas son las ironías de la vida: estaba acercando mi cara a la mujer de mis sueños cuando la madera me golpeó la cara.

Digo la madera porque fue lo primero que vino a golpearme. Lo malo es que detrás de la madera venían las tejas. Ésas, las tejas, fueron las que le dieron a mi nariz el aspecto apelmazado.

Pero eso no es nada. Cuando por fin logré levantarme al cielo despejado de las seis de la mañana, cuando logré desembarazarme de tejas y láminas de madera, empecé a moverme por el espacio del cuarto con los ojos enceguecidos por el polvo, con tan deplorable suerte que mi mano de ciego que tanteaba en el aire fue a meterse al ventilador que estaba al lado de la cama: un obstinado aparato que insistía en dar frescura prestando ninguna atención al derrumbe del techo.

Pobrecitos mis deditos, el que más sufrió fue el del medio, siempre tan gigantón y torpe, fue el que más adentro llegó en el torbellino metálico del ventilador. Los otros dos heridos, el índice y el anular, lograron reaccionar rápido, alejarse del peligro, mientras el gigantón seguía embrutecido recibiendo la golpiza de las aspas.

Me pregunto si perderé mi uña. Sería la segunda vez en mi vida que pierdo una uña, la primera fue cuando tenía nueve años y quise saber si una puerta cerraba igual con mi dedo de por medio.

Fue asombroso ver surgir la nueva uña. Es increíble ver surgir una uña de la nada. Primero sólo hay una melcocha sanguinolenta que se endurece y va siendo desplazada hacia afuera por una blanda, sensible y uniforme membrana rosada. Luego, con los días y semanas, la membrana empieza a endurecerse al contacto con la vida y, cuando menos se piensa, ahí está la uña que la naturaleza nos ha dado a cambio de la uña que teníamos.

Gracias a Dios las uñas crecen y el cabello vuelve a erguirse en la cabeza, porque debo confesar que sentiría una gran vergüenza si me viera obligado a pasar el resto de mi vida con este pelo chamuscado, con esta pata, digo, con esta mano maltratada.

¿Les había contado que tengo el pelo chamuscado?

Creo que lo olvidé. Esas cosas pasan. Cuando uno tiene muchas cosas por contar corre el riego de olvidar algunas de ellas o creer que ya las ha contado. Eso fue lo que pasó: creí que ya les había contado que, por las heridas que me hizo el ventilador, traté de desconectarlo tirando del cable, con tan deplorable suerte que, al soltarse el enchufe, una chispa cayó en la madera y lo siguiente fue el incendio y después mi carrera de tea encendida para salir del cuarto a la sala, por entre los escombros del techo caído, y de ahí a la calle, a esa avenida en la que por fortuna a esa hora no pasaban carros y, posteriormente —pero siempre en llamas—, a la arena de la playa y, finalmente, al mar donde todo se apagó con un sonido crepitante y un olor que despertaba el apetito.

El mar me salvó de morir achicharrado. Fue un alivio comprender que las únicas quemaduras considerables fueron las de mis cabellos, que entregaron su vida por salvar mi cerebro. Porque el cerebro me quedó bien. Pero pronto descubrí que, en medio de la alegría, me había alejado demasiado de la playa.

Cuando vine a reaccionar estaba a mitad camino entre la playa y alta mar y se me había hecho un nudo en la garganta, lo que dificultó mi respirar, dado el inservible estado de mis fosas nasales.

Por un momento sentí un terror pánico que me impulsó a hacer movimientos violentos y eso mismo hacía que me hundiera más y más. Me hallaba a unos ocho metros bajo la superficie del mar cuando comprendí que si seguía pataleando en esa forma seguiría naufragando y moriría por ahogo después de haber salvado tantas veces mi pellejo. Bueno, seamos claros, no propiamente el pellejo, sino aquello incomprensible que sacude y estremece los pellejos.

Lo irónico del asunto (la posibilidad de morir ahogado después de haber sobrevivido a tanto) me ayudó a apaciguarme. «Si me he salvado hasta ahora», me dije, «me seguiré salvando». Dejé que mi cuerpo flotara y subiera y, al sentir la frescura del aire, respiré con cautela y con ansias, busqué la manera de hallar la salida al problema que ahora tenía y, sin pensarlo muy bien, sin verbalizarlo, empecé a bracear hacia la orilla.

Mi regreso hasta la orilla habría sido plácido y seguro si no me hubiera cruzado con la flotilla de pescadores. A veces pienso que Dios le pone a uno pruebas exageradas. Cuando los pescadores estaban a unos cincuenta metros de mí empecé a escuchar sus conversaciones. Uno de ellos, que viajaba en la proa de la primera barca, oteando como un perro que olfatea, señaló hacia donde yo estaba, se volvió a sus compañeros y les dijo:

—Hay peces. Puedo ver un tiburón en la distancia.

La mención de la palabra tiburón me hizo pensar que esa mañana seguiría siendo agitada.

Me volví para ubicar la aleta dorsal del escualo pero no pude ver nada, sólo unas olas pequeñitas, como una pista de baile algo crispada. Supuse que el hombre que oteaba en la canoa pudo ser engañado por la cresta de una ola. Pero algo me decía que había un peligro verdadero y que a lo mejor el tiburón se había hundido para morderme las piernas. Estaba en estas cavilaciones cuando mi rostro se vio azotado por unos hilitos blancos: me habían atrapado.

Mi primera reacción al saberme en el piso de la canoa y envuelto en una red fue decirme: bueno, en fin, pescado o como sea, por fin me han rescatado; el peligro terminó.

Pero no había terminado. Uno de los hombres de la canoa se acercó a mí, buscó mi rostro y dijo: «Qué pez más extraño; parece un humano».

El más viejo de todos, el que guiaba el timón en el extremo de la popa, dijo impasible, con un cigarrillo que tenía la brasa vuelta hacia su boca:

—Tal vez sea un humano.

Los hombres rieron.

—Humanos los que harán un festín para comérselo —dijo el remero más fuerte.

Y todos volvieron a reír.

A todas estas, yo empeñaba en zafarme de la red y luchaba inútilmente con el nudo que había vuelto a formarse en mi garganta: si no soltaba el nudo no me sería posible modular y, así, dado mi aspecto de desnudeces, quemaduras y miembros machacados, me sería imposible convencerlos de que era un humano.

En vista de lo inútil de todo mi forcejeo, decidí guardar la calma y esperar hasta llegar al pueblo de aquellos pescadores para hacerles notar su grave error y terminar bebiendo y celebrando con ellos aquel insólito encuentro.

Pero el cansancio en que me tenía ese agitado fragmento de día me hundió en un sueño irresponsable, como el de la historia del hombre que fue paciente con el ladrón y, por quedarse expectante (viendo las cosas que el ladrón elegía para llevarse), volvió a quedarse dormido y sólo despertó cuando era pleno día y todos los objetos de valor de aquella casa ya no estaban.

Lo mismo me sucedió. Cuando vine a despertar, estaba en una mesa de cocina y un grupo de mujeres me estaba descamando.

No me pregunten cómo logré ponerme a salvo de las descamadoras, porque ocurrió de manera tan increíble que es muy seguro que no me crean y a mí me indigna que no me crean cuando digo la verdad.

Pero, en fin, me propuse contarles cómo ha sido mi mañana mientras espero a que me traigan alimento y lo mejor es que siga contando para entretenerme y no prestar atención al hambre atroz que tengo. Sólo espero que la comida no sea pescado, sería incapaz de comerlo.

Pues bien, les contaré cómo escapé de las mujeres que empezaban a arrancarme la piel, creyendo que era un recubrimiento de minúsculas escamas.

Resulta que allí sobre la mesa, mientras un grupo aplicado y numeroso de mujeres se ocupaba de mí, pude por fin modular palabra y lo primero que dije fue:

—Bondadosas señoras, no debéis descamarme. Soy un infeliz humano.

Pero las mujeres estaban concentradas en su trabajo y no parecían haberme escuchado.

Así que me esforcé por hablar más alto y claro.

—Dignísimas damas, cometéis un error. Os estáis aprestando a ingerir a un ser que no es pescado.

La mujer más anciana de todas, la que había decidido entenderse con mi cabeza, detuvo el raspado, levantó la mirada y preguntó a sus compañeras:

—Díganme una cosa, ¿me estoy engañando o he escuchado algo?

—Escuchas el aturdimiento que te dejaron las bombas de hace treinta y siete años —le replicó una hermosa mulata que en otras circunstancias me habría parecido sumamente deseable. Calculé que debió haber nacido quince años después de las bombas que mencionaba.

—No, no es ese silbido que me ha acompañado. Es un ruido raro, como de un humano.

—Ninguna de nosotras ha modulado —dijo una mujer severa, de rostro endurecido, la que aplicaba a mi cuerpo la tortura más sistemática.

—Era voz de hombre —insistía la anciana.

—Los hombres volvieron al mar. Dicen que la pareja de este pez debe andar cerca —creo que dijo la más deseable porque sus pechos acuosos y firmes saltaron al ritmo de esta última frase. El dolor era como una multitud que corría en distintas direcciones.

—Era voz de hombre, pero no la de alguno de nuestros hombres. Era voz de hombre que ha sufrido mucho —replicó la anciana.

La más joven de las descamadoras, la que arrancaba las uñas de mis pies, dijo impasible, por entre el sobresalto de las mujeres:

—No te preocupes abuela, creen que estás loca. Están tan hundidas en sus propias vidas que no escuchan nada.

—Sí hija —dijo la anciana, regresando a mi cabeza—. Nos pasamos la vida creyendo que entendemos, cuando vivir sólo es desentendernos… — miraba mi cabeza sin mirarla, miraba hacia adentro, escogía palabras—. Sólo al final se recupera la visión perdida, la distancia apropiada con la que hay que mirar.

—También yo escuché la voz, abuela.

La conversación entre la abuela y su nieta parecía telepática, porque las demás mujeres no se percataban, seguían ocupadas en lo suyo —en lo mío—, pero sus palabras se oían tan claras y materiales que resultaba casi imposible sostener que sólo eran telepáticas. Sería mejor decir que hablaban en una frecuencia que resultaba imposible de escuchar a las demás.

—Óyelo, abuela.

—Ustedes, sí, ustedes que me escuchan, nietecita y abuela, hagan algo por mí, no quiero ser el protagonista de un sancocho de pescado, y mucho menos sin ser pescado.

—Algo habrá que hacer —dijo la abuela.

La nietecita miró fijamente a su abuela y le sonrió y le dijo que la entendía perfectamente. Con fingida naturalidad, la niña dejó su cuchillo al lado de mis pies, se limpió las manos en su vestidito blanco con puntitos rojos —algún día sería más deseable que su hermana— y se metió a la casa.

Dos minutos después gritaba desesperada desde el interior de la casa, como si la fuerza de su grito naciera en mi dolor:

—Madre, hermanas, tías, vengan a ayudarme, socórranme, apúrense, estoy en peligro.

Todas las mujeres, menos la anciana, corrieron al interior de la casa.

Cuando quedamos a solas, ella junto a la mesa y yo en la mesa, tanteó en busca de una de mis mejillas, sonrío con una boca cavernosa en la que sólo había un diente que parecía una estalagmita y me dijo:

—Ahora vete.

Tardé en aceptar y entender mi libertad. Logré levantarme con dificultad y, para bajarme de la mesa, la anciana mujer tuvo que ayudarme.

—Corre a los árboles —me dijo, mirando preocupada hacia la casa.

Empecé a correr cuando la mujer de gestos severos salió con la niña agarrada de un brazo.

—Esta muchachita me está impacientando —le dijo a la anciana.

Pensaba seguir recriminando cuando vio que me alejaba. Entonces gritó hacia la casa:

—Muchachas, corramos, el pez se ha escapado.

Las mujeres habrían terminado por encontrarme entre los árboles si un salvador diluvio no hubiera llegado a cambiarle la cara a mi mañana. Calculo que eran algo así como las siete y veintitrés.

A propósito, ya es casi mediodía, y el hambre es cada vez más torturante.

Pero mejor será que siga relatando mi aventura para así menguar el sufrimiento de esta espera. Estábamos en que la lluvia había obligado a las mujeres a dejar de rastrearme entre los árboles y regresar malhumoradas a su casa. Antes de alejarse, la más vigorosa, la que sacó a la niña de la casa tomada por el brazo, miró hacia los árboles llena de rencor y gritó con voz estremecedora:

—Algún día caerás, maldito pez. Te serviremos en nuestra mesa, aunque sea lo último que hagamos.

Para tranquilizarme, me puse a pensar bajo la lluvia que las amenazas proferidas por aquella mujer eran tan sólo el resultado de su contrariedad y que no necesariamente eran presagios. Pero como mis problemas no habían terminado, decidí caminar, internarme cada vez más entre los árboles, porque salir hacia la playa era impensable.

No sabría decir cuánto tiempo caminé bajo la lluvia. Quizá sólo diez minutos. Lo cierto es que me arrimé a un árbol de tronco grueso a descansar y apenas empezaba a relajarme cuando un rayo sacudió con furia inesperada mi maltratado cuerpo.
(Continua página 2 – link más abajo)

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