Periodismo Cronopio

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METRALLA, AMOR Y BELGRADO

Por: Juan Manuel Zuluaga Robledo

Existen ocho horas de diferencia entre la zona tórrida y los Balcanes. Hay un enorme océano de distancia entre dos ciudades totalmente disímiles como Medellín y Belgrado, pero que comparten un pasado de violencia sin precedentes y un presente próspero de recuperación.

Se calcula que la capital de Serbia a lo largo de su historia fue semidestruida en nueve ocasiones y la capital antioqueña, en pleno auge del narcoterrorismo, fue catalogada la urbe más violenta del planeta. Por citar algunos conflictos, Belgrado –a principios del siglo XX– fue testigo de conflictos sostenidos entre el agonizante Imperio Otomano y la misma Serbia en compañía de Grecia, Bulgaria y Montenegro. También fue el epicentro de la Primera Guerra Mundial, cuando Austria la consideró su enemiga, luego de la muerte del Archiduque Francisco Fernando. Estuvo herida de muerte, agonizando, cuando Hitler se apoderaba de media Europa y los nazis la invadían sin clemencia. Después de la caída del bloque soviético, fue hostilizada cuando una serie de conflictos, guerras de independencia y problemáticas étnicas, desmembraron a Yugoslavia y la segmentaron en pequeñas porciones.

Si alguien consulta un atlas, de inmediato advierte que Colombia y Serbia están separados por miles y miles de kilómetros de distancia. Sin embargo, eso no fue un problema para que Aída Robledo, mantuviera su relación sentimental con todas esas limitantes, impulsando su voz suave y dulce por una línea telefónica, mientras su novio serbio Vslavko Tepisc, le narraba rigurosamente su rutina diaria que incluía los cruentos bombardeos desatados por la OTAN desde el aire.

Dos meses atrás, en medio de una decisión arriesgada, ella comprobó con sus propios ojos cómo era la vida en una Serbia devastada por la guerra. Luego se separaron y comenzaron un año de conversaciones telefónicas, marcadas por la incertidumbre y el momento ineludible en el que se toman decisiones para toda la vida.

Eso sucedió hace diez años. Es una de las pocas colombianas que habitan en Belgrado. “¿Como llegué a vivir al lugar menos imaginado del mundo? ¿Cómo di yo a parar en Belgrado, una ciudad bastante estigmatizada por su ambiente de Guerra, pero que es una verdadera belleza? Yo sé que fue una locura y en el momento que estuvimos separados, estaba en un estado de total incertidumbre decidiendo sí me quedaba del todo en Medellín o me organizaba con mi novio en Serbia”, comenta Robledo de paseo en su ciudad natal.

Es una mujer delgada, bonita, de rasgos finos; es agradable conversar con ella. Ya está llegando casi a los cuarenta. Tiene una pinta fresca y juvenil. Porta unos jeans descoloridos y a la moda, una chaqueta azul acompañada de una blusa púrpura que bien podría ser creada por una diseñadora de vanguardia y luce un peinado corto de color azabache.
Ya tiene toda una vida establecida en la perla de los Balcanes. Se casó con Vslavko, tienen una hija de 7 años, abandonó el mundo de las matemáticas y la ingeniería para dedicarse a la enseñanza del español en el Instituto Cervantes en pleno centro urbano de la capital serbia.

Su historia tiene todos los ingredientes de una historia de amor signada por la guerra, las dificultades, pero también por el tesón y las ganas de salir adelante. No fue fácil esa primera separación, fue interesante cómo se conocieron en Colombia; vivieron y sufrieron en carne propia la evolución del conflicto de los Balcanes: los tiempos oscuros y represivos de Milosevic y su posterior caída, la crisis económica y la fraternidad de los ciudadanos en medio de la debacle y la conflagración.

Primeros tiempos

En el nordeste antioqueño, a 120 kilómetros de Medellín, comienza este cuento. A mediados de la década de los 90, gracias a sus conocimientos de ingeniera sanitaria, Aída Robledo consiguió trabajo en la Central Hidroeléctrica Porce II. Era una vida exigente, de mucho trabajo en equipo. Allí la convivencia y el trabajo discurrían apacibles en medio de un campamento, un pequeño pueblo habitado por ingenieros y contratistas, erigido en pleno corazón de la hidroeléctrica. Sólo veían civilización cada quince días, cuando las directivas les permitían salir para visitar a sus familiares en Medellín y los municipios aledaños.

A veces se crean estereotipos sobre las gentes del mundo; ideas preconcebidas que no permiten reconocer diversidad en otras latitudes, entonces lo foráneo, lo extranjero, es visto con uniformidad. En muchas ocasiones el imaginario gestado en Latinoamérica sobre los habitantes de Europa Oriental, está estrechamente relacionado con la imagen típica de un hombre caucásico, rubio, alto, de rasgos finos y pulidos. Con 36 años en sus espaldas, Vaslvko Tepisc de Belgrado era la antitesis de esa apreciación: un hombre menudo, moreno, de fenotipo turco que bien puede ser confundido con cualquier latino nacido en la Zona Tórrida y de carácter animado y festivo; todo lo contrario a la imagen de frialdad y a los matices hoscos que se han venido forjando los ciudadanos de los países de la ex cortina de hierro. No es habitual que personas de los Balcanes visiten Colombia y para el serbio, el país resultó toda una maravilla anclada en un paraje tropical.

De inmediato, al llegar a las instalaciones del conglomerado hidroeléctrico, sucedió un flechazo súbito de empatía y química con Aída Robledo. “En la hidroeléctrica, estaban trabajando con una multinacional italiana…entonces llegaron muchos extranjeros entre ellos Vslavko que trabajaba con una empresa de transporte estadounidense. Luego de dos años de vivir en el campamento la relación tomó fuerza y nos fuimos comprometiendo más y más”, comenta Robledo risueña, mientras con la cuenca de su mano se peina un mechón fresa que sale de su frente.
La conversación sigue su curso. Aída mueve las manos como un buen prestidigitador, mientras evoca los primeros momentos con Vslavko Tepics en Colombia. Era Serbia por esa época la estigmatizada. El pobre país europeo azotado por la guerra, por las sanciones económicas, las hambrunas y las bancarrotas. Es una imagen, un karma del que muchos países de la ex Yugoslavia, a la cual pertenecía Serbia en tiempos de Tito, no han podido trascender.

Tanto Serbia y Colombia cargan con un peso descomunal en sus hombros: sus problemáticas, sus conflictos bélicos son magnificados en el exterior y buena parte de la humanidad los juzgan bajo esa óptica.
Para Robledo, aquellos cruentos cánceres disipan la imagen de esa nación balcánica pujante, con paisajes exuberantes, poseedora de una población estoica a la hora de sortear situaciones penosas y cuya fraternidad siempre fue el mejor aliado en medio de los bombardeos. Son ignorante sus montañas altas y monumentales que chocan de frente con las corrientes perpetuas del Danubio y del Sava, para luego unirse de lleno en el valle donde descansa la hermosa Belgrado, sobreviviente obstinada de un sinnúmero de guerras. Los afluentes, una vez unidos, forman un bellísimo espectáculo visual engalanado por todo tipo de embarcaciones de río y modernos restaurantes y bares edificados en la ribera que en medio de la noche, se perfilan como sutiles luciérnagas.

Pese a las hostilidades bélicas, Belgrado y otras ciudades como Novi Sad no cuentan con problemas de seguridad, pandillas o atracos en plena calle. Por eso, cuando visitaba el Medellín de ese entonces, para el serbio era peculiar que no pudiera visitar el centro a la medianoche, tal como lo hacía en la vieja Europa. En una ocasión, recién llegado al Hotel Nutibara, en el momento de poner un pie en la calle, uno de los botones lo persuadió para que abandonara su travesía nocturna por el Parque de Berrio.

El tiempo corrió y dos años antes de terminarse el pasado milenio, Vaslvko se vio obligado a separarse de Aída, pues su contrato en Porce ya había finiquitado. El dinero escaseaba y no quedaba otro camino que regresar a su país, en uno de los momentos más dramáticos de su historia, pues Serbia respiraba profundo, suspiraba y se preparaba para sufrir hondo y fuerte con el conflicto de Kosovo, desatado por la intransigencia y las ideas ultranacionalistas y xenófobas del régimen de Milosevic que ya llegaba a los tiempos de su ocaso. Vaslvko Tepics terminó sus labores en la hidroeléctrica, hizo su equipaje y se despidió de Aída en el aeropuerto José María Córdoba con una invitación que le cambiaría radicalmente la vida: visitarlo en Belgrado y probar cómo era la vida allí, mientras la ciudad se resquebrajaba y quedaba sumida en una de sus peores crisis.

¡Serbia te da la bienvenida!

Aída Robledo prepara café en la pequeña cocina en la casa de su mamá ubicada en la Carrera 70, cerca de las pistas del aeropuerto Olaya Herrera, entonces el agradable olor desborda toda la vivienda. Recuerda el momento del reencuentro en 1998 y su primer contacto con Belgrado. “En la ciudad todavía estaban vigentes las sanciones impuestas por la Unión Europea contra el gobierno de Milosevic y se respiraba una crisis económica aguda. Las construcciones renacentistas y republicanas estaban prácticamente en ruinas, las bombas de gasolina estaban paralizadas y el combustible se negociaba a precios altísimos en casas y talleres…los supermercados habían quebrado; la gente en el mercado público, hacía filas largas que se extendían por las manzanas para poder adquirir alimentos de primera necesidad”, rememora Robledo mientras ofrece el hirviente líquido negro en una taza.
Todavía están latentes los recuerdos en su vida, de ese primer viaje al corazón balcánico. El Belgrado de esa época era una población anclada en un marasmo de niebla perpetua, signada por un ambiente oscuro y opresivo. Pese a las dificultades, los serbios no se dejaban desanimar y todas las noches colmaban los bares-restaurantes al lado del gran río, haciendo bacas entre los amigos para pagar las cuentas astronómicas, mientras ignoraban sus penurias económicas y los conflictos sociales padecidos.

Todavía no había estallado el conflicto étnico y bélico en el territorio albano kosovar. Eran los tiempos previos a la cacería de brujas fraguada por el establecimiento decadente de Milosevic, cuando lo musulmán era visto como una lacra a extirpar, como una cultura nociva para los intereses serbios. Eran los tiempos previos a los bombardeos absurdos de la OTAN. Pero eran los tiempos posteriores a la gran confrontación de principios de los 90, donde las pequeñas naciones que emergieron del conflicto –incluida Serbia– mantenían sus débiles democracias al vaivén de las hambrunas y los problemas socioeconómicos.
Aída toma aire, se para de la silla de caoba con su figura atlética y estilizada y retrocede su mente diez años atrás. “Yo recuerdo que en las calles de Belgrado, una inflación altísima; eso se reflejaba en la circulación de billetes en las calles, cuya denominación podía llegar a los 10 millones de dinares, la moneda local del país”.

Transcurrieron tres meses de feliz convivencia y mientras la relación se afianzaba, Aída se fascinaba con Belgrado, su gente estoica y trabajadora, los edificios vetustos pero majestuosos y la esplendorosa conjunción hídrica del Danubio y el Sava. Pero no todo es color de rosa y de nuevo surcaban los fantasmas de la separación: Robledo debía regresar a Medellín a reintegrarse a sus actividades laborales. Entonces en el aeropuerto Nikola Tesla, sucedía un nuevo episodio de lágrimas, besos, abrazos y sentimientos encontrados antes de abordar el avión. Había muchas cosas en qué pensar; cada uno se sumergiría otra vez en sus respectivas culturas y costumbres y llegaría un momento radical en la vida de la ingeniera sanitaria: quedarse en el Valle de Aburrá o establecerse para siempre en la fascinante y contradictoria capital de Serbia.

La distancia y los bombardeos

Un enjambre de aviones vuela a baja altura y avanza en picada. Entonces comienzan a sembrar el terror al dejar caer las cruentas bombas sobre una población que ya ha pasado por ese mismo infierno desde las viejas épocas del Imperio Otomano, desde la primera gran guerra del siglo XX. Ahora el pandemonio se extiende y desplaza sus tentáculos mortíferos en pleno 1998. Son las 6:00 de la tarde, el cielo cobrizo y gris está desbordado por las feroces máquinas de guerra. Las corruptas autoridades orquestadas por Milosevic apagan el suministro de energía y al instante, una Belgrado semidestruida, agoniza en medio de la oscuridad más profunda.
Las bombas comienzan a caer por todas partes: en los antiguos y decimonónicos edificios residenciales, en las construcciones lúgubres, grises y uniformes, propias del periodo soviético, en las calles donde generan cráteres de enorme envergadura. Tampoco se salvan los hogares geriátricos y los hospitales infantiles y de maternidad donde reposan los niños que en cuestión de segundos serán borrados y despojados de sus cortas vidas. Entonces una serie de alarmas se activan, suenan como un ensordecedora sinfónica de cigarras, como el intermedio de violines de ‘A Day in the life’ de los Beatles pero en una versión macabra. Por los parlantes las voces desgarradas de los oficiales invitan a la población a los refugios subterráneos construidos en la Segunda Guerra Mundial.

Cada cinco o 6 días, Aída Robledo tomaba sigilosa el auricular. “Yo intentaba llamarlo en el día, antes de los bombardeos… era una situación muy complicada, lloraba mucho…el me narraba todos los detalles de la guerra, inclusive en muchas ocasiones, me contaba que no se metía a los refugios, pues prefería grabar con su cámara de video, desde la azotea, los bombardeos y comprobar con sus propios ojos cómo Belgrado se iba consumiendo poco a poco”.

El reencuentro

Fue un año y medio de incertidumbre, separación y narraciones telefónicas en las que el serbio le narraba la evolución del conflicto. Dos o tres meses antes de la culminación de los bombardeos, Valsvko fue trasladado a Jordania por cuestiones laborales. De repente, ella compró un tiquete, tomó el primer avión con destino al medio oriente, se encontró de nuevo con su novio y decidieron conformar un hogar. A los meses, en Serbia un levantamiento popular congregado en la plaza adyacente al Congreso, derrocaba a Milosevic, despojándolo de once años de infame gobierno. Asimismo el Parlamento también era disuelto.

Una vez terminado el contrato en Jordania, se establecieron de nuevo en Belgrado y comenzaron a forjar un hogar. Aída está felizmente casada, es una profesora reconocida de español en el Instituto Cervantes y ha cosechado una buena amistad con algunas mujeres peruanas que viajaron igual que ella desde América Latina, para conformar un hogar en la Perla de los Balcanes. Aída ha sido testigo de una recuperación significativa en suelo serbio: el país ya goza de una nueva infraestructura en el sector rural y urbano, los muchachos reciben educación gratis hasta la universidad y la gente sigue luchando como titanes ante las dificultades económicas de la actual crisis mundial. Robledo ha sido una testigo fidedigna de algunos cambios políticos como las independencias de Montenegro y Kosovo. Le tocó vivir el clima de estupor frente al asesinato de Zoran Djindjic, primer presidente democrático del país. “La gente es indiferente frente a la política, frente a temas espinosos como la separación de Kosovo…la gente quedó hastiada de guerras y corrupción… lo que la gente quiere es seguir con sus vidas, vivir y dejar vivir”.
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