Literatura Cronopio

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UN AFFAIRE CON LA RUBIA DE LA LIBRERÍA

Por Miguel Alavalcivar*

Estoy seguro que sonará a carreta vieja, pero no miento, era un día nublado otra vez, salí a comprar un paquete de cigarrillos en la media hora que la oficina me permite, y en el regreso y con el cigarro entre los dientes me detiene una rubia con minifalda y una blusa negra que hacia contraste con su piel transparente; todo esto después que me hacia el tonto ojeando los libros y mirando de reojo a la rubia que estaba guapa, buena y guapa.
Se me acerca y me dice: caballero, ¿puede ayudarme con una encuesta? Obviamente respondí que sí, yo que no soy de encuestas, qué importa, a ella lo que sea.

—¿Cómo califica la educación en Ecuador?
—¿En general? Pésima.
—¿Hay aquí algún libro que aun no ha encontrado y le gustaría encontrar?
—Si, «La Nausea» y «El mundo contado al revés» (…)
—¿Me ayuda con su nombre?
—Miguel Alavalcivar
—¿Álava Alcivar?
—No, no escuchó usted bien, Miguel Alavalcivar, todo junto.
—Disculpe pero el humo del cigarrillo me pone nerviosa. (Sonríe)

—¿Y su número telefónico? (…)
Se lo di completito, y empezamos a charlar de poesía, me dijo saber de quien era La Nausea —pero el otro que nombraste no lo conozco —mejor, dije yo, no es necesario.
—¿Y vos a que te dedicás?
—Trabajo aquí por la tarde, en la mañana salgo a tomar fotos o me quedo en casa trabajando, soy fotógrafa.

Me contaba de su vida mientras yo no paraba de fumar, y así nos fuimos conociendo, hasta vernos en un ‘meneage a trois’: ella yo y la cama; que luego de hacer el amor tan descarriadamente dejaba un olor a sábanas sucias y nicotina, y la miraba con los ojos cerrados y ella se quedaba muda, mirándome como arrepentida, mucho.

Y en ese vaivén pasamos dos meses, en donde cada cita era en su departamento entre las calles Nueve de Octubre y Boyacá; la rubia austera que dividía su tiempo entre los libros, la librería y el escritor. Nunca supe si detrás de mí había otro, aunque siempre lo sospeché, porque en el ‘placard’ dejaba siempre escondida una foto junto a la caja de condones apolillados que nunca usamos porque no queríamos luchar enmascarados en cualquier lugar o cama.

Me pasaba por debajo de la caja los libros de Baudelaire y Rimbaud, los de Borges, los de Sartre; creo que quería verme muerto, pero me ahorraba muchos dólares con eso, a pesar de que el tiempo y mi trabajo no me dejaban más de unas dos horas diarias para leer, cosa que me parecía muy poco tomando en cuenta que era mi oficio.

Cuando queríamos salirnos de la rutina del café en el barrio Urdesa, nos íbamos a eso de las cinco de la tarde al muelle por unas cervezas, ahí donde el paso peatonal que cruza por encima al puente Cinco de Junio se hace una serpiente y con el sol muriendo en pleno ocaso se asemeja a un arco iris artificial. Tenía unos ojos de gata, que se mojaban cuando la tocaba y le pasaba mi lengua por la cicatriz en su espalda o cuando le rozaba el pezón izquierdo en eso que la gente llama sexo vulgar, pero qué sabrán ellos de arte, che… diría Cortázar.

Ella me adoptó en su ‘depar’ cuando no tenía donde ir, después de la oficina era mi refugio, donde fumábamos hachís y dibujábamos con las colillas de los cigarrillos en la pared donde tenia un poster de John Lennon y la Plastic Ono Band, también periódicos con noticias de arte.

Una vez sentados en la vereda soñábamos con irnos a Montevideo y conocer a Eduardo Galeano, tomar unos mates y fumar hasta que no haya de dónde; era tan fetiche y solía sacarme de quicio cuando salía a flote su personalidad bipolar, o cuando no quería que hiciéramos el amor porque estaba deprimida por el mal día en la librería, y con eso yo aprendí a quererla, porque me hacía hombre y me escondía de la KGB o de la DEA. En las cortinas de la ducha donde una tarde con agua tibia me instó a inyectarme cocaína a lo Sherlock Holmes, pero le dije que no, no quería nada, sólo tenerla encorvada con el agua cayendo por su pelo y jugando a la resbaladera con su espalda, una de tantas veces en que parecíamos Oz y martillo comunista, vaya manera de conocer el amor.

Siempre y cada que podía me enfrentaba diciendo y recriminando que yo era un tipo insociable; y es allí cuando yo razonaba que no era necesario serlo, que existimos hombres de otros lados, sin medida, y que a la larga trazaremos el camino que otros por cobardía no han trazado nunca, y que sin duda seguirán como rebaño.

La rubia de la biblioteca me despedazaba con cada acusación, pero sabia amarme cuando era el momento.

Se peinaba con la brisa que caía en Guayaquil, aunque era julio y nadie sabia porqué llovía, es verano y cuando es verano no llueve, no hay humedad, cuando es verano acá es nuestro invierno, deciros esto porque quizás no lo sepan.

La rubia se peinaba despacio mientras me miraba con el ‘espresso’ en la mano y el cigarro en la boca, ella sólo me miraba y no hablaba por minutos. Quizás como sabiendo que pronto se iría y que todo esto sólo serviría para escribirlo o recordarlo en una pared de cocina.

Era excitante tenerla así: con la bufanda roja propia de los comunistas, y ella era más roja que yo, una bolchevique completa, una marxista, era la Tamara Bunker de este Che.

Aficionada a la fotografía, la acompañaba hasta el parque de las iguanas donde sacaba fotos los domingos por la tarde; yo me sentaba en un banquito de metal y fumaba unos cigarrillos mientras ella hacía su trabajo, en consecuencia me acompañaba hasta la librería central donde leía a Sartre por horas; todo fue complemento, todo.

El sexo para mí era un cuarto escondido en un hotel anónimo, sin caer en la petulancia masculina, confieso que tuve opción de irme a la cama con más de una, pero sólo la rubia era quien me interesaba, a veces las otras pensaban que quizás yo no sabia hacerlo y por miedo a no complacerlas nunca coordinábamos nada, pero no era así, yo las rechazaba porque sólo la rubia me excitaba el cuerpo y el corazón coraza que tengo, sólo ella.
Y pensar que nos conocimos con preguntas y respuestas, y yo que nunca respondía con la verdad, porque sentía que me dejaban sin algo; y no es que yo sea un irresponsable, es este mundo el que me provoca asco y no me inspira absolutamente nada. Soy una bomba molotov esperando a que alguien me lance a la hoguera, y la rubia de la librería lo hizo.
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* Miguel Alavalcivar es escritor ecuatoriano (Portoviejo, 1988). Es estudiante de Filosofía de la homónima Facultad de la Universidad de Guayaquil. Publica su primera novela y poemario, ambos de producción clandestina: Universos Paralelos en 2004 y, Amada inmortal en 2005. Cuentista en asunción, de estilo simple y dialecto cotidiano, puede confundirse fácilmente entre los poetas decapitados de los años veinte. Inconfundible su puño, recargada su letra, su accionar sobre la hoja entrega al lector la capacidad de descubrirse a si mismo dentro de cada palabra. Publicaciones recientes: El mundo, contado al revés (2009) Prozac: un libro a cuatro manos (2010).

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