Literatura Cronopio

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KAELA NOCHE

A Tania Maza, que salió con la idea.
Por Gustavo Arango*

—Luz— grita la mujer dormida
y se despierta cuando el eco de su grito se disuelve en lejanía.
Se incorpora, abre los ojos sorprendida,
cree ver una multitud que la mira.
Cierra los ojos, sacude la cabeza, vuelve a abrir los ojos y dice:
«Creí  ver una multitud que me miraba».

«Pero no hay nadie. Ustedes no existen. Aquí sólo estoy yo, sola estoy yo, esperando la llegada de una amiga».

Se queja, se levanta de la cama, apoya una mano en la cintura, camina a la cocina.
«¿El otro habrá llegado anoche? Mejor le preparo el desayuno».
Mueve cosas, dispone.

«Sé muy bien cómo le gusta el desayuno. Le he dado desayunos desde que vino al mundo».
«Antes sabía si había llegado porque velaba, no respiraba, esperando los crujidos del peldaño de madera».

«A veces él burlaba esa alarma y lograba llegar hasta la puerta sin hacer ruido. Pero una puerta es una puerta, trata siempre de serle fiel a los que están detrás de ella. Esto es mucho más cierto si hay adentro una mujer; la puerta es una extensión de su cuerpo. Soy parte de esa puerta desde que yo y su padre hicimos de esta casa nuestro destino».

«Pero parece haber conseguido que la puerta sea su cómplice. Ya ni me entero si vino o no vino. Cuando menos pienso lo veo salir del cuarto y me toca correr a prepararle el desayuno».

«Se cansó después del tercer hijo. El padre, digo. Siguió mandando de regreso a casa una copia suya de gesto agobiado que no se daba cuenta de todo el ruido que hacía con esa puerta».

«La suerte de este último fue no tenerlo cerca».
«El primero… —el desayuno está dispuesto––…tenía que morir como murió su padre, tenía el tiro en la cabeza desde antes de que el padre se viniera».

Se sienta en la mesa a esperar. Tamborilea.
«Parece que no vino», le susurra a la ausencia.
Vuelve al tono habitual: «El segundo salió corriendo y todavía no ha parado. Las últimas postales llegaron de Sri Lanka».
Vuelve a mirar hacia la puerta cerrada del cuarto.
«No vino. Tampoco vino».

Grita: «Luz».
Nada pasa.
«Siempre se me olvida el otro nombre de Luz. ¿Luz Patricia? ¿Luz Emilia? ¿Luz lunar?»
«Lo tengo aquí en la punta de la lengua. ¿Será que alcanzan a ver?»
«¿Alguna vez han tratado de verse la punta de la lengua? Es una tarea casi imposible. Claro que algo es algo. La punta de la lengua es algo, aunque el nombre que uno busca no se vea. ¿Pero imaginen las orejas? ¿Quién de ustedes se ha visto las orejas? No me digan que las vieron. Sólo vieron su reflejo. Nadie ha visto una oreja suya como observa o muerde la oreja de cualquier otro».
Se ve aburrida. Tamborilea.

«Y siga por ahí. La nuca. La espalda, para darle un buen masaje. Los dientes. Los ojos. El fondo de la nariz».
«Así que no me apuren, que no he podido acordarme del otro nombre de Luz. Luz Eugenia, Luz Adriana, Mariluz…»

«El tercero parece que no vino. Pobrecito. Parece un ratoncito, en busca de una entrepierna como quien busca una madriguera».
«Pero nunca va a encontrarla».
«Luz Hortensia, Luz Inmensa, Luz Cautiva».
«Si estuviera se habría despertado con mis gritos… Y ya esto está más frío que el infierno».
Lo arroja a la basura. Vuelve a sentarse en la mesa.
«Si tuviera un perro le daría ese desayuno, pero sólo tengo un gato… y ese gato es grosero y está castigado».

Vuelve a mirar al cuarto. Mira la puerta de la casa.
«A lo mejor viene a buscar almuerzo. Mejor preparo algo. Sé lo que le gusta. Le he dado almuerzos desde años antes de que existiera, su estómago lo recibió de su padre y se revela con las mismas comidas».
Vuelve a mirar a la ausencia.
«¿Qué les estaba diciendo?»
«Perdón. Qué falta de educación. Ni siquiera me he presentado».
«Bueno. Es posible que no sea necesario que me presente. Si ustedes son las ánimas deben saber muy bien que me llamo Amarna…»
«Amarna».
«¿No sabían? Qué espíritus tan despistados».
«Me gusta mi nombre; es la mejor parte de mi vida».
«Yo sé que nadie se llama Amarna. Sé muy bien cómo se sintieron todos los que alguna vez estrenaron nombre. El primer Ludovico, la primera Beatriz, el primer Wenceslao».
«Yo soy la primera Amarna».

Se acerca a la ausencia. Saluda de mano.
«Amarna Encantada. Amarna Mucho Gusto. Amarna Para Servirle. Amarna el Gusto es Mio. Amarna. Amarna. Amarna. Amarna…»
Y a lo lejos, al último del fondo: «Mucho gusto, mi nombre es Amarna».

Corre de regreso a la cocina.
«Por su culpa casi se me quema el almuerzo».
Huele la olla.
«Con el estómago que tiene, ojalá no venga a almorzar».
«En fin, mejor le sirvo y dejo el plato tapado sobre la mesa».
Se sienta de nuevo a tamborilear.
«El gatico me lo regaló para que lo perdonara por traer una puta a la casa».
« ‘Ponga ese animal en el patio’, le dije sin mostrarle gratitud; ‘¿…y el otro animal por qué no se lo corta?»
«Parece que está buscando que se le caiga poquito a polvo».
«Estaba tan enojada que ahí mismo le dije que el animal se llamaría Lucifer».
«Ahora que lo pienso, tal vez no me llamo Amarna».
«¿No les pasa?,  ¿qué se olvidan de sus nombres?»
«A mí se me olvida todo últimamente».

Se detiene. Arruga el ceño.
«¿Qué era lo que les decía?»
Espera a que le ayuden.
«Ah, sí. Les decía que no estoy muy segura de llamarme Lavinia».
Sigue esperando ayuda.
«¿Cómo fue que dijo? Amarga, su abuela… Amarna. Eso mismo; Amarna».
«¿No les pasa que se olvidan de su nombres?»
«A mí a veces se me escapan superficies de palabras. Tengo la musiquita, casi es posible adivinar la posición de las vocales; pero nada, sólo la musiquita. Así que la musiquita me decía que mi nombre era algo así como ta tá–ta… ¿ o será ta tí–ta?… y escarbé y escarbé hasta que me quedó gustando Amarna».

Vuelve a mirar a la puerta.
«Menos mal no vino», y agrega en secreto, señalando hacia el plato: «Le habría hecho daño».
Arroja la comida. Se escucha un rugido.
«Oigan ese bicho. Tiene hambre, lo entiendo. Castigo es castigo».
«Luz Mery. Luz Dary. Luz Inés».
«La Luz es mi amiga, no debe tardar».

Vuelve a la mesa y espera.
«En el mundo ha habido muchos holocaustos. El último ocurrió ante nuestros ojos. ¿Ustedes hicieron algo…?»
«¿Qué era lo que iba a decirles?»
«Ah, sí. Les decía que ha crecido tanto. Recuerdo cuando lo ponía en mi regazo y le acercaba la coquita de la leche para que tomara. La última vez que intenté alzarlo me dio un dolor tan tremendo que me duró como tres días».

Mira de nuevo a la ausencia, su mirada ahora se pierde en lejanía:
«Oye, tú. Sí, tú mismo…  Dile a Aurelia que traiga los libros de Braulia».
Se recuerda en su casa, reconoce el rugido.
«Ahora se pasa casi todo el tiempo en el patio de atrás, dormitando entre las matas».
« ¿Que qué? ¿Que cómo estoy? Los riñones están muy quejumbrosos, la laringe es dolor hecho sonido, la bombita pregunta por qué tanta prisa y los fuelles suspiran y se vuelven a inflar. ¿…and you? ¿How are you?»
También hablo inglés. Mi abuela jamaiquina me enseñó una historia en inglés. Se llama «The Shy brunnette».
«Once upon a time in Andalucía lived a beautiful brunette who was very shy at first, but then, afterwards, she ain’t».

Mira en dirección al patio.
«A veces, cuando voy por el pasillo y nos cruzamos, me toca arrimarme a la pared para darle paso.  ¡Ha crecido tanto!»
«Luz perpetua, Lux Aurumque, Luz Adriana, Luciadés».

Se levanta, mira hacia arriba a través de la ventana.
«Cae la noche…»
Regresa hasta la mesa pensativa.
Se detiene.
Le sonríe a una ocurrencia.
«Amarna, quiero decir. Mi nombre es Amarna».
«Mejor le preparo la cena, debe estar agonizante».
—Luz Marina. Luz Helena. Luz Ruth.
«Cómo puede haber gente que se llame Ruth. Es como un carro con problemas en el mofle: Rrrruuuttt t th hh».

Lleva el plato a la mesa. Tamborilea.
«Dios está hecho de miradas tristes».
«La última vez casi me arranca el brazo», levanta la manga del vestido, muestra los rasguños.
«Por eso lo tengo castigado».
«Pero, claro, qué dijeron… qué injusticia, qué pecado».
«Cada vez que presentan esta obra me pasa lo mismo. Terminan por convencerme».
«Y a mí, dicen todos…, a mí que me coma el tigre… ¿o será el león? Ya se me olvidó».

Mira hacia el pasillo.
«Mírenlo ahí está».
Arroja la cena en la basura. Saca la bolsa de la caneca de la basura. Agrega molesta y aclaratoria:
«No se preocupen, aquí sólo hay comida. Tan considerados. ¿Por qué no le llevan ustedes la comida?»

Camina hacia el patio, se detiene, se dirige a la ausencia:
«No se vayan. Ya vuelvo. Si Dios me da vida, vuelvo».
Se aleja llamando a gritos: «Luz Uzuz»
Se escuchan los rugidos más seguidos.
«Luz Kiwi, Merluza, Luz Mordaz, Luz yayay…».
Ahora sólo hay silencio y oscuridad.
Poco después se observa una lucecita que viene por el pasillo desde el patio.
La mujer trae una vela encendida en la mano, camina lentamente, se dirige a la ausencia:
«Ya estoy muerta, lo juro».
Sonríe suplicante.
«¿Me dejan seguir con ustedes?»
Esgrime la más dulce mirada de niña.
«Vamos. No sean malos. ¿Me dejan? ¿Me llevan?»
«Hay un montón de historias que quiero contarles…».
Y apaga el fuego de la vela.
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* Gustavo Arango es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad del Estado de Nueva York, sede Oneonta. Es Comunicador Social de la UPB y recibió los títulos de Master of Arts y PhD en Literatura de la Universidad de Rutgers (New Jersey). Es autor de varios libros de cuentos y novelas, entre ellas El país de los árboles locos y El origen del mundo, finalista del Premio Herralde 2007. Como periodista, fue editor del suplemento Dominical del diario El Universal de Cartagena y recibió el Premio Simón Bolívar en 1992. Ha publicado varias recopilaciones de sus crónicas y artículos de opinión, así como los libros de investigación periodística Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal y Un tal Cortázar.

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