Sociedad Cronopio

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Tiranos
DE TIRANOS, LIBRES Y ABUSONES

Wilson Pérez Oviedo*

Fedor Dovstoyevsky en «El Gran Inquisidor», fabula que Cristo aparece en la Sevilla del siglo XVI. Y lo hace en el mismo lugar en donde hace pocas horas ha desplegado y reafirmado su poder la Inquisición Católica con la quema de cien herejes, en frente de los más altos dignatarios del reino y de las más encantadoras damas de la corte, para escarmiento de los osados cismáticos, advertencia a los dubitativos y aliento a los fieles.
La multitud reconoce a Cristo y se agolpa a su alrededor, hasta que llega el Gran Inquisidor:

«— ¡Prendedle!— les ordena a sus esbirros, señalando a Cristo. Y es tal su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta, al punto, silenciosa, y los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan.»

Cristo, ya preso, escucha en el monólogo autojustificativo del Gran Inquisidor la descripción del alma humana como vil, viciosa, débil y sobre todo temerosa de la libertad. Una interpretación de este hermoso texto de Dostoyevsky sugiere que la gente estaría aterrorizada por los requerimientos del ejercicio de la libertad, tales como tomar decisiones y responsabilizarse de las consecuencias, y tomar conciencia y control de su individualidad y soledad frente al mundo.

El hombre prefiere la seguridad, y la busca embebiéndose en una multitud, una «comunión de respeto» frente a una autoridad incontestable. «No hay, te repito, un afán más vivo en el hombre que encontrar en quién delegar la libertad de que nace dotada tan miserable criatura» escucha Cristo de labios del Inquisidor. Nietzsche lo plantea a su modo: «Dado que, desde que hay hombres ha habido también en todos los tiempos rebaños humanos […] y que siempre los que han obedecido han sido muchísimos en relación con el pequeño número de los que han mandado […] es lícito presuponer en justicia que, hablando en general, cada uno lleva ahora innata en sí la necesidad de obedecer […]»

Erich Fromm aborda el tema en «El miedo a la libertad», libro publicado en el escenario terrible que ofrecían países enteros dominados por el fascismo y nazismo. Este autor señala que no solo las necesidades fisiológicamente condicionadas son imperativas en el ser humano, también lo es la necesidad de evitar el aislamiento. Dice: «A menos que pertenezca a algo, a menos que su vida posea algún significado y dirección, se sentirá como una partícula de polvo y se verá aplastado por la insignificancia de su individualidad».

Pero pertenecer a un grupo también significa diferenciarse de otros, afirmar la identidad colectiva frente al otro. Probablemente el mejor método que se ha inventado para asegurar la fidelidad de los miembros de un grupo es presentarles un enemigo, real o ficticio, distinto por raza o ideología, por cultura o clase social, a quién hacer responsable de todos los males, incluyendo las equivocaciones propias. En el extremo, se trata del enemigo que los quiere invadir, el que boicotea, el que busca el sufrimiento del grupo y personifica la antítesis de su moral.

En la aplicación de lo que en propaganda política se conoce como «la regla de simplificación y enemigo único», el «otro» no es solo diferente o piensa distinto, es el traidor, el vende–patria, el terrorista, sobre el cual no se debe escatimar ningún mecanismo para reducirlo, vencerlo, dominarlo, en defensa del «bien común». No importa que estudios analíticos como el teorema de la imposibilidad de Arrow (premio Nobel de Economía) demuestren que el «bien común» no existe, que solo existen intereses particulares o de grupos concretos en situaciones concretas, porque el guía interpreta los intereses del pueblo o la nación, los personifica en su relación directa o plebiscitaria con la multitud y es crucial, por tanto, en la definición de la identidad del grupo.

«Dos puntas tiene el mal, el hombre que pisa al otro, y el que se deja pisar» decía Facundo Cabral. Si en un extremo está el hombre que busca desesperadamente el guía a quién delegar su libertad, quien le dirá que pensar y a quién odiar, en otro extremo está el mismo hombre, pero adoptando el reverso de la sumisión —la búsqueda del poder— en su cualidad dual, cara y cruz de la misma moneda. Fromm se pregunta: «¿Qué es lo que origina en el hombre un insaciable apetito de poder? ¿Es el impulso de su energía vital, o es una debilidad fundamental y la incapacidad de experimentar la vida de una manera espontánea y amable?»

Gabriel García Márquez responde desde su perspectiva literaria: «Pienso que la incapacidad para el amor es lo que los impulsa a buscar el consuelo del poder» (en El Olor de la Guayaba de Plinio Apuleyo Mendoza). Elabora ampliamente esta idea en sus novelas, en especial en «El Otoño del Patriarca» en donde el dictador, «el único ser mitológico que ha producido Latinoamérica», es reconstruido en base a retazos recopilados por el Nobel Colombiano de las decenas de tiranos que han marcado la historia de nuestro continente. Por ejemplo, los encuentra con una «intuición tan extraordinaria que más parecía una facultad de adivinación» como Juan Vicente Gómez, Venezuela; o paranoicos delirantes como «Papa Doc», Haití, quien «hizo exterminar todos los perros negros que había en el país porque uno de sus enemigos, para no ser detenido y asesinado, se había convertido en perro. Un perro negro». O con rasgos comunes: «eran en cierto modo, desde siempre, huérfanos de padre» (El Olor de la Guayaba).

Otro autor que se ha ocupado del dictador latinoamericano es Mario Vargas Llosa. Lo hace en «La fiesta del Chivo», un retrato novelado del «Cesar del Caribe» Rafael Trujillo. En la realidad, este militar que gobernó treinta y un años la República Dominicana, recibía adulaciones y muestras de sumisión por doquier, como aquella del esbirro que mandó colocar en el techo de su casa un letrero luminoso «Dios y Trujillo», o del otro que ideó una divisa luego muy popular en los hogares de ese país, que decía: «En esta casa manda Trujillo». En la ficción, Vargas Llosa recrea al dictador rodeado de su solícita corte, que se disputa el honor de su palabra, calcula el peso y las consecuencias políticas de la sonrisa al uno, o del ceño fruncido al otro, extrapola e interpreta las consecuencias que sobre la distribución de las migajas del poder tendrá un gesto, una palabra, una mirada del jefe.

Pero la corte de su majestad, como todo en este juego de espejos dobles, cumple más de un rol. También son los beneficiarios en contante y sonante del manejo del Estado, la «Patria Contratista» de la Argentina, la bolivoburguesía de la Venezuela de Chávez, la élite sandinista de «La Piñata» en Nicaragua, la multitud de parientes (políticos) que manejan los contratos del Estado, la explotación de sus recursos, los monopolios y las aduanas, del Patriarca del Otoño. No sólo eso. Son los que forman círculos coloridos alrededor del líder y que filtran y generan la información que le llega. García Márquez hablando de la soledad del poder y de la fama dice: «La estrategia para conservar el poder, como para defenderse de la fama, terminan por parecerse. Esto es en parte la causa de la soledad en ambos casos. Pero hay más: la incomunicación del poder y la incomunicación de la fama agravan el problema. Es, en última instancia, un problema de información que termina por aislar a ambos de la realidad evasiva y cambiante. La gran pregunta en el poder y en la fama, sería entonces la misma: “¿A quién creerle?”»

Los tiranos terminan creyendo su propia mentira, aderezada en las imágenes grandiosas, similares a las del film propagandístico «El triunfo de la Voluntad», donde Leni Riefenstahl reporta el congreso del Partido Nazi en Nuremberg, en 1934, creando los trucos visuales que desde entonces forman parte de las herramientas que han usado todos los alvarados que en este mundo ha habido. En la importancia de la propaganda política han coincidido líderes ideológicamente tan disímiles como Lennin: «Lo principal es la agitación y la propaganda en todas las capas del pueblo», o Hitler: «La propaganda nos permitió conservar el poder y nos dará la posibilidad de conquistar el mundo.»

Y es que el ser humano no es como lo asume la economía neoclásica, es decir, un agente que conoce sus preferencias y, por decirlo de este modo, tiene un alto grado de conocimiento objetivo de la realidad que constituye su conjunto de elecciones factibles. Denzau y Douglas North lo exponen así: «El desarrollo diverso de las economías y sistemas políticos, tanto histórica como contemporáneamente, argumenta en contra del concepto de individuos que realmente conocen su interés propio y actúan consecuentemente. Mas bien, la gente actúa en parte en base a mitos, dogmas, ideologías y teorías semi–procesadas». Añadamos que la dificultad del «conocimiento objetivo» proviene del costo de adquirir información y de procesarla, de la complejidad del sistema social que impide identificar claramente causa–efecto puesto que las casualidades no son lineales ni biunívocas, sino circulares y múltiples.

Estas teorías «semi–procesadas» que sustentan las decisiones de los ciudadanos pueden sorprender. Aldous Huxley, el autor de la anti–utopía «Un mundo feliz», analiza en «Nueva visita al Mundo feliz» la propaganda de los regímenes totalitarios, y encuentra en el manejo de los sentimientos obscuros de la población un elemento clave para el éxito de una campaña propagandística: «Hállese algún difundido temor o ansiedad inconsciente; imagínese algún modo de relacionar este miedo con el producto que se quiere vender». El bailarín y cantante que invitaba a «rayar un mercedes» votando por él, no fue el primero ni el último en apelar al resentimiento del ecuatoriano como estrategia de propaganda política.

Pero la libertad de expresión será siempre una amenaza para la «verdad» del líder supremo y debe coartarse. Ya sea por voluntad propia y razones ideológicas de los grandes medios, como en el Ecuador del inicio del Febres–corderato, en los Estados Unidos de Bush II, o en la Colombia de Uribe, que se prestan así a «fabricar el consenso», como diría Noam Chomsky, proyectando solo una parte de la realidad y ocultando olímpicamente lo que no les conviene.

Pero esta voluntaria sumisión o convergencia de intereses no siempre sucede. Es cuando aparecen personajes siniestros como Vladimiro Montesinos, en Perú, quien como oficial de inteligencia demostró cómo la amenaza y la coima servían para concentrar el poder más allá de la formal y republicana separación de funciones. Como se sabe, Montesinos tenía la costumbre de grabar la entrega de coimas a jueces, propietarios de medios, etc., información que ha servido entre otras cosas para que dos economistas, MacMillan y Zodio, calcularan el valor que para el gobierno de Fujimori tenía el controlar la prensa en relación a controlar el sistema judicial, por ejemplo. Sus conclusiones son claras: «Montesinos pagó a los dueños de canales de televisión alrededor de cien veces lo que pagaba a jueces y políticos. La coima a uno solo de los canales de televisión fue cuatro veces más grande que el total de las coimas pagadas a los políticos de oposición. Por preferencia revelada, el control más fuerte sobre el poder gubernamental fueron los medios noticiosos». Si esta tampoco es una herramienta a la mano o no funciona, queda expedir una ley, que bajo el pretexto de democratizar la información (o algún otro) permita suplantar la mentira, o media verdad, de los otros por la mentira propia, y hacerla única.

Pero, controlada ya la conciencia de los hombres y mujeres, habrá aún una tarea pendiente «Pues, ¿quién debe reinar sobre los hombres sino el que es dueño de sus conciencias y tiene su pan en las manos?» le pregunta el Gran Inquisidor a Cristo, y dice además: «No se les ocultará que el pan —obtenido con su propio trabajo, sin milagro alguno— que reciben de nosotros se lo tomamos antes nosotros a ellos para repartírselo».

En ningún lugar esto es más claro que en un país que padece la «maldición de los recursos naturales», en donde una élite minoritaria controla la riqueza natural de un país, nominalmente propiedad de todos y todas, y la usa para apuntalar su poder político. Manuel Castels, hablando de países africanos como Nigeria y Congo–Zaire —muy ricos en recursos naturales— y sus «Estados vampiros» afirma que «el apoyo político se construye alrededor de redes clientelares que conectan a los poderosos con segmentos de la población. Debido a que la gran mayoría de la riqueza en el país está en manos de la elite político–militar y de la burocracia estatal, el pueblo debe demostrar lealtad a la cadena de patronos para ser incluida en la distribución de trabajos, servicios y favores en todos los niveles del Estado.»

El resultado es una estructura social que, basada en un clientelismo de raíces políticas, económicas y culturales, genera desigualdad en vez de igualdad, favores en lugar de derechos, un autoritarismo negociado en vez de democracia y, finalmente, relaciones basadas en lazos personales (patrón–cliente) en lugar de reglas formales explícitas. Como consecuencia de este esquema socio–económico la elites gobernantes requieren incrementar continuamente la extracción de recursos naturales, base de sus sustento político, mientras la actividad privada languidece por el deterioro que estas redes clientelares originan en la institucionalidad formal, por el riesgo de expropiación por parte de un Estado voraz, y por el desvío del talento humano y recursos hacia la búsqueda de rentas políticas.

¿Son este tipo de resultados consecuencia de la lógica y dinámica interna del poder? Debemos coincidir con «El Oráculo» de «The Matrix,» quien razona: «¿Qué quiere la gente con poder?… Más poder». ¿Es esto inevitable a pesar de que tantos empiezan la lucha política llenos de ideales? El coronel Aureliano Buendía, dice Sergio Ramírez Mercado, «se subleva contra la crueldad, la injusticia y la corrupción. Se alza por la humanidad, no por ideología. Pero luego, mientras se hunde en el tremedal de la guerra, va a seguir peleando por la soberbia del poder». La madre del coronel, Úrsula Iguarán, nota la metamorfosis: «Ahora parece un hombre capaz de todo», dice Gabriel García Márquez en Cien Años de Soledad. Y su amigo más fiel, el coronel Gerineldo Márquez le advierte: «Cuídate el corazón, Aureliano. Te estás pudriendo vivo».

Ramírez Mercado destaca el papel del contexto latinoamericano, y encuentra una contradicción aún viva entre el pasado rural y patriarcal y la modernidad racionalista, también en el contexto del «viraje a la izquierda» que ha experimentado últimamente nuestro continente: «El viejo líder insustituible de siempre. El iluminado que sabe lo que un país necesita. Una idea no precisamente de izquierda, que viene desde el oscuro fondo de la historia de América Latina, del profundo abismo de la sociedad patriarcal, cuando el terrateniente se convirtió en líder militar, y luego en presidente perpetuo. No hay ninguna novedad en la propuesta. Lo único es que se disfraza con virulenta retórica de izquierda.»

¿Es este resultado inevitable? ¿Es imposible domar el poder? La respuesta es no. No es inevitable, y de hecho hay sociedades que evolucionan hacia un manejo colectivo, democrático del poder y que han creado mecanismos para evitar su abuso. Si en la raíz del problema está el miedo a la libertad, o incluso la pereza social, o una carga cultural rural–patriarcal que nos impulsa a delegar en otros u otro lo que debería ser una responsabilidad colectiva, entonces la solución empieza por asumir esa responsabilidad.

Esto significa que debe haber un esfuerzo individual y colectivo por entender el funcionamiento de la sociedad, adentrarse en sus complejidades, aún sabiendo que una comprensión completa es imposible y que los modelos o teorías que nos sirven para su estudio son solo provisionales y no tienen otro destino que el ser superados; y sabiendo también que el impacto individual en la acción colectiva en la gran mayoría de los casos, es completamente marginal.

La protección del ciudadano frente al poder son las instituciones. Pero estas no se crean en el papel, pues tienen base política, y la distribución del poder político depende en buena medida de la capacidad de acción colectiva de grupos sociales, conformados por agentes con racionalidad acotada y conectados mediante redes sociales de limitada capacidad de transmisión de la información. Entonces el diseño institucional debe tomar en cuenta esta realidad, identificando además los actores sociales y políticos que tendrán intereses específicos en la institucionalidad democrática y el origen del poder político de estos actores, así como sus formas de acción. La capacidad política de estos agentes sociales debe ser fortalecida, haciendo sus redes sociales más densas y mejor preparadas para transmitir información, lo cual no puede estar más lejos del deseo de controlar su flujo.

No se trata, entonces, de elegir al mejor para que sea objeto de la delegación de nuestra libertad, pues no existe ser humano que pueda asumir esa carga, debemos vivir nuestra libertad.
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*Wilson Pérez Oviedo es profesor del Colegio de Administración para el Desarrollo de la Universidad San Francisco de Quito. Es matemático en la Escuela Politécnica Nacional (Quito). Es Master en Economía en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Sede Quitio) como mejor egresado de la convocatoria 2003-2005 de ese programa. Es PhD en Economía en Cornell University (Ithaca, NY, Estados Unidos) en la especialidad Desarrollo Económico y Teoría Económica, bajo la dirección de los Drs. Kaushik Basu, David Easly, Erik Thorbecke. Fue Jefe de Informática del Instituto Nacional de Energía (INE); Director Técnico de la Consultora Multiplica; Investigador económico, Director de Investigaciones Económicas, Director General de Estudios en el Banco Central del Ecuador. Se ha desempeñado como docente en diversas universidades: ESPOL, PUCE, Politécnica Nacional. En Cornell University,  fue asistente de Cátedra (Teaching Assistant) de los cursos de Microeconomía en los cursos de Doctorado de Economía. Es profesor de tiempo completo en la Universidad San Francisco de Quito (USFQ) y miembro del Instituto de Economía.

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