Literatura Cronopio

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EL LIBRO AZUL

Por Said Chamie*

«En la locura está mi método»
(Shakespeare, Hamlet)

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Esa noche fue distinta, no hubo sombras danzarinas en la habitación, el catre Celedón se negó en sus formas a ser un río crecido y las mantas desistieron deambular en la espesura del aire; esa vez, los fantasmas que traían el espanto a sus temores y se hacían mortales de nuevo —clamando una respuesta ante la demencia—, se esfumaron como un humo sin fuerza.
Los cielos encendidos extinguieron sus llamas y el ardor prolongó los rumbos de su proceder fuera del suplicio diario, y las bestias rojizas, incandescentes, de ojos amarillos como linternas furiosas y pájaros chillones con alas sin plumas y garras mortales, desistieron en la penumbra combatir contra la histeria incomprendida del paciente diez G.

En el cuarto, un silencio placentero confundía la monotonía del momento, maquillada de parsimonia la tempestad se resguardaba, un rincón impenetrable de lluvia y temor, contrarios de fantasía y realidad.

Salió del Celedón por quinta vez en la nocturna eternizada por flagelos ajenos y voces de iracunda sapiencia; nuevamente recorrió los pasos impresos tiempo atrás, era la primera vez en seis meses que podía transitar su escuálido cuerpo en la tarima donde sus ficciones tenían peso y color. Con los brazos extendidos hacia los lados y la cabeza agonizante, reclinada completamente en la nuca, el enfermo mental Hebreo Lante, recluido en el sanatorio Leroux a causa de un rivalizante trastorno mental, producto de desequilibrios de orden cerebral y profundos estados depresivos, ideas inconexas, saltos temáticos y continuas alucinaciones íntimamente relacionadas con la supuesta afinidad con una mujer extraterrestre, bailaba solitario ante la confusión de una paz cuadriculada, dualismo de intemperie y claridad.

—Noche fugaz, manto ilusorio, maldita y deliciosa blasfemia creada. —Escribió de aquella noche en la que comenzó a plasmar en hojas amarillentas, crayoladas naranjas, acontecimientos de un habitante lúcido en el infierno, eso que tituló alguna vez con el nombre de Revelaciones. De esa nocturna espesa escribió después:

—Sombrío silente que opaca la función del siniestro, luces sin brillo habitan en la piel herida de mis días sin claros. ¡Oh! Cuánto espasmo, paroxismo ininteligible, naturaleza recreada en hojas vírgenes, noche fugaz, manto ilusorio, maldita y deliciosa blasfemia creada. No hay cabida para la razón, cuestionamientos como: ¿cuánto durará este tierno sabor de paz? o ¿por qué ahora duermo entre laureles, por qué hasta ahora? ¿Cuál es la diferencia del tiempo que muestra la realidad y el que esconde la fantasía? Quedarán sin ser resueltas, recluidas en el pozo rebosante de la desesperación, hoyo sin fondo que de cuando en vez vomita aguas pútridas, llanto cautivo.

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El sanatorio Leroux ofrecía sus servicios profesionales en el campo de la siquiatría desde hacía más de quince años en la ciudad de la Compostela, su reconocimiento en la esfera de la sicología y salud mental iba en incremento, grandes sicoanalistas, sistémicos, y otros varios progresistas de corrientes nuevas que se desprendieron de teorías más expuestas y de mayor investigación, fueron los primeros iniciadores de la clínica con mayor proyección en la ciudad.

Así mismo, y para sorpresa de sus detractores, la Iglesia Ortodoxa apoyó con una suma importante a la estructuración arquitectónica y aprobó casi en definitiva las ideas modernas y de concepción puramente científica fielmente explicada por el que en su momento y desde siempre fue el director de la clínica Leroux de la Compostela, el sicólogo Manolo del Alba.

En sus inicios pues, el sanatorio contempló la posibilidad de integrar a todos aquellos enfermos mentales que necesitaban de su ayuda, retribuyendo la confianza y el factor económico a las familias de los discapacitados con un aporte importante de ciencia y resultados favorables de salubridad. De manera que hubo un porcentaje de pacientes internos en la clínica, el cual fue atendido el tiempo completo por los más consagrados siquiatras de la ciudad, al tiempo que la clínica recibía enfermos en consultas externas los días de entre semana.

En los primeros cinco años de funcionamiento se ratificó que el Leroux era un dispensario sin ánimo de lucro, la Gobernación de la ciudad contribuyó sagradamente con el presupuesto estipulado en las elecciones donde cada aspirante se comprometía a efectuar con la dote de ser posible su ascenso. Por otro lado, parte de las propinas que recibía la catedral principal iba para el fondo de colaboración social, el cual atribuía en partes iguales a los centros de rehabilitación de alcohol y drogas, casas de bienestar familiar y clínicas mentales. Las batas y sábanas del hospital eran obsequiadas por tres entusiastas empresas de telas de la Compostela y los fármacos eran suministrados, bajo fórmula médica y a módicos costos, en su droguería interna. Así mismo, el sanatorio ofrecía un plan especial el cual auspiciaba casos extraordinarios en los que se veía el problema mental más que como una ayuda, como un reto a la psique humana y a la superación profesional, aunque estos esporádicos pacientes iban acompañados de la carencia monetaria que sustentaba la obra de caridad.

El doctor Manolo del Alba tuvo oportunidad de conocer infinidad de mundos atormentados, vidas recluidas por años de olvido y retazos improvisados de imágenes y formas borrosas que despertaban sutilmente emociones de un pasado incierto, de un recuerdo perdido pero que no se explica como un hecho del ayer, si no como una revelación en el futuro.

Hombres caballo que lloran como una Magdalena en un lecho de pasto y zanahoria. Mujeres columpio que se mecen hasta la muerte en uno de los cuatro rincones de su soledad. Cuerpos aromatizados de iracunda celosía, homicida y suicidio culposo. Soldados locos por la atrocidad de la guerra, esposas de la agonía que de tanto esperar la noticia de su viudez se casan para siempre con la tristeza. Cadáveres de un día y forasteros de la vida. Amantes perversos recluidos por amor, animales reencarnados en abogados y príncipes absortos por la pérdida de su fortuna. Siluetas de guitarras que arrullan columpios y voces angelicales de querubines tuertos. Jamás creyó conocer tantos abismos, tantos vértigos y tantas melancolías como en ese pequeño gran reino de desventura; entendió que la felicidad era tan sugestiva como relativa y que desconoce cuando se limita.

Antes de que se abriera el libro azul, el director estuvo tentado por la demencia en el tiempo en que una mujer maníaca depresiva le contó de la posible incursión militar de los Estados Unidos a su país; la profetiza y multimillonaria, de nombre Nubia Rocío Galvis, tenía un discurso muy bien armado el cual narraba todos los días y dejaba sin concluir para que su sultán quedara con la intriga hasta la próxima sesión. Scheherazada, o mejor Nubia, era una mujer de cuarenta años de edad, de ojos ovalados como canicas, producto de su estrabismo, nariz aguileña y boca simple, sin labios, como una grieta en el desierto. Su piel era seca y más blanca que las sábanas y batas del sanatorio y un cuerpo curvo, seductor, de largas piernas retadoras de la ética de cualquier profesional del área. Había estudiado finanzas y economía en el exterior donde se casó con su profesor de estadística, un italiano obeso con quien duró dos años. Separada de su marido y de su hija fue recluida por su familia materna en la clínica por siete meses. Nubia fue atendida por Manolo del Alba.

Desde la primera sesión impactó por su espontaneidad al referirse a hechos irreales; la seguridad y en momentos las desafiantes posturas con que defendía sus ideologías sorprendieron inexplicablemente al veterano director, quien preocupado más en la persona misma que en el problema, personalizó las pláticas desviando el rumbo convencional de la sanación. La marcada exageración mímica fue un reflejo de sus cambios emocionales, y esa mirada intensa de sagacidad con que refutaba las ínfimas intromisiones del doctor, sumado a la profunda investigación de cifras y agregados que manejaba con relación al alza del dólar y las repercusiones que producía en la moneda de su país —esto ayudado por la sección de economía que leía sagradamente a diario en el periódico más influyente de la Compostela—, la hacía encantadora a los ojos del director. Todo un conjunto de interés.

En una de esas citas, los lunes y miércoles en la tarde, Nubia le comentó de la inminente arremetida y de la imposibilidad para solucionarlo; entonces sugirió que la mejor manera de salvarse de la guerra próxima era la retirada. Lo invitó a dejarlo todo y fugarse con ella en un helicóptero que los conduciría a un lugar tranquilo, donde las balas y proyectiles no llegarían jamás. El doctor Manolo del Alba, casi convencido de los ataques militares abarcó la posibilidad de alejarse, al menos por un tiempo, de los hostigamientos bélicos de los que de hecho el país estaba siendo víctima, aunque estos no eran propiciados por cuerpos internacionales si no por infructuosos grupos de izquierda.

Decidió entonces darle una respuesta definitiva en el término de la próxima sesión, el miércoles a las dos de la tarde en la habitación de Nubia Rocío Galvis, la número 23D. En el tiempo en que la paciente estuvo bajo la observación del director, su mejoría fue cada vez más notoria, al menos antes de ese día final. Sus avances con la ayuda de la rebajada droga suministrada por su segundo visor, el doctor Trino Durán, siquiatra de cabecera, fue siempre un aliciente al estímulo del director del Alba, que veía con muy buenos ojos la salud de su paciente, y con ello se acrecentaban los deseos de compromiso contemplados desde siempre con algo de morbo y contradicción.

El día miércoles, Manolo untó el pañuelo más fino que tenía con su loción favorita —un olor a lavanda fresca como hojas primaverales y tiernas fragancias de jazmín y sándalo— que impregnó el aire del pasillo del ala D. Nervioso entró en la habitación en donde esperaba la mujer con quien se fugaría a un mundo cuerdo y parsimonioso; sentada en la cama de sábanas traslúcidas y frente a la ventana de rejas verticales, Nubia observaba los verdes prados por donde caminaban pacientes que a esa hora salían a pasear en compañía de enfermeras de turno. Sintió el aroma perfumado de su doctor y de inmediato, ingrata se levantó del lecho que la abrigó por más de seis meses. Hablaron un poco de los sucesos que precedían a su fuga y entonces pasó algo que cambió por completo el periplo de su futuro. El cambio temático ocurrió cuando Manolo del Alba preguntó a su paciente por el helicóptero, le dijo:

—¿Dónde tendremos que ir a tomar el helicóptero?

—Usted sólo preocúpese por ese permiso de salida que debe firmar, el helicóptero descenderá justo debajo de nosotros. ¡Mire, mire! ¿lo ve? ¡allí está, pronto a por él! —contestó delirante la mujer, convencida de estar viendo en las formas de un mosco, el helicóptero tras la ventana de su habitación; el insecto batía sus alas como una hélice a gran velocidad y sus ojos exageraban el panorámico del invento mecánico.

Todo esto era referenciado por el estrabismo de su vista y la histeria de su demencia irrendible. Desde entonces el doctor Manolo del Alba olvidó por siempre la dependencia incrédula de la locura con el amor y se aisló para siempre de las posibles tentaciones en las que su decisión podría debilitarse; por otra parte, su carácter informal y abierto se tornó opaco y desconfiado, entre sus colegas se pensó que la doctrina sicológica del director del sanatorio parecía de siquiatra, pues ahora su énfasis y preocupación no era el paciente, si no el problema del mismo.
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* Said Chamie es comunicador social y periodista. Ha escrito libretos para dos seriados de televisión y el guión para el cortometraje Epílogo, del director Gian Carlo Richelmi. Chamie se desempeña en la creación de contenidos para todas las plataformas de comunicación. El presente texto hace parte de su libro electrónico «El Libro Azul».

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