Especial Cortazar Cronopio

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MILAGRO EN LA BIBLIOTECA

Por Gustavo Arango

“Al fin y al cabo un órgano no es nada más que un acordeón visto con una lupa”.
Julio Cortázar (manuscrito hallado en un libro)

Como el hombre al que despiertan sus ronquidos, el sujeto regresó sobresaltado a su vagón en el tren. Supo que estaba hablando dormido porque la última frase todavía resonaba en sus oídos: “con cuántas cae un pobre pecador”.  Comprobó que, en el sueño, el golpeteo del tren contra los rieles se había transformado en el sonido de su corazón. Sintió la irritación de los ojos, el cansancio acumulado de la noche en vela, la intoxicación incipiente con el pollo de origen inescrutable. Miró la multitud reflejada en el cristal del frente, recordó que los espejos oscuros servían para explorar el misterio, comprobó –y lo sorprendió la falta de sorpresa al comprobarlo– que salvo los reflejos no había nadie en el vagón. Entonces se dejó arrastrar hasta otro sueño que quizá se pareciera más al despertar.

En la primavera de 1993, Aurora Bernárdez, viuda y legataria universal de Julio Cortázar (Bruselas, 1914-París, 1984), donó a la Fundación Juan March la biblioteca personal del escritor… (La biblioteca) consta de 419 libros de Cortázar, tanto en español como en traducciones a otros idiomas; 894 libros y revistas firmados por él; 513 libros y revistas dedicados a él; 161 libros y revistas con anotaciones; y 1.831 libros y revistas, sin firma, dedicatorias o anotaciones (Catálogo de la Fundación Juan March).

La noche anterior, el sujeto había llegado hasta la puerta de un apartamento cerca de Prospect Park, en Brooklyn; se había vuelto a preguntar si hacía lo correcto y, una vez más, había renunciado a responderse. Ana no estaba preparada para verlo. Ensayó varios gestos y al final lo invitó a entrar con una contenida frialdad. Después de conducirlo a la biblioteca, se disculpó para ir a la cocina. Recorriendo los lomos de los libros en los estantes, el sujeto pensó que ese apartamento pudo haber sido su hogar. Volvió a creer que todavía podía serlo. Llegó a sentir un pueril alivio cuando pensó que los libros suyos que aun ocupaban esos estantes volverían a ser suyos: el de los hermanos Grimm, el maravilloso ensayo sobre “Iron John”, el libro de Cortázar sobre John Keats. En la biblioteca de Cortázar en Madrid, el sujeto había sido testigo de la exhaustiva tarea de investigación que había detrás de ese libro juvenil, revisado toda la vida y publicado de manera póstuma. Tal vez no sería  exageración decir que Cortázar había leído todo lo que se escribió sobre Keats y que produjo, en una lengua inapropiada, uno de los estudios más originales y sensibles que existen sobre el ruiseñor inglés.

–¿Por qué no a Argentina?
–Entre argentina y Julio las relaciones siempre fueron un poco conflictivas.
–¿En qué sentido?
–No vale la pena entrar en detalles.
(Entrevista a Aurora Bernárdez, diario ABC de Madrid, abril 13 de 1993)

Los libros más viejos de Cortázar, los de su juventud, tenían un encanto especial. Lo habían acompañado en un periplo de enormes distancias. Ahora parecían haber llegado al final del viaje en una biblioteca de Madrid. Ahí estaba un libro que Cortázar le había regalado en 1935, “with the deepest affection”, a Francisco “Paco” Reta, el amigo de juventud cuya muerte Cortázar nunca dejó de lamentar. El libro había regresado a las manos de Cortázar, quizá como una reliquia de la amistad. También había un libro, “Píndaro en la literatura castellana”, dedicado en 1930 por uno de los profesores de la Normal Mariano Acosta, Arturo Marasso, a su querido discípulo, “Florencio Cortázar”.

Uno de los libros más anotados, de antes del salto a París en 1951, era justamente “The Letters of John Keats”, publicado en Oxford, en 1947. Cortázar lo había hecho suyo ese mismo año con una firma que es un misterio sin solución. Es difícil encontrar una página sin subrayados en el libro con las cartas de John Keats. La carta del 19 de febrero de 1818 le parece una de las más hermosas. “John no cae en el egotismo y la sensiblería lamartiniana. Describe y goza, pero detached”. Cuando Keats se pregunta quién preferiría vivir en Londres, una región de niebla, leyes contra el juego, impuestos y otras cosas feas, “when there is such a place as Italy” (cuando existe un lugar como Italia), Cortázar le responde en las márgenes del libro: “Yes, my poor John, a place where to die” (Sí, mi pobre John, un lugar donde morir).

Más adelante, cuando Keats afirma que la expresión “sin duda, como siempre, revela una duda” (doubtless, as always, reveals a doubt), Cortázar agrega: “I like you for this, John” (Por esto me gustas, John). Al lado de una carta de septiembre de 1819, donde John Keats le dice a Frances Brawne “how I ache to be wih you” (Como duelo por estar contigo) y “I cannot be admired, I am not a thing to be admired. You are, I love you” (No puedo ser admirado, no soy una cosa para ser admirada. Tú lo eres, te amo), Cortázar agrega “Imagine the poor simple girl receiving letters like this” (Imaginen a la pobre y simple mujer recibiendo cartas como ésta).  Más tarde, en esa misma carta, cuando Keats dice cosas como “I am a coward, I cannot bear the pain of being happy” (soy un cobarde, no puedo soportar el dolor de ser feliz) y “I walked about the streets as in a strange land (“Yo caminaba por las calles como por una tierra extraña), el lector entusiasta se pregunta y nos pregunta: “Mad or not?” (Loco o no?).

Sentado en la biblioteca de ese apartamento que habría podido ser el suyo, el sujeto miraba con fijeza el libro sobre Keats. Trataba en vano de recordar algo que ni siquiera podía saber qué era, cuando Ana regresó de la cocina con un vaso de agua para él y una copa de vino para ella. El sujeto supo que ese encuentro no sería fácil. Se habían conocido casi diez años atrás en el vagón de un tren. El hecho de que ambos estuvieran enredados en relaciones sin futuro los había hecho confidentes, amigos, presencias inseparables y libres de discursos amorosos. Pero el día llegó en que los dos se vieron solos y un malentendido en un ascensor los convirtió en amantes. El sujeto trató de resistirse, de decir de muchos modos: “hay que salvar la amistad”, “no hagamos planes suicidas”, “comámonos sin agendas preestablecidas”.  Pero Ana ya había decidido por los dos: se casarían (él podía estar seguro de que ella era la mujer que más le convenía), no tendrían que preocuparse por dinero (y éste fue quizá el error que ella jamás se perdonó) y tendrían al menos una niña. El sujeto había conseguido escapar de esa coyuntura, pero tres años más tarde regresaba con el rabo entre las patas. En menos de tres minutos había comprendido que la idea no era buena. La conversación fue dispersa y vaga por un buen rato. Luego los ánimos empezaron a caldearse y, en algún momento imprecisable, la mujer se puso de pie y dijo, tratando de no alzar la voz:
–Lo único tuyo que hay aquí son unos cuantos libros.

A partir de ese momento las cosas transcurrieron como en cámara lenta. La mujer se acercó al estante, tomó el libro más grande de todos y lo arrojó con una pericia que al sujeto le habría parecido admirable si no estuviera ocupado en leer el título del libro mientras se acercaba a su rostro. Cuando llegó a la palabra Keats sintió que todo el mundo se apagaba.

El autor de Rayuela donó en vida a la universidad norteamericana de Austin todos sus manuscritos originales y documentos sobre su obra, pero conservó, hasta su fallecimiento, una biblioteca personal. (Los libros) conservan notas, párrafos subrayados, billetes de metro, viejos papeles con teléfonos y nombres olvidados, entradas de cine o de museos, señales, flores prensadas… (Catálogo de la Fundación Juan March)

Cuando el sujeto volvió en sí, pensó que se había quedado ciego. Por más que parpadeaba, lo único que veía era una bruma blanca que no parecía tener intención de disiparse. Cuando gritó: “¿Dónde estoy?”, el aire que salía por su boca levantó el papelito que le cubría la cara. Mientras lo veía caer de nuevo, reconoció el manuscrito de Cortázar que tanto había buscado y que ya daba por perdido. Pero cosas más urgentes lo apremiaban. La mujer sostenía en la mano el tomo siete de la Enciclopedia Británica y amenazaba con lanzarlo:

–Tienes un segundo para salir de esta casa.

El sujeto aprovechó la primera parte de ese segundo para meterse el manuscrito en el bolsillo y bajar los tres pisos del edificio. El resto de la noche lo pasó caminando, recorriendo Prospect Park por todos sus costados y pensando. La escena en el apartamento lo tenía sin mucho cuidado; había cometido un error, había vuelto a salvarse: estaba curado. Lo que más lo intrigaba era ese milagro ostensible que se había repetido.

Poco antes de dar por terminada su investigación en la biblioteca de Cortázar, el sujeto se había encontrado con un dilema moral. Semanas antes había vencido el impulso de quedarse con un poema que pudo haber sido mecanografiado por Borges. Había aprendido a ignorar la tentación de quedarse con algún diminuto fetiche: una lista de mercado, un dibujo, una hoja otoñal. Su investigación había transcurrido tranquila,  repleta de sorpresas e instalada en los terrenos de la corrección. Pero al abrir el libro de cartas de John Keats se había cruzado con un objeto en el que las figuras dejaban por el suelo la moral.

Pocas veces había hablado de ese asunto. Era consciente de lo fácil que sería leer aquel gesto como una impropiedad. Para suavizarlo un poco, se había inventado la historia paralela según la cual, por un instante, las luces del mundo se habían apagado y el diminuto y luminoso papelito había salido volando de entre las páginas del libro de Keats, para instalarse en el cuaderno donde registraba sus hallazgos. El milagro venía acompañado por el estruendo apurado de su corazón. Pero incluso cuando daba esa versión de lo ocurrido se tomaba la tarea de explicar y contextualizar la situación.

El sujeto –y ésta quizá sea la última vez que tenga que contar la historia–, tenía trece años cuando había encontrado a Cortázar por accidente, un día que buscaba libros de Julio Verne. El mundo dejó de ser lo que era y entre las cosas estremecedoras que le ocurrieron en aquellos días estaba la naciente sensación de que, si Cortázar podía escribir historias así, quizá él mismo pudiera aventurarse a ser escritor. Hablaba de Cortázar hasta dormido. Se lo leyó todo, muchas veces sin poder entenderlo. Soñaba con viajar a París a visitarlo. Los primeros cuentos que escribió tenían influencias obvias de Cortázar.  De manera que no es de extrañar que su primer libro publicado fuera una biografía de Cortázar, la primera biografía de Cortázar, hecha con los recursos limitados con que podía contar a los veintidós años y estando tan lejos de París y Buenos Aires.

Nueve años después de escribir ese libro, el sujeto había viajado a París, le había llevado flores a su tumba, había recorrido los espacios de sus libros y había completado una figura al visitar a Aurora Bernárdez el día que Cortázar habría cumplido ochenta y uno (nueve por nueve, ochenta y uno). Con el tiempo, el sujeto había comprendido que su mejor manera de relacionarse con Cortázar era a través de las figuras. Una oportuna tormenta de nieve había hecho que su presentación más importante sobre Cortázar ocurriera un 12 de febrero, justo la fecha de su muerte. Curiosas coincidencias lo habían llevado a mesas de restaurantes o encuentros ocasionales en los que recibió testimonios de primera mano. Más de una vez había tenido la sensación de que Cortázar le hablaba a través de la música del azar. El sujeto trataba de que sus oyentes tuvieran todo eso muy claro cuando contaba la historia; era preciso que entendieran que aquel breve manuscrito le estaba destinado.

“¿Cuántas palabras escribió Cortázar?”, pensaba el sujeto mientras recorría los laberintos de Prospect Park. “¿Cuántos párrafos? ¿Cuántos libros? ¿Cuántas páginas? Sin contar que ha publicado más muerto que cuando estaba vivo”.

La tarea se le podría dejar a estudiosos más dedicados. Pero quizá no sería exagerado decir que la obra total de Cortázar, incluyendo un nuevo volumen de cartas que saldrá en unas semanas, puede superar las diez mil páginas. Razón tenía el sujeto al preguntarse cómo era posible que de todos los manuscritos posibles, de todas las páginas posibles del universo Cortázar, le hubiera sido dado encontrar el manuscrito del cuento brevísimo y muy poco leído, el de los aplausos como fritura de ballena, que veinte años antes, al escribir la biografía, había elegido como el que mejor representaba la obra y las ideas de Cortázar.

El sujeto siguió caminando sin percatarse de la llegada del nuevo día. Se movía por las calles como por una tierra extraña. Cada vez que la incredulidad volvía a obnubilarlo, dejaba salir la misma coprológica expresión que Cortázar escribió con lápiz en la última página de la “Anthologie de l’humour noir”. El milagro ya era demasiado milagroso la primera vez; era el colmo que se hubiera repetido. Cuando pensaba que una historia como ésa no la iba a creer nadie, se le ocurría que quizá fuera mejor de ese modo.

Con el paso de las horas, el hambre lo fue devolviendo a la realidad. Recordó que esa tarde tenía una cita en Queens para almorzar, pero decidió comer algo antes de tomar el tren. Tenía el alma tan vacía como el estómago. Lo único que parecía existir en este mundo era ese manuscrito que llevaba en el bolsillo. Luego de saciar el hambre, el sujeto caminó a la estación del subway, sintió que descendía a los infiernos y se quedó dormido cuando se sentó en el tren.  Ahora mismo está soñando un sueño extraño que nadie le va a creer.

*Gustavo Arango es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad del Estado de Nueva York, sede Oneonta. Es Comunicador Social de la UPB y recibió los títulos de Master of Arts y PhD  en Literatura de la Universidad de Rutgers (New Jersey). Es autor de varios libros de cuentos y novelas, entre ellas El país de los árboles locos y El origen del mundo, finalista del Premio Herralde 2007. Como periodista, fue editor del suplemento Dominical del diario El Universal de Cartagena y recibió el Premio Simón Bolívar en 1992. Ha publicado varias recopilaciones de sus crónicas y artículos de opinión, así como los libros de investigación periodística Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal y Un tal Cortázar.

1 COMENTARIO

  1. Me pregunto, ¿aquí termina? Un 25 de mayo de 2010. ¿Hay una continuación, que Gustavo Arango o los editores de esta magnífica revista se están guardando? Debe ser que los lectores de novelas y relatos estamos acostumbrados a caminar con los autores y quisiéramos seguir con ellos más tiempo, regresar con Ana y hablar un poco más, platicarle de don Julio y los hallazgos que dejó para seguirnos asombrando. Gracias.

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