Periodismo Cronopio

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EL PLACER Y LA NECESIDAD DE OBSERVAR

Por Juan Domingo Marinello*

Al convertirse, paulatinamente, la observación en un producto envasado en todo tipo de soportes (TV, Internet, Multimedia y miles de publicaciones), inadvertidamente los millones de consumidores han ido adormeciendo su capacidad de mirar y reflexionar. Las ciudades cada vez más replicadas en sí mismas no ofertan una válida comparación como campo de ensayo con la naturaleza siempre variopinta. Nuestros niños, cada vez más urbanos, no tienen, en muchos casos, más que dirigir la mirada a rectángulos con información visual procesada.

La observación y la reflexión han sido los pilares del descubrimiento científico y la creación artística. Hoy se convierte en una imperiosa necesidad en la docencia. Entre las muchas actividades que requieren amar y entrenar la observación está la fotografía, que nace de una elaboración de la propia percepción visual. El sentido de la visión trasladado a la comunicación, es la esencia de lo que hago y enseño. En mi caso, a través del periodismo, la docencia universitaria y mi modesto trabajo fotográfico.

Por ello me interesa profundamente desarrollar en mis alumnos la potencialidad de la observación, de ejercitar la imaginación y la fantasía, el atreverse a proponer propias construcciones imaginarias a partir de una propia percepción elaborada. También me interesa lo visual como memoria colectiva, como referente de identidad. Probablemente para aquellos que se van a dedicar a expresarse a través del lenguaje de las imágenes, eligiendo la fotografía o el cine, lo mas importante, en mi opinión, es desarrollar la propia observación.

Hay un entrenamiento de la observación que es connatural a todos nosotros, desde que nacemos. El sentido de la visión, desde un punto de vista biológico fue una herramienta muy valiosa para la sobrevivencia. En los inicios de nuestra especie la calidad visual del ser humano fue clave en su capacidad de evolución. Nos orientó mejor que a otros, nos permitió reconocer amigos y enemigos, seleccionar alimentos, a las parejas y familiares. Nos permitió el uso de muchas facultades, como la invención u otras.

Pero hablar de la percepción visual y el maravilloso mundo de las asociaciones que cada uno puede ir haciendo con las distintas formas visuales hoy se constituye en un universo aparte ya muy distante del acto básico de la orientación y reconocimiento visual.

En el ejercicio y disfrute de la percepción visual, concurren, simultáneamente, muchas potencialidades del espíritu. El asombro, la fascinación, la libre asociación con otros sentidos, etc. Obviamente se avanza y profundiza a través de un entrenamiento, no obligado pero si enormemente placentero: el observar.

Los niños son apasionados observadores, son curiosos de las imágenes, de los sonidos, de lo táctil. Disfrutan, se aterran, por decirlo en una palabra, vibran, con lo visual. Por ello, cualquiera sea la situación es fundamental para un creador visual conservar vivo, en uno mismo, al niño asombrado. Cuando se pierde el asombro nos sobreviene una suerte de anestesia que produce una insensibilidad a las cosas sutiles. Una suerte de pasividad ante la enorme cantidad de estímulos visuales y un consiguiente aburrimiento existencial.

Por más de cuarenta años me he dedicado a la fotografía, y no llegué a ella por una suerte de revelación visual puntual en un momento dado. La fascinación por la imagen se fue construyendo en mí por las empatías que me produjo el ejercicio de la observación. El rostro de mi madre o mi padre fue desde siempre, la percepción de una suave imagen, diluida a través del paso del tiempo, de gran impacto afectivo siempre. Fue construida por la síntesis de muchas visiones cotidianas.

Así también se fue dando por la educación o el entorno que me rodeó desde pequeño. Una amalgama de las imágenes vistas en muchas matinés del domingo, aquellas provenientes de muchos enamoramientos infantiles, maravillosamente imposibles, que redundaban en cincelar visualmente esas imágenes en mi cerebro, de mirar asombrado durante mis muchas tardes en un patio provinciano, los muchos bichitos, las plantas o las lagartijas multicolores.

La suma visual de aquellas largas vacaciones de verano en la montaña. Ya mayor continué por descubrir que me podía comunicar a través de proponer imágenes y ser cómplices con otros en su interpretación. A lo largo de la vida muchas de las que he conservado en la memoria se van tiñendo de nostalgias agridulces, pero están siempre vigentes. Son la evidencia de que he existido.

Cualquier sentido tiene en sí el de la sinestesia, lo que significa su potencialidad de activar los otros sentidos. El sentido de la visión es el que mayor potencialidad tiene para producirla. Sin embargo, sería una deformación muy grande volverse monosensorial. Lo maravilloso, no es el estimulo visual, sino la fascinante aventura de la reflexión y transmutación que nuestra combustión espiritual hace de este estímulo. Una participación psíquica activa que potencie el acto de ver. Algo de mucha importancia también para la evaluación de las imágenes que nos propone nuestro entorno sobrepoblado por ellas.

Por supuesto, desde siempre me han fascinado las imágenes bellas, esas que tienen resonancia con las claves más atávicas de nuestra propia naturaleza. Aquellas imágenes en que la proporción o el color se acercan a la grabada en nuestro ADN. Lo que comúnmente se denominan imágenes clásicas.

Pero más que seducir, hay otra enorme cantidad que me han fascinado, o mejor expresado, que me conmueven. Son las imágenes del dolor, del conflicto, de la opresión, porque me producen la necesidad de actuar en alguna forma para paliarlas. También, entre las más importantes para mí, están las afectivas, la de aquellos seres u objetos que son parte de mi entorno próximo. Las de mis afectos cercanos.

Pero también existen aquellas que me provocan rechazo o me violentan. Son las que se nos presentan con la clara intención de manipularnos tramposamente. Esas imágenes cuya finalidad es engañarnos con cualquier motivo. Las que nos hacen comulgar con ruedas de carreta y lastimosamente, en muchas ocasiones lo logran. Así mismo las que se mueven en el submundo de lo morboso, del utilitarismo económico. En suma, todas aquellas construidas y propuestas desde la parte oscura de sus autores, con pretextos inexcusables.
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* Juan Domingo Marinello es periodista de la Universidad Católica de Chile y fotógrafo profesional. Posee una amplia y vasta experiencia en el mundo del periodismo gráfico y la docencia fotográfica, en la que utiliza tanto la imagen digital como análoga para sus creaciones llenas de color. Se desempeñó durante los 70 como reportero gráfico de El Mercurio y La Revista del Domingo, posteriormente fue jefe de fotografía de la revista Paula, Muy Interesante y Mundo Dinners. Durante la década de los 80 estuvo a cargo del Departamento de Fotografía de Taller Uno, donde formó a gran cantidad de fotógrafos. Ha realizado numerosas exposiciones de fotografía —individuales y colectivas— en Chile y el exterior. Marinello también ha realizado numerosas publicaciones, entre las que destacan Fundamentos Prácticos de Fotografía (1978), La aventura de ver (1983), La ciudad que muere (2000), Técnica y Lenguaje: Fotografía Digital (2005), Coré: La Tinta Mágica  (2006), Poema de Chile, (2010).
Durante su trayectoria ha recibido los variados galardones, siendo los más relevantes: Premio Bob Borowicz en el concurso Click (1969), Premio Hensel de Oro (1990), Premio Sony Japón (1995), por programa de Teleduc (1995), Premio Ansel Adams (1996). Actualmente se desempeña como profesor Titular en la Facultad de Comunicaciones de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Obra premiada: Las fotografías chilenas del recuerdo y el olvido, Centro de Extensión UC. Altazor 2006.

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