Literatura Cronopio

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QUIMERA

Por: Juan Manuel Zuluaga Robledo

Sí, tenía sueño, mucho sueño. Sólo caminaba por inercia en medio del planisferio de cristal y hormigón, construido a base de  puentes y estructuras de mampostería asfáltica que rozaban las nubes contaminadas. En las afueras de la construcción descomunal, Juan Siembra deambulaba con desaliento y se encontraba aturdido por el sueño.

¿Cómo explicar sus pasos de sonámbulo a través de la acera adyacente a la catástrofe urbanística, muy cerca del balón hermético de cristal, la famosa burbuja de vidrio reforzado que dividía las periferias pobres del barrio aséptico de los ricos? Su construcción le dio la vuelta al mundo: los noticieros nacionales e internacionales repitieron la inauguración oficial hasta la saciedad. Reporteros sensacionalistas transmitían en directos las imágenes de segregación en la que los pelotones del ejército, portando sus uniformes escarlatas, agredían a la muchedumbre enardecida que intentaba colarse por la fuerza en el interior de la burbuja.

De eso ya había transcurrido una década. Siembra siempre se consideraba afectado por el clima caótico y discriminatorio en que se sumía Heaveland City.  Ahora pensaba que había llegado el momento oportuno para pensar, reflexionar y derribar mentalmente los problemas impuestos por el establecimiento.

“Durante mucho tiempo he sido un autómata… un ser que anda a la deriva por el mundo, que ni siquiera tiene tiempo para observar lo que lo rodea”, reflexionó.

Últimamente las imágenes de la vida, pasaban imperceptibles por su mente, casi sin procesarlas, tal como las fotografías que componen una película poco memorable. «No más sueño, nada de vigilia ¡Abajo el Status Quo! No hay nada mejor que caminar… y observar la mierda en la que vivimos» pensó Siembra de manera desaforada.

Después de un largo semestre de dedicación y estudio, trasnocho y café para mantenerse en vela, era la hora precisa para buscar trabajo. Era el momento clave para pensar en serio su vida, sin descuidar sus trabajos nocturnos de arquitectura que terminaba cuando empezaba el amanecer.

Había sido un semestre de muchas contrariedades económicas y desengaños amorosos. Pero no todo fue negativo: obtuvo la única beca auspiciada por la Facultad Pública de Arquitectura, entre una rebatiña de estudiantes superdotados y pobres que nunca serían contratados por las grandes firmas de construcción de la ciudad, pues siempre optaban por profesionales formados en las mejores familias o peritos educados en las mejores universidades de Heavenland Country.

Juan Siembra se sentía en deuda con sus ambiciones, sueños y quimeras. Después de la muerte de su padre, quería sacar adelante a su familia compuesta por su madre y sus veinte hermanos menores, todos ellos sietemesinos. Por eso peregrinaba en búsqueda de un trabajo veraniego que le permitiera cumplir con su obligación.

Sus sueños también obedecían a un deseo altruista por ayudar a su comunidad. Por eso todas las noches trabaja en los planos de construcción de un ágora de guadua en la que se discutieran temas literarios, erigido en las copas inmensas de las ceibas milenarias cuya longitud alcanzaba los trescientos metros de altura en el Parque de la Ensoñación.

Siembra siempre habría querido derribar los muros de cristal de su ciudad, superpoblada, fraccionada, inconclusa y siempre con fatales problemas de planeación urbana, desatados por la infame burbuja de cristal. Heavenland City era una población edificada en los famosos llanos de color púrpura donde ríos y afluentes semejaban hilos de oro, como el plástico que utilizan los expertos en bisutería. Las sabaletas y los peces de colores sobrevivían en el marrón sucio de los ríos, engañando con maestría a la polución cobriza de las aguas.

Era una población que estigmatizaba a los desterrados provenientes de los cuatro puntos cardinales de la tierra púrpura que había adquirido ese color por los continuos derramamientos de sangre de labriegos que habitaban las afueras de la ciudad.

Juan llegó a los límites de cristal reforzado y gritó con toda la fueraza que le permitieran sus pulmones:

-Soy un bicho raro pero me importa un bledo lo que piensen los demás.

En ese instante se encontraba desvariando en una maraña de buhoneros y compradores populares que pintaban graffitis en el vidrio.  Después caminó por los barrios deprimidos adyacentes a la frontera vigilada por guardias y francotiradores, entró a un bar de mala muerte concurrido por proxenetas, prostitutas, pandilleros y enanos deformes que ejecutaban malabares a cambio de algunas monedas. Un aviso al lado del mostrador anunciaba vacantes para mesero en la temporada de vacaciones.

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Al conocer el salario, comprendió que le alcanzaría para cubrir una gran porción de los gastos doméstico y fue en busca del dueño del lugar, un hombre calvo, de aspecto desagradable y movimientos torpes y lentos. Su cuerpo estaba colmado de verrugas grandes y siempre portaba un sable de platino en la mano derecha con el fin de ahuyentar a posibles atracadores.

– ¿Cuál es su nombre? –preguntó el hombre.
– Juan Siembra –respondió el muchacho.
– Sepa y entienda que aquí se viene a trabajar… aquí no queremos vagos. No se meta con mis niñas y aparte de su salario, le prometo buenas propinas.

Después de llegar a un acuerdo, el sujeto estrechó su mano con la complicidad de una sonrisa socarrona. La boca del propietario emitió un sonido gutural y con una voz gangosa, le indicó que lo esperaba el lunes siguiente.

Salió feliz y risueño del antro. Caminó sin tregua por las calles de asfalto, fragmentadas en sucesivas bifurcaciones de pavimento que cubrían todos los barrios exteriores a la hermética burbuja de cristal, mientras detallaba los contrastes sociales. Desde la zona marginal observa la avenida de primer mundo, atestada de edificios enormes y computarizados. Miraba las fachadas con espejos policromados, apiñados unos con otros, haciendo alarde de sus férreos sistemas de seguridad.

Entonces Juan observó un grupo de niños desarrapados que ejecutaban malabares mortales con fuego. Lo hacían ante la mirada impávida de los soldados escarlatas, preparados con sus fusiles para agredir y golpear cuando lo consideraran necesario.

Al lado de los malabaristas, las madres cimarronas cargaban a sus bebés y pedían limosnas a los carros lujosos y blindados que accedían al planisferio.   Era un panorama devastador. Los privilegiados conducían sus autos último modelo. Escuchaban sus radios de plutonio que lanzaban por el aire las notas electrónicas, mientras ignoraban la miseria circundante agolpada en las entradas de acceso a la burbuja. Antes de levantar la estructura, los ingenieros civiles diseñaron la Y, nombre que recibieron las vías de acceso de la esfera de cristal, por su parecido a ésta letra del abecedario.

Juan todavía caminaba sin rumbo fijo y sentía asco de su propia transpiración.  Accedía por los segmentos de brea y asfalto, fluidos de contaminación donde los lujosos carros franceses disputaban, en cada segundo, el primer lugar para entrar al barrio de la élite.

Los colonos instauraron Heavenland City, tres centurias después de la irrupción de las tres carabelas en las sabrosas aguas del Caribe. Causó gran admiración por su diseño urbanístico y sus revolucionarios senderos de piedra barnizada. En el presente, los saqueadores destruían el pavimento, hurgaban bien las capas de tierra y robaban las piedras resplandecientes que componían las viejas vías. Las vendían, con el beneplácito corrupto de los políticos locales, a viejas dinastías asiáticas y a los mercaderes arqueológicos de los Países Bajos.

Siembra fijó la vista en los actores del latrocinio, abriendo boquetes con palas, taladros y toda suerte de instrumentos para socavar la superficie asfáltica.

De repente, Juan atisbó una pequeña obra de arte que lo dejó atónito. Era una mujer joven, común y corriente que conducía un pequeño carro rojo. Mientras esperaba que el semáforo diera la señal de partida para acceder a la esfera, meneaba la cabeza al son de la música estridente. Sus manos nerviosas se encontraban aferradas con fuerza a la cabrilla y los bucles castaños, le colgaban graciosamente por los hombros. Siembra no dejaba de mirarla, hermosa entre un parabrisas empañado por la lluvia.

Quería hablar, entrar en contacto con ella, lo cual era imposible porque no era permitido por las autoridades. Con tal de saludarla y saber su nombre quedaría contento. Pero debía hacerlo rápido y ganarle una carrera al tiempo, ya que el semáforo se tornaría en rojo en cuestión de segundos. No importaba que los soldados lo detuvieran… Valía la pena correr el riesgo por la muchacha. Juan no dejaba de mirarla, sin importarle que  la lluvia y el pantano le estropearan la ropa. Observar, mirar, maravillarse con el porte de la muchacha, aunque el tiempo fuera corto, pues la mujer ya se encontraba accediendo a la portería.

Súbitamente, tiempo, lluvia y granizo, se quedaron paralizados en el aire. Automóviles, polución y ruidos tuvieron el mismo efecto. Todo movimiento, sin excepción alguna, se quedó estático y el chaparrón asumió el papel de agua cristalizada. Sólo dos cuerpos quedaron al margen de la parálisis que entorpecía la vida. La muchacha se bajó del carro, detalló al joven que todavía la miraba atónito. Uno de los faroles del semáforo ya era amarillo. Se acercó hasta quedar frente a Siembra, quien no comprendía la situación. Acercó sus labios y estos se plegaron en la parte superior de la boca del estudiante que temblaba entre una combinación de escalofríos y emoción. Juan no sabía qué hacer, ni qué decir y pensar. El tiempo comenzó a fulminarse, la vida siguió su curso natural y la polución se transformó en estelas de aire fétido.

El atrevimiento quedó en medio camino, cuando la emisaria del beso furtivo, lo dejó en media calle, solo y mojado por una tormenta torrencial.

La luz  del semáforo se tornó en verde…

El letargo duró una noche y el olor rancio de la cañada desbarató los desvaríos oníricos de Juan Siembra. El péndulo del reloj seguía el mismo movimiento periódico de siempre: segunderos y minuteros anunciaban las 4 de la mañana. Entonces una voz maternal le indicó que el desayuno estaba servido en una butaca de la cocina. El hombre comprendió que los hechos ocurridos esa noche eran ficticios, que era imposible lo sucedido, que un beso, en esas circunstancias, era puro sortilegio.

“Las trampas de los sueños, las trampas de lo marginalmente establecido”, adivinó Juan Siembra mientras sus ojos se acostumbraban a luz de la cocina. Advirtió que su peregrinar por el orbe de cristal no podía ser cierto y su viaje nocturno parecía más bien un recuerdo de cinema.

De nuevo, la voz maternal se hizo sentir, advirtiéndole que un sujeto calvo y verrugoso lo estaría esperando en un establecimiento público a las de 6 de la mañana.

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