Filosofía Cronopio

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Practicas

PRÁCTICAS, TÁCTICAS Y PARRESÍA

Por Guillermo de Eugenio Pérez*

La verdad es que no es fácil ser profesor de Humanidades en estos tiempos. El momento más difícil viene cuando, después de haber descrito a un grupo de estudiantes cómo se ha configurado la situación en la que actualmente nos encontramos inmersos (social, política, económica, en términos sociológicos, históricos o filosóficos) llega el temido momento de proponer alternativas, o al menos, instrumentos de análisis que permitan abrir nuevas vías. Si bien no es cierto que la imaginación se nos esté secando, a menudo resulta complicado concebir formas alternativas de pensar el presente, en el clima mitad irónico y mitad desencantado de la modernidad.

Como todo maestro y aunque sea muy nuevo en esto, yo también tengo mi receta, que he desarrollado no tanto para salir del paso frente a una clase que demanda soluciones (a menudo la clase está dormida y se trata más bien de «despertarla») como para plantearme a mí mismo algún tipo de respuesta, aunque sea provisional, a esas preguntas que exigen una atención considerable. No son, quizás, las mejores. Ni siquiera son muy nuevas… todas ellas fueron formuladas más o menos en el clima del pensamiento francés de los años 80 del pasado siglo. Pero son, de momento, lo mejor que tengo.

En toda su obra, especialmente en El Extranjero, Camus plantea que muy probablemente el mundo no tenga sentido, que vivimos en el absurdo. Esto es lo que hemos descubierto con el fin de la metafísica, e incluso (dicen algunos) de toda metafísica posible, pero no nos exime de darle sentido nosotros: con nuestros actos, con nuestras palabras, nuestros gestos, con nuestras historias de vida. El sentido no es una esencia que se oculte tras las cosas, es una obligación autoimpuesta; es, si queremos expresarlo en el lenguaje un poco antipático de la moral sartreana, una responsabilidad frente al autoengaño, a la mala fe metafísica; pero también ante el nihilismo que propone un relativismo moral, atomizador.

Con este tipo de argumentos ha tratado de tirarse abajo el planteamiento de una «posmodernidad» falsamente homogeneizada por sus detractores, acusada de antihumanismo. Pero el humanismo no requiere, ya en el siglo XXI, un discurso gratificante sobre la dignidad humana inherente o sobre la necesidad de que el progreso moral siga al progreso técnico como la causa al efecto. Mas bien al contrario; porque sabemos que el mundo no tiene sentido estamos obligados a dárselo nosotros; porque sabemos que ser humano es algo que se hace y no un privilegio con el que se nace, algunos estamos inmersos en esta tarea que se llama, desde Kant, aunque no necesariamente de acuerdo con él, pensamiento crítico.

Voy a presentar brevemente tres conceptos que son, en mi opinión, los tres pilares básicos por los que se puede empezar a apuntalar un pensamiento crítico en el mundo actual, en nuestra contemporaneidad.

El primero de ellos tiene ya un sabor un poco rancio, como el vino añejo. Desde luego no es privilegio de Pierre Bourdieu el haber inventado el término prácticas, tan importante para la sociología y la antropología. Pero sí que es un logro por su parte el haber planteado en Le Sens Pratique, desde un punto de vista metodológico, la subsistencia de formas de pensar pre-lógicas en las prácticas de una sociedad que no tienen por qué coincidir con las justificaciones lógicas o racionalizaciones que esa misma cultura les adosa, y que preexisten a ellas. El sujeto tiene motivos ocultos para hacer las cosas que no se confiesa a sí mismo, sino que se da otras razones más lógicas, más «racionales» para su acción.

Esto era lo que contaba el psicoanálisis al nivel subjetivo. Pero la propuesta de Bourdieu es diferente, ya que el propio investigador, en pleno auge del estructuralismo, se afana por buscar patrones explicativos de ciertas prácticas, de ciertos mitos y ritos generando conjuntos de equivalencias y analogías. Y si se deja llevar lo suficiente puede acabar haciendo colapsar el análisis a base de proyectar aquello que, como investigador, espera encontrar en su objeto de investigación.

La teoría está permanentemente amenazada y asediada por la necesidad de atribuir significaciones, de hallar similitudes y proponer explicaciones globales. Es un poco la pescadilla que se muerde la cola, ya que como dicen Nelson Goodman o Mary Douglas en Styles of Thinking, la similitud y las anomalías solo se diferencian por referencia al sistema de análisis que se emplea; depende de la racionalidad que se está activando, y no son propiedades de las cosas, de los mitos o de las culturas per se. En cualquier caso, y al margen de estos paradójicos cuestionamientos inherentes a las ciencias sociales, quedémonos con una cosa importante: toda teoría, o sistema racional, lleva dentro de sí anidado un sentido práctico, irracional o mejor dicho, pre-lógico.

Toda cultura, y muy especialmente la nuestra, se empeña en convertir sus propios sesgos en condiciones objetivas del mundo y aplicarlas a las demás culturas para desentrañar las formas absurdas, bárbaras y extrañas que tienen los otros de comportarse y crear cadenas significantes. Pero que no lo veamos no significa que no esté ahí.

En un sentido más «práctico», más «de la calle», hay otra amenaza permanente que planea sobre nuestra concepción de lo que es y lo que no es práctico. Muchos de mis alumnos, supongo, influenciados por el bienintencionado modo de razonar paterno o materno, tienden a pensar que lo práctico es el camino que conduce desde un punto A en el que nos encontramos a un punto B al que nos gustaría llegar. Pero a menudo el camino más corto se encuentra obstruido, y en ese caso lo «práctico» ya no es el camino único, el más corto, el marcado, sino tener una capacidad topográfica para orientarse en un entorno complejo y cambiante. Ser capaz de identificar affordances, formas alternativas de explotar los nichos informacionales, buscar senderos poco transitados o abrir nuevas brechas para llegar a B desde A, quizás tardando mucho más y dando vueltas, como le sucedía a Ulises, es un sentido de la práctica que querría reivindicar aquí. Llámenlo heurística, pensamiento alternativo o como más les guste. La práctica consiste en el aprendizaje que se realiza recorriendo un camino, haciendo cosas y realizando diversas tácticas, a menudo fallidas. Eso es, al fin y al cabo, lo que nos constituye como sujetos.

El segundo término que me gustaría presentar es el de «táctica» tal y como lo presenta Michel de Certeau en su maravilloso estudio L’invention du quotidien. Táctica se opone aquí a estrategia. La estrategia se caracteriza por ser una acción en la que se ejerce una cierta forma de poder desde un centro propio hacia una periferia o territorio enemigo, ajeno, con la intención de apropiárselo o destruirlo. Es un movimiento característico de las formas de poder centralizado; un buen modelo sería la forma napoleónica de hacer la guerra. Un general en lo alto de la colina ha tomado posiciones y controla el movimiento de su ejército sobre el territorio enemigo como si estuviera jugando una partida de Risk. La táctica es, por el contrario, un movimiento deslocalizado, que se produce en una topografía indeterminada, de puntos inconexos, a veces simultáneamente, que es impredecible y que no se rige por las normas de la apropiación. Para el movimiento táctico el territorio no es nuestro ni suyo, es un plano productivo a explotar, proteico y abierto a múltiples intervenciones. El modelo más claro es la guerra de guerrillas, o un grupo de espionaje secreto.

Una de las características del poder económico y político de los sistemas de control modernos es que se apropian de movimientos tácticos: el capitalismo de rostro humano, el banco que quiere estar ahí cuando nace tu nietecito o el refresco que reivindica insistentemente un lugar a tu lado cuando le des el primer beso a la chica o al chico de tus sueños. Pero siempre se delatan ellos mismos: al final del comercial siempre tiene que aparecer la marca. El verdadero movimiento táctico se ejerce, según Certeau, desde la masa, desde el hombre corriente y moliente, anónimo, colectivo. La famosa anomia y carencia de atributos de la masa tan denostada por la corriente crítica del pensamiento del siglo XX resulta ser, desde esta perspectiva, una ventaja. En cualquier caso, la cara que vemos en el movimiento táctico es la máscara intercambiable de V, el personaje de V de Vendetta; cualquiera puede estar tras ella.

Finalmente, me gustaría mencionar un tercer elemento imprescindible de la práctica contemporánea, de pensarnos a nosotros mismos y el mundo en el que nos movemos y actuamos, en relación al discurso y al sujeto de la enunciación. Me da igual, en este caso, que el discurso sea logocéntrico, o bien se componga de imágenes o tenga una naturaleza performática; lo que voy a decir a continuación sigue siendo igualmente válido. Se trata de un término de los antiguos textos griegos al que dio muchas vueltas, durante los últimos años de su vida, Michel Foucault: parresía. Estamos en un momento en que, al menos en la arena académica, casi dan ganas de pedir perdón cuando uno va a mencionar a Foucault, o a Walter Benjamin, de tanto ruido como se ha ido generando en los últimos años en torno a ellos. No lo haré en este caso.

Frente al discurso de la retórica, que pretende persuadir por todos los medios al alcance, y cuya versión devaluada encontramos en el discurso político actual, en el que ya nadie (ni el propio orador ni sus partidarios lo creen más que la oposición) la parresía se propone como una forma del decir que constituye una forma de virtud. No en el sentido abstracto de una moral heroica, sino en el sentido, muy práctico, de una forma de intervenir en el mundo y de constituirnos a nosotros mismos en tanto que sujetos dignos de cuidado y estima.

No es el viejo discurso de las virtudes teologales, ni siquiera del deber kantiano por imperativos sistemáticos, sino una forma de autoeducarse interviniendo de determinada forma en lo público, y en lo privado. Decir la verdad no siginifica simplemente ser sincero en esa forma devaluada de la sinceridad en la que uno dice lo primero que se le pasa por la cabeza sin tener en cuenta si va a herir la sensibilidad de su interlocutor (verbigracia). Para que sea virtuoso, el decir la verdad tiene que implicar que se corre un riesgo personal, que uno arriesga algo en el discurso cuya pérdida tendría un alto coste para él. Tampoco implica ser veraz con respecto a cualquier cosa, sino fundamentalmente con respecto a sí mismo, ponerse todo en el discurso; no decirlo todo, sino implicarse personalmente con aquello que se dice. Es probablemente lo más cerca que podemos llegar a estar de una verdad, la actitud de veracidad que constituye no una verdad «objetiva» sino una «subjetiva». Esto no es una mera cuestión moral si tenemos en cuenta hasta qué punto dependen nuestras ideas sobre lo que sucede en el mundo de la confianza epistémica que depositamos en los expertos técnicos: científicos, analistas, especialistas de todo tipo, críticos, tasadores, etc.

La escucha activa, la lectura atenta y la observación minuciosa, en una palabra, la atención que precede y conforma la acción es uno de nuestros mayores capitales. Pero explotarlo exige un largo aprendizaje, que no es teórico, sino práctico, táctico y parresiástico, una forma de identificación estrecha del sujeto con sus prácticas, materiales y discursivas, y en su relación con el conocimiento. Estos tres instrumentos representan un potencial inmenso para la modificación de lo político a través de lo estético, entendido aquí no como la mera contemplación, sino como las formas de percepción que configuran nuestra realidad más que limitarse a captarla.

Un último francés, y termino. Se trata del concepto de Jacques Rancière: la distribución de lo sensible. Si durante tantos siglos el poder se ha preocupado tanto de monopolizar la actividad de los artistas no ha sido por un desinteresado espíritu de mecenazgo ni por sus valores decorativos. Dictando las formas de la representación puede dictarse la forma de lo real, delimitar lo que aparece como posible, lo que aparece como imposible y lo que ni siquiera aparece. El potencial político de lo estético, la capacidad de transformar el mundo transformando primero los umbrales de percepción no es una entelequia ni una teoría, es una cuestión, real, práctica. Se relaciona con el poder como las formas de poder se relacionan con las formas de saber y los modos de la representación del mundo: las tres están interconectadas, dependen mutuamente. Solo un espectador emancipado, atento, práctico en su sentido más profundo, que se implica personalmente en lo que dice sin dejarse vincular de manera permanente por ninguna ortodoxia ni dogma, está en condiciones de desentrañar ese nudo y buscar nuevos puntos de enganche en la realidad.

Que la consecuencia de esto que acabo de decir sea potencialmente subversiva o conduzca por el contrario a algún tipo de pasividad autocomplaciente del tipo «si vale con imaginar un mundo distinto, para qué vamos a levantarnos del sillón», dependerá básicamente de la forma en que cada lector aplique ese conocimiento. Por mi parte, estoy seguro al menos de haber cumplido con una de las tres condiciones enunciadas: esto que digo es lo que soy, mi táctica para enfrentarme a mi realidad, el medio por el que trato de sorprenderla, anidarme en ella. Es la mirada que cada día intento poner en práctica sobre las cosas, el vínculo entre quien habla, escribe, filma o fotografía, el sujeto de la enunciación, y el contenido que en ella se enuncia.
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*Guillermo de Eugenio Pérez, licenciado en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid (2006), investigador en el campo de la historia de las representaciones del cuerpo y la identidad en el siglo XVIII, desde una perspectiva filosófica. Ha cursado estudios en la universidad Ca’ Foscari de Venecia. En 2008 finalizó un Máster en Humanidades con mención de calidad en la misma universidad y presentó la tesina El sueño de los cuerpos: Imágenenes del cuerpo en el siglo XVIII, Madrid, 2008. Actualmente, escribe una tesis doctoral sobre la presentación de la persona en sociedad y la máscara como metáfora identitaria, en la interacción entre espacio público y privado.

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