Especial Cortazar Cronopio

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Cortazar

SI AL MENOS HUBIESE SABIDO QUE SE LLAMABA LUCAS

Por Lisset Lopez Bidopia*

«Ahora no va nunca y se las arregla con los discos y la radio o silbando recuerdos».

Julio Cortázar

Estaba un día en el teatro disfrutando de una magnífica interpretación de la sonata para violonchelo y piano de Zoltán Kodály, cuando vi por el rabito del ojo que una masa de gente se movía a mi derecha. Forzada por la curiosidad, desvié la mirada y alcancé a ver cómo se llevaban a un hombre a rastras. El dueño de aquel cuerpo casi inmóvil era un tipo alto, delgado, con melena desordenada y ojos presos de una increíble ingenuidad. Mi primer instinto fue clavar una impertinente mirada en aquel desconocido, pero su rostro sereno me conmovió. Había algo en él que me enviaba una señal de afinidad espiritual inexplicable.

Reprimí mi impulso de salir del teatro y de seguir, sin prejuicios, aquella repentina atracción hacia el desconocido. Luego lo lamenté.

Las notas finales de la sonata se desvanecieron en el aire. Cuando la función terminó, traté de mostrarme tranquila y seguir a los espectadores que, con pasitos infinitamente cortos, salían por los pasillos. Tardamos una eternidad en llegar a la puerta principal del teatro. Miré con discreción para todos lados, pero era como si todo hubiese sido un sueño. No quedaba ni rastro de aquel hombre.

Abrumada como siempre por el gentío, corrí a casa. El rostro del desconocido y mi decisión de haberme quedado inerte en aquella butaca me acosaron durante toda la noche. Me reproché mil veces mi conformidad con la vida. Me mortificaba aceptar de forma voluntaria una rutina abrumadora y aberrante sin hacer nada por romper mi sino.

No pasó un día en que no buscara en la sección de entretenimientos de los periódicos otro concierto en la capital. Recogía publicidad en los cafés y revisaba a diario la cartelera de todos los teatros a la caza de una función que me llevara sin remedio a toparme una vez más con él.

No me gusta soñar despierta, pues al despertar me siento impregnada de una insuperable sensación de derrota. Esta sensación perdura durante dos o tres días, dependiendo de la profundidad del sueño. A pesar de que intenté evitarlo, pasé varias semanas pensando (o soñando) con un nuevo encuentro.

Después de asistir a varias funciones sin éxito alguno, el tan esperado momento llegó. Allí estaba, cerca, tangible. Me detuve —con menos discreción de lo habitual— a examinar sus gestos, sus movimientos. «Si al menos pudiera ver sus ojos», pensé. Su caminar desprendía libertad, como si su cuerpo hablara sin ningún tipo de reparos o de tabúes. Con la aglomeración de espectadores y la escasa iluminación, me fue imposible encontrar la respuesta que buscaba, así que me fui a mi asiento. Como un búho real, yo giraba mi cabeza sobre mis hombros buscando aquella mirada. Las luces se apagaron y mi cabeza regresó a su sitio, y reconocí mis limitaciones como ave nocturna para poder cazar bajo la oscuridad de la noche.

Cuando sonaron los primeros acordes de La plegaria de la doncella, cerré los ojos y permanecí así durante un largo rato. La música me llevó a un trance místico inviolable, o eso pensaba yo. Se oyeron los pasos de varios acomodadores y el murmullo de la audiencia. Allí estaba su calmoso rostro una vez más que, desafiando a la muchedumbre, era remolcado hacia la puerta del fondo. No quise quedarme de nuevo indiferente y apática. Salté de mi asiento, pero fue como si hubiese apretado el interruptor que encendía todos los majestuosos chandeliers suspendidos sobre nuestras cabezas. Era el intermedio, y todos se levantaban como una ola gigante de muelles. La esponjosa alfombra roja bajo mis pies me sujetaba con firmeza en el sitio. Las columnas se alzaban vertiginosamente a mi lado y me impedían mi paso. Mi infinita enemiga, la multitud, me apartaba feroz de mi meta.

Todo fue inútil. Regresé llorando a casa y me acosté boca abajo en la cama con la cara hundida en la almohada. Me sentía como don Melchor, pero en lugar de enamorarme de una mano, lo había hecho de una imagen.

Mi apego a la soledad me hacía pensar en que la gran obra de mi vida sería un opus posthumous. Mis años de juventud eran ya un recuerdo vago y mi futuro estaba en una suspensión platónica entre nota y nota que creaba una disonancia ensordecedora.

Mis visitas al teatro continuaron; eran lo único a lo que no podía renunciar. Sin embargo, ya no esperaba nada de ellas. Me sentaba a la salida de los teatros y, si llovía, me entretenía viendo cómo las señoras perdían todo su glamour bajo el agua. Luego caminaba despacio hacia casa con mi bufanda bien ajustada y mi mente despejada, vacía.

Una noche entré al Colón. Como de costumbre, me escurrí entre el gentío y busqué mi asiento —platea, fila dieciséis—. Miré de soslayo y vi una sala repleta de señores elegantes. Sin esperarlo, allí lo encontré. Estaba a tan solo unos pasos de mí, impasible, sereno, tierno.

Cuando ya el Opus 3 para violonchelo y piano de Jachaturian estaba avanzado y de los dedos del pianista brotaban inigualables arpegios ascendentes, miré con cierto recato a mi izquierda, y una imagen insólita me hizo girar el pescuezo de golpe. Sin duda era él, a cuatro patas en el suelo. Con la vista clavada en la alfombra, batiendo los brazos a su lado y como hipnotizado por las diminutas luces que alumbraban los pasillos, avanzaba en dirección a mis piernas. Por un segundo, nuestras miradas se cruzaron. En ese momento lo supe. Nos ataba un abismo de soledad que podía atravesar la tierra. Me sentí afín a la tristeza de sus ojos, al destierro de su alma y a la locura de su mente.

Mientras mis tímpanos saltaban de regocijo por la euforia de la música, sentí unos dedos enormes que jugueteaban entre mis tobillos. Un cosquilleo me atacó por sorpresa y hartó de lujuria mi razón. Manteniendo la compostura habitual y consciente de las miradas empapadas de cólera a mi alrededor, clavé mi vista en su nuca y le pregunté: «¿Se le perdió algo, señor?». Y él me contestó: «La música, señora»**.

Ese fue nuestro último encuentro.

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*Lisset López Bidopia nació el 30 de diciembre de 1972 en La Habana, Cuba. Residió en Cataluña, España de 1996 a 1997. Actualmente vive en Canadá. Estudió en el departamento de Modern Languages and Literatures de la Universidad de Ottawa. Hace más de una década que trabaja para la Fundación Comunitaria de su cuidad, una organización filantrópica sin fines de lucro. www.communityfoundationottawa.ca. Publicó un cuento en una Antologia realizada por el Instituto Cultural Latinoamericano, Junin, Argentina y actualmente traba con la editorial Honorarte, Buenos Aires, Argentina, para publicar un cuento en el libro «Grandes y Chicos unidos por la literatura».

** Cortázar, Julio. Un tal Lucas.

5 COMENTARIOS

  1. Fascinante poder descriptivo en la apretada síntesis de un cuento.
    Felicidades Lisset, tienes mucho talento. Sigue adelante!

  2. Qué sorpresa tan agradable saberte escritora, estoy fascinada. Felicidades y por favor no dejes de escribir.

  3. Estimada Lisset: Bonito cuento, me ha encantado la facilidad con que escribes. Te invito a leer: Los colonos, en esta misma revista. Besos caribeños, Chente.

  4. Si al menos hubièse sabido que se llamaba Lizzete y que es de Cuba, o sea que los espectros de la noche juegan con las palmeras en el mar de las maravillas o escuchando algun blues en alguna calle de la Habana vieja y contemplar a las niñas que te miran porque ya eres uno de ellos en este espacio sin espacio que es el Paraìso de nuestros gritos y nuestros silencios.

  5. Estoy asombrada por la brillantez del relato, me sorprende saber que una joven tan sencilla a la que he conocido como una mama amorosa y excelente persona sea una talentosa escritora..felicidades Lisset
    Maria Amparo

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