Con Z de Cronopio

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EL FULGOR VERDE DE LOLITA

Por Rafa Burgos*

Son esas cosas que se quedan adheridas a la memoria como un chicle bajo el pupitre. La noche romántica bajo las estrellas en la que los nervios desinhibieron todas las frecuencias. La carcajada que siguió a una desnudez plena y minúscula. El champán desbravado y caliente del aniversario. Un agujero en el techo del motel más barato, un lamparón en la alfombra, una menstruación inoportuna, demasiado vello suelto en la sábana, las piedras de la playa. Esa ocasión en que ni siquiera una espalda imperfecta es capaz de conseguir que llegues hasta el final, salvo el de la propia relación, que se escurre entre el sudor de una amarga decepción. Son recuerdos como cicatrices, como llagas, como tatuajes de los de antes, con ese azul que nace desgastado en tabernas portuarias de posguerra. De cualquier posguerra. Sí, Lolita es como el peor polvo de tu vida. Pero mejor contado.

Son curiosos los ataques constantes a las enseñanzas de un libro en el que Vladimir Nabokov no enseña nada. Salvo a escribir. La atracción que el protagonista, Humbert Humbert, siente por la nínfula que da nombre a la novela es peor que el infierno. Es el tránsito por el paraíso de un hombre que se sabe condenado de antemano, que se siente culpable desde antes de que empiece, que pide más indulgencia que compasión porque sabe que no la merece. No, no hay nada constructivo ni edificante en Lolita. En ese universo raquítico y hambriento, presuntamente impune, de Humbert Humbert en el que «todas las golfas de París aprenden a decir dix-huit», con una boca que aún debía estar preparada solamente para fruncir ante un problema matemático o para pedir un helado de menta y limón a media tarde. Ninguna historia revive si ni siquiera París es capaz de arreglarlo. Una historia que evoluciona entre detritus, entre cuadros clínicos, entre las líneas siempre rectas de los códigos jurídicos. Una historia a la que «se le han pegado pedazos de médula, y costras de sangre, y hermosas moscas de fulgor verde», según cuenta Humbert Humbert. Que ni siquiera siendo un personaje de ficción se atreve a revelar su nombre verdadero y usa un seudónimo como otro cualquiera, una máscara de atracador de bancos, un antifaz para cobardes.

Ese fulgor verde es el que ilumina la transición entre la Lolita del principio y la Dolores Haze del final. Entre la diosa menor de edad que asoma a la mirada trastornada de Humbert Humbert como la Venus de Botticelli, en un jardín y con el agua de unos aspersores que nunca generan la espuma de las olas del mar. Pero que no es más que una niña de extrarradio, una flor de suburbio, un regalo para atletas con beca y un suplicio para los tímidos de notas excelentes. Y luego, la joven oscura con alma de mantis religiosa que arrasa a su paso como el caballo de Atila o como la vida misma, cuando se empeña en demostrar que solo nosotros podemos hacer que tenga algo en especial. Ese fulgor verde es el que nubla la razón de Humbert Humbert, al que se le desencaja la realidad y le crece la hiedra en el cerebro tras perder a su primer amor, Annabel, tan angelical, tan desgraciada, tan edgarallanpoe. «Yo estaba de rodillas y a punto de besar a mi amada, cuando dos bañistas barbudos, un viejo lobo de mar y su hermano, aparecieron entre las aguas con obscenas exclamaciones de aliento. Cuatro meses después, Annabel murió de tifus en Corfú». Nadie se recupera de algo así, como nadie se convierte necesariamente en Humbert Humbert por algo así, como nadie escribe los cuentos de Poe tras algo así. Salvo Poe.

Y salvo Nabokov. Que ahí es donde radica el verdadero asunto de todo. El autor ruso apuntó que cada vez que escribía un libro no tenía otro propósito que librarse de él. Y con Lolita vomitó una historia sensual, repleta de sexo, que podría haberse quedado a vivir en el barrio residencial de las novelas galantes. Que acabó convirtiéndose en un relato manchado de semen y miseria y sangre y alcohol, como el pavimento de uno de los oscuros callejones de las novelas de Dostoievski, con lo que eso debía de atormentar al tolstoiano Nabokov. Y que eso sí, es deslumbrante. Como una chabola de villa miseria diseñada por Le Corbusier. Como llamar a Da Vinci a que nos maquille un cadáver. Como el mejor de los tangos. «Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad […] para reconocer de inmediato […] al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas». Como el mejor de los tangos, decíamos, en los que ni el tiro del final te va a salir.

Nabokov construye con materiales de derribo, personajes de patíbulo, detalles como lingotes, un hipnótico dominio del tiempo y una lengua que no es suya un monumento que hay quien cree que es una estatua ecuestre al pederasta desconocido, pero que en realidad es un mausoleo. El Taj Mahal de las relaciones enfermizas que no son ejemplo ni influencia. Ni siquiera mala influencia. Pero que constituye un artefacto literario perfecto. Una caja de música de orfebrería a la que nadie quiere dar cuerda. A excepción, precisamente, de quienes pretenden que las novelas no pueden dedicarse a la espeleología de la mente humana. Tan oscura como Humbert, tan humana como Lolita, tan extraordinaria como Nabokov.

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* Rafa Burgos es periodista (Alicante, España, 1971). Comenzó su trayectoria profesional en 1997 como colaborador y crítico de cine en el periódico local La Prensa y posteriormente pasó por El Periódico de Alicante (donde asumió también la labor de editor) y Las Provincias (crítico de cine). En 2003 se incorporó a la plantilla del diario El Mundo, en el que ejerció de redactor de Sociedad y Cultura y columnista. En 2012 dejó el puesto para dedicarse a proyectos personales, como el blog El Faro del Impostor (www.elfarodelimpostor.com), un documental sobre el boxeador Kiko ‘La Sensación’ Martínez (actualmente en post-producción) y el libro ‘La feria abandonada’ (Barbara Fiore Editora, 2013), del que es coautor junto al dibujante Pablo Auladell y el poeta Julián López Medina y que acaba de ser traducido al francés (‘La fête abandonnée’, Editions de l’An 2, 2016). En la actualidad, escribe la columna semanal ‘Vals para hormigas’ para el diario Alicante Plaza. Se le puede seguir en Facebook (El Faro del Impostor) y Twitter (@Faroimpostor).

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