Periodismo Cronopio

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Sin papel

VIAJANDO SIN PAPEL HIGIÉNICO

Por Daniel Tirado*

La gente está cansada de leer los mismos relatos de viaje basados en las mismas y aburridoras visitas guiadas; está cansada de leer información sobre los mismos sitios turísticos, llenos de gente, que vieron la semana pasada por la televisión; está aburrida de leer sobre las mismas recetas y la cocina que fácilmente podemos encontrar a la vuelta de la esquina.

Los lectores queremos más acción, anhelamos ver y oír sobre gente real que utiliza su propia astucia para sobrevivir, viviendo experiencias únicas y chistosas, comiendo los platos más exóticos que encuentra en el camino, y desafiando los peligros más extremos, emprendiendo las aventuras más inusuales que el planeta tiene para ofrecer: sin guías, sin reglas, en una batalla con un mundo cada vez más higiénico, seguro y aburridor.

Para mí, viajar no es hacer el típico recorrido por Europa con cámara en mano mirando monumentos y rodeado de gente que trata de encontrar el verdadero significado de la vida en una imagen religiosa. ¡No, eso también me resulta supremamente tedioso!

En mis viajes me fui dando cuenta de que mis mejores momentos eran siempre aquellos en que me metía en problemas o cuando todo me salía al revés; cuando me perdía en medio de la nada, sin plata, ni mapas, ni recurso alguno. Era entonces cuando de verdad me sentía vivo.

Los humanos siempre somos atraídos por lo novedoso e interesante. Es por esto que pensé escribir este libro que contiene mis locas aventuras por el mundo, tratando de gastar lo mínimo posible en ellas, sin necesidad de lujos ni de boberías materiales. Van a vivir experiencias frescas de mis andanzas de verdadero Indiana Jones, narradas de forma simple, para que cualquier lector se identifique y sienta las historias cercanas a él.

En plan de mochilero recorrí los lugares más atípicos del planeta y participé de las costumbres locales más controversiales que a mi paso encontré. Viví experiencias únicas y auténticas en cada viaje, las cuales escribía de inmediato, en lo que tuviera a la mano, para no permitir que el tiempo borrara esos detallitos casi insignificantes, que son los que le dan la chispa a las anécdotas de este libro.

Ahora se preguntarán cómo este montañero resultó haciendo todos estos viajes, por dónde se coló este inmigrante latino y qué estaba haciendo allá en latitudes tan lejanas: ¿será que se ganó la lotería?, ¿de dónde sacó plata este personaje para tan largo viaje? Todas estas preguntas se responderán a lo largo del libro y entenderán que viajar no es una ficción ni un sueño inalcanzable.

JAPÓN, FUKUOKA. LOS PALACIOS DE LA MIERDA

Se necesita ser muy buen escritor para poder relatar todo lo que es este país, porque si en algunas otras repúblicas asiáticas se percibía cierto ambiente futurista, estar en Japón es estar en el futuro. Allá existen casi las mismas cosas que en un país subdesarrollado como Colombia, pero a la vez cada elemento, cada sistema, cada objeto tiene su toque tecnológico, su curiosidad, su toque distinto. Es un país increíblemente caro. Mi salvación fue tener la posibilidad de realizar los recorridos con mi novia Yuki, quien me asesoraba económicamente, porque eso de cambiar pesos a yenes es un suicidio monetario. Iba uno lo más de feliz, lo más de «chicanero», lo más de «picado», con un fajito de billetes al Money Exchange (cambiadero de moneda), pero allí mismo, sin querer, se encargaban de cambiarle a uno la sonrisa por llanto, porque al hacer cuentas escasamente alcanzaba para comprar unos chiclecitos, y no hablo del paquete que trae como doce pastillas, ¡ojalá! No, si mucho alcanzaba para comprar el pequeño, el que trae dos pastillitas. Es que ni para hacer la bombita me daba.

La tecnología es abrumadora y para la muestra un botón: la taza, mejor conocida como inodoro, es casi una nave en algunos lugares. Sí señores, aunque me cueste describir esta experiencia y me produzca risa recordarlo es necesario narrarla, porque ello es muestra de que han pensado en todo, inclusive en el arte milenario de dar del cuerpo. Nunca había experimentado tantas atenciones, tanto cuidado, tanto aseo, tantos mimos en el culo. ¡Hasta olía a rosas luego de visitar este artefacto! ¿Será posible que el éxito económico de un país provenga de poner toda su sabiduría al servicio de cosas que para los tercermundistas no son tan trascendentales, como defecar? Es muy posible, y estos aparatos son prueba de que debieron haber sido muchas las horas, los ingenieros, los estudiosos, los investigadores y los diseñadores que intervinieron en el desarrollo del inodoro inteligente que borra del ano toda huella de lo que hace.

Luego de haber visto los hoyos que hacen las veces de retretes en Tailandia y otros países, había llegado a sentirme orgulloso de los baños de mi patria, pero luego de ver esto, que es más parecido a un palacete, en uno de los baños de mi hotel en Japón, hasta vergüenza sentía. Esto sí es lo que yo llamaría, el palacio de la mierda. Todo es electrónico: comencé sentándome y lo primero que se siente es un calorcito en los muslos, a una temperatura perfecta, tan cómoda es la cosa, que el baño lo invita a uno a quedarse el tiempo que quiera, pero no, porque si se entró allí era por algo y al concluir ese algo busqué el papel, pero ¡oh sorpresa!, no había. «¡Ej!, esto está como raro», pensaba. Busqué y busqué, pero nada, estaba en el país más desarrollado, pero no había ni una hojita, cuando lo que debía encontrar era un papel higiénico bien evolucionado. Bien rara que estaba la cosa y yo ya me imaginaba el posible nombre para este libro. En la búsqueda desesperada de algo con qué limpiarme descubrí, justo al lado derecho de la taza, un panel lleno de botones, amarillos, azules, rojos (la bandera colombiana en un artefacto para cagar).

No comprendía nada de lo que los botones decían y me sentía más perdido que un perro con cataratas, pero luego de un rato y observando los dibujitos creí comprender la función que activaban. Apenas si había oprimido el primero, cuando ¡oh Dios, qué sensación tan extraña! Salió un chorrito de agua tibia directico a lo más íntimo de mi trasero. ¡Aaayyyyy!, exclamé con fuerza. Mientras tanto escuchaba a mi novia reírse a carcajadas desde el otro lado de la puerta. «¡Qué desalmada!, cómo puede reírse del sufrimiento ajeno», pensaba, mientras seguía reflexionando sobre el funcionamiento de aquel robot sobrenatural. Ni un cobrador de tiros penalti tendría tanta puntería. Qué impacto, qué exactitud. ¿Será acaso que tenemos todos ese puntico del cuerpo en las mismas coordenadas o es el baño el que las calculaba automáticamente? ¡Jum!, no lo sé, pero de lo que sí estoy seguro es de que el lavado fue de casi quince segundos y luego se detuvo. Ahora estaba mojado y seguía sin encontrar papel para secarme, de manera que me arriesgué y oprimí el segundo botón y se reveló la otra sorpresa: del interior del sanitario comenzó a salir un vientecito cálido, sabroso, era lo que me maginaba: ¡un secador de anos! En menos de treinta segunditos ya lo tenía seco.

Ya estando más tranquilo y sabiendo que no necesitaba papel, busqué un tercer botón, lo pulsé por pura curiosidad y fue cuando descubrí la inmensa diferencia entre la cultura oriental y occidental; todo cuanto creía saber sobre el aseo, el autocuidado, la dignidad que se preserva con el baño diario y el buen uso del papel higiénico carecían de sentido ahora, porque al interior de la taza, objeto que cuya labor es recibir lo más inmundo de la creación, se había activado un spray de una aroma frutal muy agradable. No sé para qué sirve tener el culo oliendo bueno, pero, créanlo o no, ya tenía el mío con un aroma delicioso. En ese momento ya estaba impecable, incluso me podía tirar un pedo allí mismo y hasta me saldría oliendo a rosas. Pero la experiencia no había terminado, pues faltaban más botones, más o menos siete, cuya función comprendí con los dibujitos que tenían, que servían para cambiar los niveles de fuerza del agua y las temperaturas del chorro.

Pero entre ellos había un botón que sobresalía y que tenía dibujada la carita de una mujer y aunque estuve pensando largo rato para qué podría servir, no logré nunca imaginarlo, de manera que opté por pulsarlo: me parecía muy raro y no podía dejar pasar esa oportunidad, no podía dejar de hundirlo. La manito me temblaba de las ganas, del desespero de presionarlo, pero a la vez algo muy dentro de mí me decía que no lo hiciera, me aconsejaba que me subiera los calzones y que me diera por bien servido.

Así me la pasé un buen rato, pensando, viendo a qué parte de mi subconsciente hacerle caso, hasta que decidí seguir mi curiosidad, y fue en esas que cerré los ojos y sin pensarlo dos veces, lo hundí. ¡Aaaayyaaaayyaaaaai!, ahí sí que lancé un grito bien fuerte, creo que hasta en la recepción debieron de haberlo escuchado. Cada vez era más la risa de Yuki, quien no podía ni hablar, no le salían las palabras, sólo con imaginarse lo que estaba sucediendo adentro. Por curioso me mojé donde no debía, porque resulta que esta vez salió un chorro igual al que activa el botón número uno, pero destinado a lavar a la mujeres ¡adelante!, pero como no soy mujer, las que se empaparon fueron mis pobres güevas. Juro que hasta medio salté en el momento del impacto.

En general fue una experiencia muy graciosa, pero a su vez dolorosa. Una simple muestra de la sociedad tecnificada en la que ahora me encontraba.

CHINA. GOOD BYE GUAU GUAU

Llegué entonces muy enérgico a las seis de la mañana a Guangzhou, pensando qué hacer durante todo el día, puesto que mi vuelo hacia Seúl salía a las doce de la noche, y me quedaba bastante tiempo libre para recorrer la ciudad.

En un país de este tamaño, y con esta cantidad de población, hay que ajustar diversos conceptos como lo grande o pequeño, cerca o lejos, joven o viejo, mucho o poco; es común oír que una ciudad es pequeña cuando tiene dos o tres millones de habitantes; un viejo, lo es a los cuarenta años; un sitio cercano está a mil kilómetros; un jugador de básquet es pequeño con dos metros de estatura, etc.

Guangzhou es una de esas «grandes» ciudades de China y cuenta con más de quince millones de habitantes. Su sociedad netamente comercial e industrial, junto con sus facilidades de acceso, hacen de ésta una zona algo occidentalizada. El rango de edad es bastante bajo y es realmente difícil encontrar a un viejo por la calle. Yo no me quedé con la curiosidad e investigué por qué se daba este caso, por lo notorio, por lo evidente. Lo que sucede es que los chinos tienen que pedir un permiso para poder cambiar de provincia o de residencia, y las autoridades sólo permiten la inmigración de gente joven, en su etapa de formación y trabajo productivo. Estos permisos se conceden temporalmente, y los autorizados deben retornar a su lugar de origen al plazo de diez o veinte años. De este modo los mayores vuelven a sus pueblos y a sus parcelas en el campo.

Ese gobierno chino pide más que un cura con dos parroquias, y son bastantes las regulaciones que pone a los ciudadanos. Como todavía es un país comunista, todo sigue controlado al máximo, a tal punto, que ni a Facebook se puede meter uno desde esas tierras, pues está totalmente bloqueado, al igual que MySpace, Twitter, y la mayoría de información de Google.

Pero es la cocina local la que más sorprende al visitante. Había leído en Google que en los mercados se exhiben toda clase de animales vivos: peces de todo tipo, ranas, culebras, ratas, insectos y demás bocados.

Estimado lector: ¿usted tiene perro?, ¿estima mucho a su chandita?, ¿hasta le tiene nombre propio a la pobre? Bueno, entonces ni piense, ni se le ocurra llevarla a tierras orientales, porque le van dando «materile» en par patadas. En Colombia los perros son mascotas, pero allá son postres. Tomé un taxi y me fui para el mercado de la ciudad, ubicado en pleno centro, porque quería ver gente comiendo animales raros y, por qué no, probarlos de una vez y miren lo que me encontré: en una jaulita había cinco perritos, lo más de tiernos, tal vez esperando a que algún amo se los llevara, pero lo más seguro es que quien se los iba a llevar era un amo, pero de cocina, pues en China venden los perros para comérselos.

Alguien con cierta dosis de sensibilidad no creo que soportaría ver aquello. Yo estaba presente cuando a uno de estos animalitos le hicieron todo el tratamiento y le echaron muela. Primero lo sacaron de la jaula y él salió moviendo la colita, feliz, creyendo seguramente que lo iban a llevar al parque de paseo. El pobre no podía con tanta felicidad. Pero no, andaba muy, pero muy equivocado, porque el paseíto que le salió era muy diferente. Lo agarraron patas arriba y lo colgaron de un cable. Seguramente también pensó que esa era la cadenita para el paseo, porque más movía la colita. ¡Ah!, el pobrecito estaba equivocado otra vez.

Una vez colgado me miró con sus ojos penetrantes, antes de gritar su último ¡guaaaaauuuu! Murió degollado y luego comenzó la carnicería, la extracción de las entrañas, despojarlo de la piel y partirlo en trocitos. En menos de diez minutos ya no había rastros de aquella bella chandita. Sé que esta parte es un poco amarillista, no la debiera contar, pero es que mi misión es compartirles esa experiencia, por más dura que pudiera parecer. Fue a mí al que le tocó ver de cerca esa carnicería, la cual dudo poder olvidar. Yo tengo perro y en esos momentos pensaba en él y en que nunca lo llevaría por esos parajes, aunque respetaba mucho esto, que era más una cuestión cultural.

Uno come vacas y en otras culturas éste es un animal sagrado y con seguridad nos ven como salvajes que se comen sus dioses. En Colombia tenemos ganaderos, pero en China hay es «perraderos», que son quienes tienen fincas para la cría, engorde y venta de perros, muchos de los cuales son realmente lindos. Pero bueno, no había como rescatarlo, un canino menos para el mundo.

COMIDAS INCOMIBLES

Además de perros, los chinos (al igual que yo) comen miles de rarezas más, y aquí les tengo una receta a base de culebra que degusté en un reconocido restaurante de reptiles de la ciudad con el fin de poderles narrar a ustedes lo que fue la experiencia, y ayudado un poco de mi gran espíritu de curiosidad gastronómica, que de por si, se incrementa cuando estoy de viaje. No cuento detalles del resto de recetas que había en aquel establecimiento, porque sé que si continúo, no van a poder dormir tranquilos. Son cosas bien crueles, o más bien, distintas para nuestra cultura, para nuestra forma de ver y percibir el mundo.

Traducción del exquisito menú ofrecido en la carta del restaurante. Receta: Tú puedes coger la culebra con la mano para la foto y mirar mientras la matamos, luego puedes tomar su tibia y fresca sangre, directico de ella, y después hacer un delicioso cocktail con esta sangre y algo de vino.

Para mí, que soy una persona curiosa, no podía imaginar un plato más exótico que éste, y aunque me diera un poco de pesar al principio, tenía que probarla. Tampoco quise presenciar el momento en que la mataron ni tomarle fotos a todo el proceso, tal y como lo sugería el menú, eso me perecía muy cruel, demasiado amarillista. Me acuerdo que al principio me preguntaron si quería matarla yo mismo, y les dije que no. Yo quería probarla, sólo degustar nuevos sabores, no gozar con la muerte del animalito. Cuando uno tiene suerte, la culebra puede ser una cobra, aunque en mi caso era una verde de otra clase, aunque también muy grande, que el chef había escogido.

Para matarlas les entierran un cuchillo debajo de sus cabezas y lo deslizan por todo su cuerpo, abriéndola para limpiarla por dentro. Luego, presionándola con fuerza en unos puntos estratégicos, y deslizando la mano empuñada sobre ella, extraen la sangre y te la sirven de dos maneras, una en una copa que contiene algo de vino de arroz, y otra en una copa independiente (así, cruda, pulpita), para tomarla aún caliente.

«Glug, glug, gluuug… ¡Ahh…!» Tiene un sabor amargo, bien fuerte, aunque el cocktail ya mezclado con el vino ni se siente (queda como un vino tinto, medio rojizo), porque es un licor muy fuerte, muchos grados de alcohol, es más bien como un whiskey. Lo más impactante fue cuando me trajeron el corazón en un plato, el cual aún seguía palpitando con fuerzas. Lo cogí con dificultad, con unos palitos chinos y me lo introduje en la boca. Él seguía bombeando, moviéndose de un lado para el otro, sin resignarse a ser comido. O tal vez haya sido solo mi imaginación que me engañaba y me hacía ver, por efecto del escalofrió que sentí en esos momentos, un corazón vivo que me disponía a comer, pero aún me acuerdo como si fuera ayer cuando lo puse sobre mi lengua y cerré mi boca. Juro que lo sentía vivo, como si quisiera salirse, rogándome a gritos que la abriera, pegándose contra el paladar y las paredes de adentro como tratando de decirme algo. Sólo le di un mordisco como para que se calmara un poco y así, casi entero, pude tragarlo. Fue una sensación que paralizó todo mi cuerpo por unos segundos y al final el que estaba palpitando desbocado era mi propio corazón.

Luego me trajeron el resto de partes de la culebra, pero ya cocinadas. Es una carne con sabor a pollo, pero distinta. La textura es como la de la anguila, pero más jugosa. Es un sabor bien característico y difícil de describir (tienes que probarla por ti mismo), de verdad que repetiría otra vez, porque es muy sabrosa. Fue tanto lo que me gustó, que hasta los huesitos me los tragué. Y ni les hablo de las entradas antes del plato principal. Eran los pedacitos de piel de la serpiente como fritos con verduras, muy delicioso, y adornando el plato, estaba la cabeza del reptil, la cual me miraba atentamente mientras iba introduciendo uno a uno sus pedazos en mi boca.

Mientras más raro o peligroso sea el animal, más poderes otorga, según dicen los chinos. Por eso venden serpientes cobra, escorpiones, tortugas, caballitos de mar, etc., y como ya me había hecho el propósito de comer alguno de esos, escogí el escorpión. ¡Ay, Dios, qué hice! Por lo general los lugareños los comen fritos, pero yo opté por comerlo vivo, ya que quería experimentar lo más extremo que pudiera, aprovechando mi estadía en un lugar en el que difícilmente volvería a estar. En un local de pleno centro estaba una gordita vendiéndolos. Tenía miles, todos vivos. Cogió unos palitos chinos de madera que tenía ahí al frente de ella y le quitó el aguijón a cuatro de ellos, para que yo pudiera comerlos sin ser aguijoneado, luego los engarzó en un palillo de madera y me los pasó como si fuera un chuzo de carne común y corriente.

Según ella, el veneno no hace nada si es ingerido y llega al estómago, pero es bien importante cortar bien los aguijones, porque de lo contrario queda uno frito donde un animal de esos le dé su sorpresita en plena garganta. La verdad, no sabía si creer o no, pues era mi vida la que estaba en juego y tenía más miedo que una monja con atraso. Pero, bueno, ¿qué más iba a pensar?, de todas maneras al final sabía que les iba a dar materile, así que ¡trum!. «Gas que pa´dentro vas». Fue una experiencia tremenda, porque todo mi cuerpo se retorció en escalofríos y ascos al sentir esos animales en mi boca. Casi que no logro masticarlos bien y fue bien duro conseguir tragarlos. Ese era el precio de la curiosidad, pero fue una de esas experiencias que nunca repetiría. Todavía siento escalofríos con sólo recordar esas bellezas moviéndose por toda mi boca, en una batalla a muerte contra mi paladar, pero como ya no tenían agujón, quedaron como un viejito sin Viagra.

Luego de andar por todos esos mercados probando comidas exóticas, me preparaba para viajar a Corea. Ya entiendo la fama que tienen ellos de que comen todo lo que va por la tierra, que no sea un carro, todo lo que va por el mar, que no sea un barco, y todo lo que va por el cielo, que no sea un avión. Hasta ganas me daban de volverme perradero a mi regreso a Colombia, porque con tanta chanda callejera que hay, sería un negocio bien lucrativo. Más bien cuiden a sus perros, incluso de mí, porque ya me estaban empezando a gustar las carnes exóticas, ¡ja! Mentiras, no me crean. Yo amo los perros, no importa qué tan chanditas sean. Como ésta de la foto, una de las únicas sobrevivientes a las muelas chinas. Sólo perro de rico se salva.
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* Daniel Tirado tiene estudios de Ingeniería Administrativa, Mercadeo, Finanzas, Confección de Vestuario y Gerencia. Es escalador profesional con más de quince años de experiencia, además de surfista, amantede la naturaleza y mochilero. Vive actualmente en Medellín con su esposa Yuki Sakamoto. Ha viajado extensivamente y con poco presupuesto por todo Asia (Indonesia, Singapur, Malasia, Vietnam, Tailandia, Laos, Camboya, China, Corea del Sur y Japón), Australia, Sur y Norteamérica e India. Hizo parte del equipo de producción del Reality de Caracol TV «El Desafío 2011».

Acaba de lanzar su libro como independiente, Viajando sin Papel Higiénico. Es un libro de relatos de viaje por todo el mundo, mas que todo por Asia e India, por eso el nombre. En el, entre muchas otras cosas, se dan a los lectores muchos tips de viaje; por ejemplo, cómo viajar económicamente, a dónde ir, qué presupuesto se necesita. Es un libro muy informativo, donde a la vez la gente se va reír las experiencias del autor. www.viajandosinpapelhigienico.com

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