Literatura Cronopio

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EL CASO REINALDO ARENAS

Por Orlando Arroyave Álvarez*

El escritor cubano Reinaldo Arenas se suicida el 7 de diciembre, del año 90, en su apartamento de Nueva York.  En su carta última, dada a los amigos, explica que se suicida «debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que siento al no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba».  En esta carta Arenas escribe que en los últimos años estaba tan enfermo que creía no poder terminar su obra literaria a la que le había dedicado 30 años de su vida.

Además de este adiós como creador, Arenas escribe su último manifiesto contra su némesis, Fidel Castro. Su existencia y parte de su gloria, sus padecimientos y el uso útil de su rebeldía, estaba marcada por la sombra de la revolución social cubana, con su caudillismo y su autoritarismo moral y político.

En su decisión, escribe, solo hay un responsable: Fidel Castro. Enumera los cargos atropelladamente y despojándose inútilmente de su destino: los «sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y las enfermedades que haya podido contraer en el destierro seguramente no las hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país».

Antes de poner su firma, escribe, con la frágil estética que da el eslogan: «Cuba será libre. Yo ya los soy».

Después de la firma, un mandato: su carta debía ser publicada. Luego tomará  varias pastillas alucinógenas con alcohol.

Esa carta suele aparecer al final de su libro ‘Antes que anochezca’. Libro que reconstruye la historia de un niño, de un adolescente revolucionario y un escritor que vivió bajo el manto glacial de dos tiranías, y quien padecería, por sus juegos literarios, sus irreverencias y furores sexuales, la prisión, el desarraigo, el exilio y el olvido o desprecio oficial a su obra.

Arenas vivió bajo la tiranía de Batista, un gobernante conservador, una pobre imitación de gringo acaudalado, despreciado por la burguesía por ser un «negro»; y la de Fidel Castro, el místico materialista, admirado hasta por la burguesía cubana y el Jet Set internacional, en los albores de lucha, por ser hijo de un hacendado español, educado en escuela de jesuitas y, ante todo, blanco y héroe revolucionario.

En su niñez y adolescencia padeció Reinaldo la tiranía de Fulgencio Batista, quien gobernó en dos períodos a Cuba, entre 1940–1944, y luego entre 1952–1958. En su segundo gobierno Batista representó con honores el papel de tirano tropical; se torturaban, quemaban a hombres vivos, mataban a campesinos, obreros, opositores, estudiantes.

El régimen de este inculto, frívolo  y corrupto tirano, alentó la imaginación de un pueblo que aspiraba el advenimiento de un héroe nacional, otro José Martí, que diera una identidad y dignidad colectiva, enturbiada por la tiranía de Batista.

La noche antes de abandonar el poder, con sus millones de dólares protegidos, dio una fiesta en el Tropicana. En su exilio de tirano millonarios afirmaba que «entré por la posta, salí por la pista y dejé la peste».

Arenas nació en 1943, bajo el reino incipiente, de autoritarismo bonachón de Batista.
La madre de Reinaldo, una mujer bella y sola, es abandonada por su esposo después de tres meses de convivencia. Ella regresa a la tierra campesina de sus padres, preñada y con hiel en los sueños. El pequeño Reinaldo era «el fruto de su fracaso». La primera cuna de Reinaldo era un hueco en la tierra construido por su abuela.

En la casa se enseñaba al niño una canción de odio al padre ausente: «[…] y en la venganza mató a su padre. / Así hacen los hijos que saben amar».

A ese padre sólo lo vería una vez en su vida. Le dio dos pesos y se marchó. La madre queda aprisionada en su «castidad amarga», en sus ganas de hembra trunca.

En esa casa de campesinos, con más de una docena de mujeres abandonadas (la bisabuela, su madre y las once tías solteras o separadas de sus maridos), el abuelo (un don Juan retirado), y su abuela (quien orinaba de pie), Reinaldo es dejado a su suerte. La existencia del niño Reinaldo «ni siquiera estaba justificada y a nadie le interesaba». Se le consideraba un ser anómalo, solitario y extraño; un niño por fuera del retrato familiar.

Esa infancia, exaltada por el escritor, con un aliento romántico, entre gentes abandonadas, pobres y laboriosas, tenía, sin embargo, un tesoro: la libertad. Rodeado  de montes, árboles, animales y fantasmas («apariciones»), el niño corre por esa tierra campesina, fornica con las gallinas, las puercas o las yeguas, come abundantes trozos de tierra, se baña en el río, atisba entre las alturas de las ramas de los árboles el campo y los hábitos de las gentes, ayuda en las labores de la cosecha, canta canciones infinitas que el niño crea para aquellos paisajes.

Ese niño solitario, se encontraba, sin embargo, con milagros constantes; uno de esos milagros venía del cielo: aguaceros de primavera tropical, que llegaban entre «golpes orquestales cósmicos», como un «inmenso ejército que camina sobre los árboles». El niño Reinaldo se abraza a los árboles, se revuelve en la hierba mojada o construye represas de fango para zambullirse como si fueran lagos.

El agua, que servía a los juegos del niño, arrastra bosques, piedras, muebles de pobres, animales y casas. Al contemplar las turbias aguas que daban esta devastación, el niño Reinaldo quería lanzarse para ser arrastrado por riachuelos de lodo y muerte. Pero el niño dejaba pasar esas aguas revueltas, y se resignaba a empaparse con la lluvia y regresar a la casa, gobernada por su abuela siempre junto al fogón de la cocina.

A ese «campo raquítico», el niño lo puebla de personajes fantásticos y de apariciones: un viejo que le da vueltas a un aro; una vieja con un sombrero enorme y dientes desmesurados;  un perro blanco, que tiene la virtud de la medusa: quien ve sus ojos,  lo petrifica la muerte…

Además de las apariciones y la comunidad sagrada de la abuela con los árboles, plantas y animales, Reinaldo tenía tías que ejercían el oficio de médiums. Un brujo lo curó de la meningitis.

En el río descubre otro milagro. A los seis años, en un paseo con su abuela, ve a una treintena de jóvenes desnudos que se bañan en el río. Esos cuerpos desnudos eran su revelación y su epifanía. A los seis años Reinaldo se maravilla de los chicos al «salir del agua, correr por entre los troncos, subir a las piedras y lanzarse; […] ver esos cuerpos chorreantes, empapados, con los sexos relucientes» (p. 25).

La epifanía: aquellos cuerpos desnudos dan una línea precisa a su destino. Su revelación. Descubre su gran voracidad sexual, una voracidad que lo abarcaba todo. Desde pequeño, además de los animales de la granja de sus abuelos, Reinaldo, siendo un niño, confiesa o recrea, que follaba a los árboles de tallo blando, a los melones, a las calabazas, a las guanábanas. Para Reinaldo, cuando se vive en el campo, se tiene un contacto con un mundo erótico; los árboles, el aire, el agua, la huerta, el jardín o el prado es una sola sinfonía de copulas entre los animales. No existe, para Arenas, la inocencia sexual de los campesinos; es un mito o una idealización.

También es un mundo de crueldades, o de violencias ritualizadas, en que los cerdos son apuñalados con un largo cuchillo que les parte el corazón aún palpitando; antes de que expirasen se les echa alcohol y luego se le prende fuego para eliminar los pelillos que estropean la comida; a las novillas se les clavaba una puntilla en la cabeza para después descuartizarlas; a los toros «se le amarra los testículos con un alambre; […] [luego los depositan sobre un] yunque de hierro encima de una piedra», y al instante, con un martillo o una mandarria, se golpean los testículos hasta «desprenderlos de los tendones y de las conexiones con el resto del cuerpo» (el dolor afloja las muelas de los toros).

Era un niño con una sensibilidad impropia para esos dolores del mundo. Advertía, igual que los poetas, los místicos o los campesinos, que la noche es un «espacio sonoro», poblado de múltiples voces, murmullos, tintineos, con un cielo de luz en movimiento, donde las estrellas radiantes o agónicas se funden con el cielo oscuro. La abuela conocía la posición de las estrellas y daba los nombre que ella había aprendido: la Cruz de Mayo, el Arado, las Siete Cabrillas… A través de las estrellas la abuela podía predecir  los veranos, las tormentas, las sequías.

Además de estrellas, la abuela conocía de hierbas y brebajes; el campo era un lugar sagrado; conocía y trataba con familiaridad a plantas, animales y árboles. A veces interrumpía el paseo por el campo, miraba a un árbol y le preguntaba algo en secreto. Durante una tormenta la abuela abofeteó una palmera, tal vez por «alguna traición, algún olvido».

La abuela reinaba en la noche; congregaba a todos con el pretexto de un dulce, un café, una oración. La cocina y el fogón era el centro de este mundo campesino. Sus historias incluían un hombre que caminaba con la cabeza bajo el brazo, tesoros custodiados por centinelas fantasmas, brujas que lloraban, maldecían, rasguñaban y volaban por entre los tejados.

El momento más literario de toda su vida, escribe Arenas, lo dio su abuela; un  personaje mítico, quien interrumpía sus faenas para conversar con Dios y que hacía cruces de cenizas para conjurar ciclones y granizadas.

Esa vieja tenía para Arenas la «sabiduría de una campesina que había parido catorce hijos». Una mujer analfabeta, que durante más de cincuenta años hizo de comer, cargó leña, cuidó los animales, ayudó a su esposo campesino con la labranza y la cosecha, y soportó golpes e infidelidades.

Reinaldo conoció el mar con la abuela. Reinaldo Arenas escribe que es imposible describir ese nuevo milagro, de ver por primera vez el mar; sólo hay una palabra, el mar. (p. 50). El mar estará presente en la obra de Reinaldo Arenas no solo por su poesía y vitalidad, sino, como él mismo lo confiesa, por sus «resonancias eróticas».

Una pasión, tan inspiradora como el mar, fue la política. Esa pasión la tomó del abuelo. El viejo era ateo, antirreligioso, un don Juan retirado, iracundo,  liberal y anticomunista. Afirmaba que el «comunismo era el fin de la civilización, que era algo monstruoso». Su día más feliz fue cuando murió Stalin: «Al fin se murió ese cabrón», exclamó.

El prestigio del abuelo, entre vecinos y parientes, lo daba su habilidad para leer de corrido. Nadie podía interrumpir su lectura en voz alta de la revista ‘Bohemia’, ocupada en difundir múltiples intereses para la sociedad cubana (literatura, política, deportes, noticias) y luchar contra cualquier tiranía, sin excluir el comunismo.

Para la desgracia de los intereses del abuelo, los políticos poco lo tomaban en serio. Reinaldo, sin embargo, tomaría muy en serio la intuición del abuelo; el comunismo no resolvería los problemas de Cuba.

En 1952, Fulgencio Batista, en 1952, da un golpe militar para imponer una represión política y moral. Reinaldo conoce lo que es una dictadura de derecha.

Desde aquellos años de Batista los pobres y los ricos cubanos querían vivir en Estados Unidos. A veces llegaban fotos de parientes que vivían en Miami. Como las del Argelio, tío materno de Reinaldo Arenas, quien aparecía fotografiado maniobrando una lujosa lancha, sin que la velocidad y viento estropearan su impecable peinado. Luego Reinaldo descubriría que aquella imagen era el efecto de un truco. Un estudio fotográfico hacía la imagen al gusto del comprador; sentaban al cliente en una lancha de cartón, con un reluciente mar de cartón, le acomodaban el peinado y, ‘click’, y ya estaba lista la foto para los familiares que vivían en Cuba.

Esas ganas de encontrar paraísos, aunque fueran de cartón, lo alentaban dos tradiciones cubanas (y presentes en toda América Latina): la represión política y la miseria.

La miseria arrojó al niño de su paraíso; los abuelos venden la finca a un yerno batistiano. La familia se instala en Holguín. Un pueblo «chato, comercial, cuadrado, […] [sin] misterio […] [o] personalidad». Se asemejaba a un cementerio, custodiado, en el alto de una loma, por un gran Cristo. En esa cruz un hombre se había ahorcado. Reinaldo prometió irse de ese pueblo con casas apiñadas como tumbas.

Con la paga como obrero en una fábrica de dulces en Holguín, dedica un poco unas monedas para ir al cine. Los teatros eran los únicos lugares mágicos de este pueblo que mataba la esperanza. Bajo el embrujo de las películas mejicanas y norteamericanas escribe sus primeras novelas en una máquina de escribir; cada noche se escribe novelas que copian películas melodramáticas y tristes. Mientras construía las cajas de madera para los dulces, pensaba en sus «enormes y horribles» novelas.

También las radionovelas que escuchaban las tías y la madre marcaron los argumentos de sus novelas escritas a los trece años.

Trató, como buen muchacho de pueblo, aunque no fuese creyente, de sofocar esa epifanía de los hombres desnudos con sus sexos relucientes; así que, escribe Arenas, «engolé la voz, puse cara de guapo y aumenté el número de mis novias».

Las navidades de 1957 fueron de asesinatos y de la militarización de la vida pública y privada en Cuba. En la montaña ya estaban los rebeldes. En los pueblos y ciudades las fuerzas irregulares y regulares de Batista mataban a estudiantes, miembros del Movimiento 26 de Julio o simpatizantes de Fidel Castro. Las fuerzas militares y paramilitares (larga tradición en América Latina) asesinaban y torturaban, y los cuerpos eran arrojados a una cuneta para espantar futuras simpatías.

Por el lado de las tropas castristas había pocas bajas. En palabras de Reinaldo Arenas, nunca hubo propiamente una guerra. Fueron más combates míticos que reales. Fidel había ganado una «guerra sin que la misma se hubiese llevado a cabo», escribe.

Se apoyaba a Fidel, pero como «reacción casi unánime de un pueblo contra un dictador». Hasta el ‘New York Times’ alababa a Castro. El odio a Batista hacía que las gentes del común hicieran sabotajes, pusieran la bandera del Movimiento 26 de Julio y pregonaran que los rebeldes eran miles, inflando el mito  y el número.

Según Arenas, los muertos fueron pocos; pero el mito de la Revolución, que crecía en los labios de Fidel, pregonaría luego que fueron 20.000 muertos. Nadie creía que el reino corrupto y criminal de Batista fuera tan frágil. Luego vendría la leyenda. Fidel Castro baja de la Sierra Maestra con sus hombres. Para entrar a la Habana se suben en tanques de guerra, que no eran suyos, y se pasean como héroes vitoreados por el pueblo agradeciendo la huida del tirano.

La prensa mundial quedó fascinada de esos barbudos hermosos, viriles y jóvenes, que lucían, además de sus fusiles y crucifijos de semillas, «espléndidas melenas».

Reinaldo había participado de esa revolución. Tenía catorce años cuando se enroló en los ejércitos de Fidel Castro. Su vida en Holguín se hacía insoportable: sin electricidad, sin comida, hombres asesinados por las calles y las lomas; no tenía otra salida que unirse a las fuerzas combatientes.

Su corta participación como soldado de la Revolución Cubana fue haciendo las labores domésticas entre las tropas: fabricando municiones, cocinando, cargando agua, buscando leña.

Esa revolución luego sería su enemiga, la sombra que guiaría su obra. Así como Stalin tuvo como enemigos de su régimen a escritores como Mijaíl Bulgakov o Vasili Grossman, no es desproporcionado afirmar que Reinaldo Arenas, más que los escritores exiliados como Cabrera Infante, fue, junto con Virgilio Piñera, un escritor incómodo, demasiado obscenos y extraños para la cultura cubana.

Su desconfianza comenzó luego del triunfo de las huestes castristas. Junto al estruendo y la algazara revolucionaria, llegó el nuevo terror. La revolución liberó a la jauría. Se daba caza a los enemigos. Se les acorralaba, linchaba o mataba con un tiro en la cabeza. No había tiempo de juicios. Había que eliminar el antiguo régimen. Luego vendrían los tribunales revolucionarios; los fusilamientos eran más expeditos. Las delaciones, ciertas o inciertas, eran sentencias de muerte que los jueces revolucionarios ejecutaban con patriotismo. Los juicios eran representaciones teatrales donde la gente se reía mientras fusilaban a cualquier pobre diablo. Los juicios se transmitían por televisión. No importaba quien muriera. «Ahora, escribe Arenas, morían muchas más gentes que las que murieron en aquella guerra que nunca ocurrió».  Los fusilamientos y los crímenes se hacían en nombre de la justicia y la libertad, y como mandato del pueblo, que participaba con entusiasmo de esa ordalía.

En 1960, más de un millón de personas corearon en la plaza, ¡paredón, paredón¡, consigna de muerte para los esbirros que aun quedaban de Batista y demás contrarrevolucionarios.

Reinaldo Arenas se integra, en esos primeros años, a la Revolución Cubana; comparte, al igual que otros jóvenes intelectuales, los ideales de ese movimiento social, cultural y político. Igualmente comparte los prejuicios propios de una sociedad machista.

Los actos homoeróticos eran castigados con expulsión de centros educativos o de movimientos populares o políticos. A veces el castigo incluía el encarcelamiento. Los compañeros que sorprendían a dos chicos teniendo encuentros eróticos y sexuales, se les arrojaban piedras o se les golpeaba. Esa expulsión la acompañaba un expediente que perseguiría por siempre al impúdico; el expediente impedía estudiar en otra escuela.

Después de las depuraciones políticas, se impuso una depuración religiosa, moral. Esa depuración moral implicaba eliminar prácticas homosexuales y simpatías anticomunistas (p. 73).  Había que callar lo uno y lo otro.

Se prefería, además de este puritanismo sexual y político, la disciplina militar. Para obtener un título, por ejemplo el de contador agrícola, había que subir un monte seis veces; «quien no pudiera subirlo, por impedimento físico o por lo que fuese, era considerado un flojo y no podía graduarse». Para la carrera diplomática había que subir el pico veinticinco veces.

El Estado cubano, afirma Arenas, con el apoyo de la Unión Soviética, daba carne importada de Rusia, estudio gratis, vestía y educaba a su modo, presentaba películas como ‘La vida de Lenín’, y, sobre todo, «disponía de nuestro destino».

El destino lleva a los estudiantes a marchar como soldados en la Plaza de la Revolución ante la voz y los gestos de Fidel Castro. La Habana fue el contacto con otro mundo: «multitudinario, inmenso, fascinante». Arenas sintió que era su ciudad.

Reinaldo detestaba esa estética revolucionaria, de marchas, discurso e irresponsabilidades bélicas (como intentar matar al dictador Trujillo en Santo Domingo) y su escasez de jabón, comida y ropa. «Otra vez, escribe Arenas, [como en los tiempos de Batista] nuestra compañera más íntima era el hambre».

Esas carencias se sanaban con la nueva religión; cada uno era un nuevo monje y sacerdote. Esta religión tenía su policía secreta. El stalinismo era el nuevo opio de los pueblos sin esperanzas.

Castro, fiel como ninguno a sí mismo, se declaró como el Máximo Líder, el Fiscal General. Gustaba de juicios teatrales y de efecto mediático. Se oponía a las decisiones de los jueces y enmendaba, según su entender de gobernante, los dictámenes.

En medio de ese mundo marcial y estrecho Arenas seguía con sus pretensiones literarias. Escribía grandes y malos poemas. Seguía siendo, a pesar de las revoluciones y sus adoctrinamientos, «aquel muchacho solitario que se paseaba por el campo, medio desnudo, cantando grandes canciones casi operáticas» (p. 81).

Al compartir los ideales de la Revolución aquel muchacho solitario, todavía pretende regenerarse. Nadie podía hacer pública sus conductas sexuales. En 1963, según Arenas, surgen las primeras prisiones (campos de concentración) para los homosexuales irredentos. La Habana, sin embargo, ofrecía un mundo subterráneo para los gays no integrados a las exigencias puritanas del régimen: la Rampa, Coppelia, el Prado, el malecón, Coney Island de Marianado, los cines, los ómnibus.

Su trabajo en la Biblioteca Nacional, a pesar de su título de contador agrícola, le permitía seguir escribiendo. Cada noche escribe en su vieja máquina Underwood. De allí surge su primera novela ‘Celestino antes del alba’. Novela que recibe la primera mención de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC); la única novela publicada de Reinaldo Arenas en Cuba.

En 1966 su segunda novela, ‘El mundo alucinante’, recibe igualmente la primera mención por parte del jurado de la UNEAC. En esta segunda ocasión el jurado lo conformaban figuras como Virgilio Piñera y Alejo Carpentier. Su mejor y más importante novela no pudo ser publicada en Cuba.

El puritanismo socialista continuaba. Se hacían purgas en las bibliotecas de libros que contuvieran «diversionismos ideológicos». Entre 1964 se intensificaron campañas contra los jóvenes que tuvieran largas melenas y pantalones estrechos. A los homosexuales abiertos, fichados y reincidentes, las autoridades les ponían en el cuello una argolla (locas de argolla), para que la policía pudiera tirar de una especie de garfio y así conducir a los campos de trabajo forzado para reeducar a los remisos. Dentro de esas locas de argolla estaba el escritor Virgilio Piñera, encarcelado y declarado enemigo de la revolución por su espíritu antirromántico y anticomunista.

Esa exclusión se hacía extensiva al quizá mejor escritor cubano del siglo XX, Lezama Lima (quien «tenía el extraño privilegio de irradiar una vitalidad creadora»). Lezama Lima era sospechoso por católico, anticomunista y esteta.

En palabras de Arenas «la belleza bajo un sistema dictatorial es siempre disidente, porque toda dictadura es de por sí antiestética, grotesca; practicarla es para el dictador y sus agentes una actitud escapista o reaccionaria» (p. 113). Para este escritor toda dictadura es casta y antivital. Castro orientaba a las juventudes cubanas incluso cómo deberían vestirse.

Reinaldo Arenas afirma que su generación fue destruida por el régimen comunista. La juventud y vitalidad de esta generación perdida se malgastó en cortes de caña, en guardias inútiles, en oír discursos infinitos de Fidel Castro. La historia política de Cuba es comparada por Arenas como un río revuelto, como el de su infancia, que aniquila todo poco a poco.

Como en todo régimen autoritario existen dos modos de destruir los escritores: persiguiéndolos o colmándolos de prebendas oficiales. Lesama Lima, Piñera y el propio Arenas pertenecieron a los primeros; Alejo Carpentier, Nicolás Guillén y Cintio Vitier a los segundos.

Para contrarrestar ese mundo puritano y disciplinar, Reinaldo afirma que la juventud cubana de los años sesenta se entrega a una especie de rebeldía erótica. Surge, en la sombra, una libertad sexual. Por aquellos años, calcula Arenas, tuvo encuentros sexuales con cinco mil hombres.

Eso no excluía que la policía secreta (los grandes enemigos de la libertad en cualquier sociedad) tuviera relaciones sexuales con jóvenes como Reinaldo Arenas; luego de los escaneos sexuales el policía sacaba su carné de Departamento de Orden Público y arrestaba al maricón.

A finales de los sesenta Arenas no solo es sospechoso de su actividad sexual omnívora, sino que sus escritos se convierten en objetivo de los organismos de seguridad. Sus dos primeras novelas, ‘Celestino antes del alba’ y ‘El mundo alucinante’ (novela prohibida en Cuba), habían sido publicadas en el exterior sin el consentimiento del Estado cubano. Sus manuscritos debían ocultarse para no ser confiscados por los agentes secretos. Amigos extranjeros ayudaban a Arenas a sacar de Cuba sus manuscritos y luego a publicarlos.

El éxito en el extranjero de una novela como ‘El mundo alucinante’, considerada la mejor novela junto a ‘Cien años de soledad’ en Francia, fue negativo para su relación con el gobierno cubano.

Cada novela o libro de cuentos se convirtió en una odisea para su publicación. La policía secreta tenía la obligación de confiscar cada página que escribiera Arenas e impedir que siguiera publicando en el exterior.

Al igual que muchos intelectuales cubanos, al finales de los sesenta, trabajó en la plantación cañera. Un teniente hacía de mayoral y vigilaba a los que denomina Arenas como esclavos. Del exceso de trabajo, lo único liberador eran los encuentros sexuales con los otros esclavos.

En el Primer Congreso de Educación y Cultura, no solo se afianzó la idea en contra de lo que se denominaba «diversionismo ideológico» (las condenas podían llegar hasta ocho años de cárcel), sino que el congreso se ocupó de los actos homosexuales, considerados como patológicos y como expresión de la degeneración burguesa. Quien fuera descubierto realizando estas prácticas se le separaba inmediatamente de su cargo. Los escritores, artistas o dramaturgos homosexuales recibían un telegrama oficial en que se le comunicaba que no reunían las condiciones políticas y morales para ejercer un  cargo estatal.

Quien fuera descubierto in fraganti era humillado públicamente, rapado, esposado y conducido a un campo de caña o cualquier labor agrícola.

En 1973 es arrestado Reinaldo Arenas por prácticas sexuales con menores de edad. Su compañero de aventuras, Coco Salá, fue puesto en libertad; Arenas fue detenido. Durante el caso no solo se le acusó de escándalo público sino que ya había un enorme pliego que incluía los cargos de contrarrevolucionario, de publicar en el extranjero sin consentimiento del Estado. Después se le acusaría de violador y asesino. Entre sus acusadores se encontraba el poeta Nicolás Guillén.

Ya preparaba su huida cuando es apresado. Luego, al igual que su personaje Fray Servando Teresa de Mier, logra escapar de una cárcel, vaga por la Habana y Cuba, intenta suicidarse, pasa tres días subido a un árbol y, finalmente, es detenido por la policía cubana.

La aprensión de Reinaldo Arenas recorre el mundo. Ya en los primeros años de los 70, el escritor es conocido por sus novelas. Es condenado a varios años de cárcel.
En la prisión del Morro fue encerrado con otros presos. No fue encerrado en el pabellón de los homosexuales, quienes se encontraban en galeras subterráneas que llenaban de agua.

Además de las golpizas, el hambre, la crueldad propia de algunos presos, Reinaldo Arenas no podía escribir. Se dedicaba a leer la Ilíada, dar clases de francés y escribía cartas para que los presos enviaran a sus familiares y novias.

Sale de prisión luego que hiciera una confesión firmada, en que se declaraba contrarrevolucionario, se arrepentía de debilidad ideológica y afirmaba que la revolución había sido justa con el escritor. Renegaba, por cobardía, afirma Arenas, su condición de homosexual, de sus libros malditos y de la vida como antirrevolucionario.  Con esta confesión mató su orgullo y su rebeldía.

En 1976 es dejado en libertad. Desde ese momento ocupará, junto a gentes sin oficio, prostitutas, travestis y artistas desclasados, edificios viejos de la Habana. Parte de su mundo ya no está. Muere Lezama Lima y Virgilio Piñera. A pesar de las advertencias retoma la escritura de sus novelas. Para Arenas el oficio de escribir no es un oficio sino una maldición. Logra sacar, por medio de amigos extranjeros, su novela ‘Otra vez el mar’.

En el mes de abril de 1980 un chofer de una ruta lanza su carro con todos sus ocupantes contra la puerta de la embajada del Perú para solicitar asilo político. Los pasajeros también solicitan asilo político. El embajador peruano se negó a entregar a los solicitantes. Fidel Castro retira la escolta de la embajada. Miles y miles de personas ingresan a la embajada peruana para solicitar asilo. Diez mil ochocientas personas ingresaron a la embajada. Cien mil trataban de ingresar.

Para Arenas esta era la primera rebelión en masa contra el régimen castrista. Raúl y Fidel fueron insultados cuando se presentaron a la embajada peruana. El puerto Mariel fue abierto para que muchos de los que quisieran irse de Cuba lo hicieran. Salieron los delincuentes, enfermos mentales, etc. Algunos miles de personas que querían irse de Cuba lograron salir. Muchos fueron asesinados a pedradas. Junto al cuarto de Arenas hicieron una pinta: «Que se vayan los homosexuales, que se vaya la escoria».

A la vez que el gobierno gritaba que se fueron los contrarios al modelo le impedía su partida. Se lo impedía a los profesionales o a los escritores disidentes.

Un cambio de letra en el pasaporte (Arinas, por Arenas), le permite a Reinaldo abordar un barco con rumbo a Miami. Mientras el escritor aborda el barco la policía lo busca por el puerto y el transporte público. 135.000 personas abandonaron por entonces la isla.

En Miami el escritor inicia su exilio. Se encontró, sin embargo, que el «sistema capitalista era también […] sórdido y mercantilista». Allí inicio una nueva lucha, no solo para sobrevivir como escritor sino enfrentándose a los «comunistas de lujo», conformada por una «izquierda festiva y fascista», que se le oponía por considerarlo un enemigo de las luchas cubanas. El exilio cubano también alimentaba una fauna «oportunista, hipócrita y traficante con el dolor» Miami era la caricatura de Cuba.

Su destierro lo lleva a Nueva York. No se sintió extranjero en esta ciudad, si bien le parecía una «enorme fábrica desalmada, sin lugar para acoger al transeúnte que quiera descansar».

Nunca buscó ser ciudadano norteamericano. Se sentía un exiliado, un «fantasma, una sombra de alguien que nunca llega alcanzar su completa realidad». En el destierro no se tiene un país que se represente; «vivimos, escribe, como si nos estuviesen perdonando la vida; siempre a punto de ser rechazados».

Reinaldo Arenas más que un escritor de derecha o de izquierda se consideraba a sí mismo al igual que «un judío que haya sufrido el racismo o un ruso que haya estado en un gulag».

En el exilio es invitado a dar conferencia en más de cuarenta universidades, publica la revista Mariel, escribe algunos de sus últimos libros (sin el fuego que los animaba).

Luego vendrá la enfermedad y la imposibilidad de nuevos encuentros sexuales. En los lugares de ligue Reinaldo ya no existe. Ya no era joven. Este rechazo le hacía sentir que mejor era morir. Pero la enfermedad le daba dolores y cansancios inmensos. Presentía la noche de la muerte. Desde 1987 sabía que moriría; más se había prometido concluir su obra y escribir su autobiografía. Ese fue su último logro como escritor y disidente.

Había logrado el destino propuesto en su poema «Autoepitafio»:

«Mal poeta enamorado de la luna,
No tuvo más fortuna que el espanto;
Y fue suficiente pues como no era un santo
Sabía que la vida es riesgo o abstinencia,
Que toda gran ambición es gran demencia
Y que el más sórdido horror tiene su encanto.

Vivió para vivir que es ver la muerte
Como algo cotidiano a la que apostamos
Un cuerpo espléndido o toda nuestra suerte.
Supo que lo mejor es aquello que dejamos
—precisamente porque nos marchamos—.

Todo lo cotidiano resulta aborrecible,
Sólo hay un lugar para vivir, el imposible.
Conoció la prisión, el ostracismo,
El exilio, las múltiples ofensas
Típicas de la vileza humana;
Pero siempre lo escoltó cierto estoicismo
Que le ayudó a caminar por cuerdas tensas
O a disfrutar del esplendor de la mañana.
Y cuando ya se bamboleaba surgía una ventana
Por la cual se lanzaba al infinito.

No quiso ceremonia, discurso, duelo o grito,
Ni un túmulo de arena donde reposase el esqueleto
(ni después de muerto quiso vivir quieto).
Ordenó que sus cenizas fuesen lanzadas al mar
Donde habrán de fluir constantemente.
No ha perdido la costumbre de soñar:
Espera que en sus aguas se zambulla algún adolescente.

_______________________
* Orlando Arroyave Álvarez es psicólogo de la Universidad de Antioquia. Magíster en Filosofía de la misma universidad. Libretista del programa radial Rock U del Alma Mater. Director de la Revista de Psicología de esa institución universitaria. Gran conocedor de la obra de Foucault. Es autor del libro “Artículos de segunda necesidad”. Se encuentra preparando el libro “Breve apología a las aberraciones y otros escritos”, una recopilación personal de conferencias y escritos sobre psicología, psicoanálisis y filosofía.

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