Cronopio U.S.A

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Romulo

EL MUNDO POÉTICO DE RÓMULO BUSTOS AGUIRRE

Por James J. Alstrum*

«Yo no soy creyente, soy un
desconcertado de Dios».
(Rómulo Bustos Aguirre)

En su prólogo para Oración del impuro (2004), la obra poética reunida de Rómulo Bustos Aguirre, Roberto Burgos Cantor acierta al observar que el primer poemario del poeta cartagenero titulado El oscuro sello de Dios (1988), sólo se puede apreciar plenamente a la luz de sus libros posteriores. De todas maneras, no cabe duda que esta indagación lírica inicial nos da las pautas de su poética en cuanto a obsesiones temáticas y la elaboración paulatina de un lenguaje que se aclara cada vez más al emerger de un aparente hermeticismo claroscuro.

Al fijarse en el epígrafe atribuido al poeta y místico hindú Rabindranath Tagore (1861–1941), en la dedicatoria y en la division de este poemario en dos mitades con subtítulos alusivos a la figura mítica de un Icaro a la vez «dudoso» y «abrasado», vemos plasmarse una poética nítidamente autoconciente y meditativa ante los misterios inefables del cosmos y un cuestionamiento del papel y lugar del poeta ante el creador divino y el contorno que El ha creado. El epígrafe proveniente de Tagore declara

si nuestros cuerpos
proyectan sombra
es que hay una lámpara
que no hemos encendido (Oración del impuro 23).

Semejante punto de partida lírico presagia el escueto poema titular del libro entero donde leemos:

Acaso sea nuestra sombra
indeleble sello de Dios
oscuro emblema del vacío
que nos acecha (44).

La dedicatoria del mismo libro que reza así

—A mi madre
imagen previa del paraíso—

sugiere a su vez no sólo el asombro infantil ante la primera vislumbre de la creación en su progenitora, sino que revela continua maravilla ante el acto creador visto como un retorno desconcertante a los orígenes. Entonces, la evocación de Ícaro, el héroe mítico, nos recuerda de la precariedad arriesgada de cualquier acto de creación, pero sobre todo, por aquella persona que se atreve a llamarse poeta al principio con recelos y luego con un fervor mortal.

A lo largo de este primer poemario aparecen alusiones míticas y bíblicas e igual que en la lírica metafísica del poeta hindú Tagore, se ve en el verso de Bustos, una conciencia de que la poesía sirve de puente entre lo sagrado y lo profano, a la vez que refleja la presencia inescrutable de lo transcendental en la creación imanente. Bustos enuncia tal concepto de su misión lírica en el poema llamado «Poética» que cito a continuación:

Encender el misterio
de una lámpara ciega
cuya luz imposible
acaso nos haya sido prometida.
He aquí el terrible regalo de los dioses (26).

Salta a la vista además, en el sobredicho poema y otros de la misma colección, la idea de que la poesía es una epifanía incesante y gradual de un vidente muy especial que busca las palabras e imágenes más adecuadas para expresar el mensaje transcendental de un creador divino e invisible. Por eso, leemos lo siguiente en un fragmento del poema titulado «Hay alguien que yo sé morándome»:

Triste de sí
Pulsando inútil las cuerdas más dulces
de mi alma
Quizás me existiera desde siempre
¿De qué ancho cielo habrá venido
este huésped que no conozco? (28)

La presencia constante de imágenes recurrentes de luces, sombras, alas y ángeles en el primer poemario permanece en Lunación del amor (1990), el segundo libro de Bustos.

Sin embargo, tales imágenes se emplean para desarrollar el tema amatorio evocado ingeniosamente en la dialéctica entre cuerpo y alma y por medio del arquetipo femenino por excelencia de la luna —aquel cuerpo celestial y multiforme—. Así se lee lo siguiente en un poema representativo de todo el libro:

Habitas inmóvil
todos los puntos de la Rosa
Así
como un ángel de Swedenborg
siempre estoy mirando el rostro de Dios (92).

Aquí se equiparan la atracción física y apasionada de los amantes con el amor divino por medio del arquetipo metonímico de la Rosa escrita en letra mayúscula. Desde luego, la Rosa simboliza la belleza perfecta y la misma poesía. Además el poeta alude a las visiones angélicas del teólogo místico y científico sueco Emanuel Swedenborg (1688–1772), famoso por su teoría de correspondencias entre el mundo natural y espiritual cuando declara: «Hay dos mundos, un mundo espiritual en donde están los ángeles y los espíritus, y un mundo natural en donde están los hombres»(Religión cristiana verdadera).

En otro poema del mismo libro, vemos que el acto erótico igual que la creación divina supera y recompensa la falta ocasionada por la muerte al declarar:

Todo
tala y olvido en la implacable lunación del amor (110).

No es sorprendente tampoco que uno de los epígrafes que encabezan este poemario se atribuya al gran poeta místico español San Juan de la Cruz (1542–1591). En respuesta a una de mis preguntas acerca de influencias poéticas en su obra, Bustos me ha dicho que San Juan de la Cruz es uno de sus santos de devoción lírica por estar «más allá del tiempo… y todas las místicas y ‘teologías’ existentes» (Entrevista personal, febrero 25 de 2007).

Al examinar el tercer poemario premiado del poeta titulado En el traspatio del cielo (1993), el lector crítico percibe un desplazamiento en su óptica lírica desde un plano más metafísico y abstracto hacia un interés en la vida cotidiana y concreta. Ahora, la mención de la flora y fauna de la Costa Atlántica colombiana entrelaza la meditación conceptual y la experiencia diaria. Se pone de manifiesto cada vez más un tono nostálgico pero aun reflexivo. En su evocación del camajorú —el árbol que ocupaba el traspatio de su hogar infantil y nunca dejó de fascinarle— esta planta adquiere para el poeta un valor simbólico de lindero entre lo celestial y lo terrenal. Así se ve en el poema que cito a continuación:

Bajo las raíces del árbol camajorú
hay otro árbol
El camajorú de la tierra y el camajorú del cielo
Al camajorú de la tierra se asciende bajando
como en la escalera de un sueño
Y echa un fruto redondo como preñez de luna
Del camajorú del cielo poco sabemos
Dicen que si uno come su fruto puede quedar ciego
Los ángeles de él se alimentan (129)

En el sobredicho poema el juego de movimiento antitético entre ascenso y descenso está yuxtapuesto con el balance entre arquetipos masculinos (i.e. el árbol) y los femeninos como la tierra y la luna. Se refiere también al folclor y las supersticiones locales al decir si uno come su fruto puede quedar ciego y está presente la imagen recurrente angelical cuando la voz lírica concluye Los ángeles se alimentan de él (129).

A lo largo de este mismo libro prevalence un tono continuo de nostalgia al añorar los recuerdos hogareños de la niñez. En el traspatio del cielo se divide en secciones tituladas «Crónicas de las horas» que enfoca en la vida cotidiana en casa; «Crónicas del cielo» que insinúa el lazo común entre el hogar y el cielo vistos como un paraíso perdido y ya inalcanzable y por fin, en la última sección llamada «Guijarros», estas piedrecillas a las cuales se refiere en uno de los epígrafes atribuido al poeta Raúl Gómez Jattin (1945–1997), se lanzan para evocar la flora y fauna y objetos de uso diario en micropoemas que conducen al replanteamiento de toda su «Poética». Esta nueva estética se resume así en la última estrofa del poema:

La palabra rompiéndose en la falsa flor del eco
Cayendo pedregosa
O dormida en el aire. O lanzada en el fragor
de una honda
largamente tensada en el más indigente y fervoroso
de los sueños (178)

Al pasarle revista al penúltimo libro de Bustos Aguirre llamado La estación de la sed (1998), se nota que el predominante tono nostálgico del poemario anterior ha sido desplazado por una nueva actitud más sardónica con toques leves de ironía ante el panorama natural y el vivir cotidiano. Este poemario se divide en tres secciones llamadas respectivamente: «La oración del impuro», «De la dificultad para atrapar una mosca», y «La estación de la sed». En la primera parte del poemario se entremezclan descripciones de sucesos diarios y ritos más trascendentales con evocaciones y alusiones literarias que proceden de cuentos de hadas o mitos grecolatinos alternando por fin con la mención de un bestiario compuesto principalmente de insectos molestos y repelentes como el ciempiés o el moscardón. La ironía sutil aquí se lleva a cabo a consecuencia de inversiones espaciales sorprendentes o yuxtaposiciones de elementos incongruos, las cuales a su vez, producen la impureza de las oraciones presentadas en un doble sentido religioso y gramatical. Al mismo tiempo, la impureza de las oraciones crea cierto grado de comicidad que suscita una reflexión más seria. Por ejemplo, tipifica tal técnica de iconoclasmo irónico el poema titulado «Ciempiés» donde se lee:

El ciempiés en el piso del retrete
tratando de escalar la pared
O braceando
en la pequeña vorágine de la taza
Las lisas, inexpugnables paredes
Las cien patas de tu alma (193)

La identificación fabulesca del lector desprevenido en el ultimo verso con el patético insecto descrito en todo el poema, conlleva una implícita moraleja sobre la vulnerabilidad del ser humano. De igual modo, en el poema titular de la segunda sección de este libro —«De la dificultad para atrapar una mosca»— la irreverencia burlona se extiende hacia Dios cuya óptica se asemeja a la del asqueroso insecto como podemos apreciar en los fragmentos siguientes:

La dificultad para atrapar una mosca
radica en la compleja composición de su ojo

Es el más parecido al ojo de Dios

Probablemente tampoco distinga entre tú
que intentas atraparla
y los restos descompuestos en que se posa (219).

Es posible que aquí haya algunos ecos lejanos de los versos satíricos de Luis Carlos López (1879–1950) a quien Bustos ha llamado «el Padre que había que matar» en un ensayo suyo sobre su propia obra poética (El silencio de la ballena 2). Me ha dicho también que al escribir su primer libro intentó concientemente distanciarse del Tuerto López (Entrevista). De todos modos, en la tercera parte del poema titular del libro Estación de la sed, se observa indiscutiblemente bastante sorna en el diálogo poético siguiente:

—¿Qué es aquello?, indago
señalando un ave enigmática que vuela
hacia el este
—Burros. Burros grises
dice el guía mirando hacia el oeste (233)

Al analizar el último conjunto de poemas llamado atinadamente Sacrificiales con el cual el poeta pone fin a su obra poética reunida hasta ahora bajo el título general Oración del impuro (2004), parece obvio que Bustos ya se ha desprendido de cualquier inhibición temática o formal y da muestra cabal de todo su virtuosismo lírico. Ensaya nuevas formas poéticas como el poema en prosa o el poema dramático o dialogado y sus versos se hacen cada vez más extensos y menos escuetos. Su visión puede ser a la vez retrospectiva e introspectiva dentro del marco del mismo poema y su tono puede variar y ponerse jocoserio o simplemente juguetón. Veamos entonces algunos ejemplos de lo que acabo de aseverar. Por ejemplo, de una manera reflexiva y autocrítica la voz lírica en el poema titulado «La escritura invisible» concluye filosóficamente que la poesía puede reducirse a nada más que un ejercicio de autodescubrimiento cuando declara

Y te vas encontrando
Te vas descifrando
Uno no escribe, a uno lo escriben —digo (248).

En otro poema llamado «El carroñero», se despliega un tono dulciamargo combinado con algo de humor macabro e iconoclasta en los fragmentos siguientes:

El carroñero hace bien su tarea:
mondar el hueso, purificarlo de la pútrida
excrecencia

A su extraño modo
el carroñero también trabaja en la resurrección
de los muertos (252)
(Continua página 2 – link más abajo)

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