Arte Cronopio

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DE EPITAFIOS, SEPULTUREROS Y ESPERANZAS

Por Juan Andrés Alzate Peláez.

No se cómo hacen los dioses para saber que están vivos, porque eso de no morir puede inducir la incertidumbre sobre la propia existencia. Es como el que nunca ha visto por ser ciego u oído por ser sordo, no sólo no sabe objetivamente qué es ver u oír, según el caso, sino que está en legítimo derecho de dudar que existan los sonidos o los colores. ¿Qué sentido tiene para un ciego la palabra «ahí» o «eso»; o qué para un dios, «morir»?

Pensando en esto de que he de morirme, sea porque asisto a muchos funerales, sea porque soy irremediablemente lúgubre y fatalista —como recuerda la Canción de la Vida Profunda de Barba Jacob—, se me vienen a la memoria un epitafio y una canción. Su elección es más deliberada que meditada, emotiva si se quiere, y hablaré de ellos por cuanto exponen dos sentimientos que enmarcan el proceso de la muerte: el dolor al comienzo y la aceptación después. Empecemos por el final, o sea por la inscripción lapidaria.

De entre las tantísimas inscripciones que por mi profesión (o por mi vicio, como quieran llamarlo) estoy acostumbrado a leer, hay una que por su rareza me llamó la atención desde el instante mismo en que supe de su existencia. Es rara no por cuanto su contenido sea fantástico o abstruso, sino por un añadido poco común, al menos para nuestro siglo, en un epitafio, y es que este viene con música. Me refiero al llamado epitafio de Seikilos.

De los poco menos de cuarenta minutos de música que sobreviven de la edad antigua, esta particular inscripción (dispuesta en una columna conservada en el museo de Copenhague) representa la única pieza completa que conocemos. La dedica un tal Seikilos a Euterpe, su esposa según el consenso general —aunque me temo que la inscripción no da a entender cuál era su relación, bien podría ser su madre—, y presenta un mensaje optimista, más para los vivos que lo leen que para la difunta a la que se dedica. El preámbulo, que no tiene notación musical, es como sigue:

Εικων η λιθος
Eikoon hee líthos
Una imagen de piedra

ειμι· Τιθεσι με
eimi. Títhesi me
soy. Púso-me

Σεικιλος ενθα
Séikilos éntha
Seikilos aquí

μνημες αθανατου
mnéemes athanátu
[para ser] de la evocación eterna

σημα πολυχρονιον.
séema polychrónion
un símbolo duradero.

De Euterpe y de Seikilos no sabemos nada, salvo que vivieron hacia el siglo primero de nuestra era,  que debieron ser paganos —pues no hay referencias cristianas en el epitafio— y que la mujer debió morir y ser sepultada, muy probablemente, en la misma región del hallazgo de la columna, en lo que fuera Éfeso, actual Turquía. Sea como fuere, sin ser una obra maestra de la retórica, la sobria elegancia del preámbulo dice mucho del esmero que ponían nuestros antepasados griegos en el cultivo del lenguaje y la oratoria.

«Littera scripta manet», enseña un adagio latino. Y vaya que tenía idea nuestro anónimo Seikilos del valor de la escritura, al punto de considerar lo que manda poner como una «evocación eterna», como un interminable homenaje en el tiempo a su llorada Euterpe.

Luego del preámbulo comienza el escolión con símbolos métricos y musicales. Valga anotar que los antiguos griegos sólo escribían el nombre de la nota usando letras del alfabeto, el ritmo se supone por el texto pues, a diferencia de nuestra lengua, en la que cada sílaba dura un solo golpe de voz, en las lenguas clásicas las sílabas tienen duración larga o breve. No obstante, y para más precisión, también trae el epitafio una serie de líneas y puntos, que eran símbolos métricos usados en poesía. Los griegos no tuvieron necesidad de desarrollar un sistema de escritura tan refinado como el que tenemos hoy con pentagrama y símbolos musicales más variados y específicos pues, como se dijo, el texto —que es la norma antes que la melodía— da la información del ritmo.

El escolión o brindis es como sigue (omito los símbolos musicales y métricos, pero pueden verse en  este artículo de la wikipedia)

Epitafio de Seikilos
(Interpretación del album «De Organographia» de Gregorio Paniagua)

οσον ζης φαινου
hoson dsées fáinu
Brilla mientras vivas,

μηδεν ολως συ
meedén óloos sy
de ningún modo

λυπου· προς ολι-
lypú; pros olí-
te aflijas; pues, por cierto,

γον εστι το ζην,
gon estí to dséen,
breve es la vida,

το τελος ο χρο-
to télos o chró-
y tributo el tiempo

νος απαιτει
nos apaitéi.
reclama.


Son tan geniales y animosos estos versos que me encantaría hacerlos mi propio epitafio —con símbolos musicales incluidos—. Y es que no todos los días se leen inscripciones funerarias dirigidas más a los sobrevivientes que al difunto. No encuentro mejor homenaje a la vida de un difunto que este homenaje a la vida misma. Es un mensaje desenfadado de la amargura propia de quien desdeña la vida, de quien no ve con naturalidad sus vicisitudes, de quien ve en esta un valle de lágrimas para inventarse y justificar paraísos ultraterrenos.

Esta canción, pensada seguramente para ser acompañada con la lira como es propio del culto a Baco, puede sonarnos hoy muy alegre como para ser un canto fúnebre. Aquí debo anotar que el modo frigio (en que está compuesta) era tenido por los griegos como blando y lamentoso, luego si nuestros oídos la perciben como un alegre modo mayor se debe en parte a nuestra formación musical moderna (más afín al romanticismo) y al hecho, sutil y poco discutido, de que la melodía está transportada un tono arriba de lo normativo en el modo frigio.

El final de la inscripción enuncia que Seikilos es el deudo que sobrevive a Euterpe y que, por descarte, es a ella a quien se dedica el epitafio:

Σεικιλος Ευτερπου ζη.
Séikios Eutérpu dsée.
Vive Seíkilos el de Euterpe.

Sí que se cumplieron estas palabras ¿no deberíamos conocerlo como epitafio de Euterpe en vez del de Seikilos? Pero el derecho a la «evocación eterna» se lo ganó Seikilos por la vitalidad con que impregnó este mensaje, por el amor a la existencia que reclama en cada línea.

Pasemos de este optimista homenaje a la memoria de Euterpe (que de seguro hemos ayudado a perdurar en el tiempo con esta humilde reseña) a uno no menos humano y más cercano en el tiempo y espacio a nosotros, me refiero a un desgarrador bambuco, narración del sentimiento de desolación y dolor de quien pierde a un ser querido, quizá el único que le quedaba, al bambuco «El Enterrador» del poeta manizaleño Victoriano Vélez.

Hace la medio bobadita de ciento dos años (1908) se realizó la primera grabación en disco de acetato de una canción colombiana, esta fue el bambuco «El Enterrador» y lo cantó el dueto de Pelón Santamarta y Adolfo Marín. Lamentablemente el disco no dice quién es el autor.

Posiblemente a nuestros lectores españoles les resulte familiar el verso «enterraron por la tarde la hija de Juan Simón», y es que esta canción colombiana caló tanto en el folclor andaluz que pocos saben su verdadero origen. Más aún, estoy casi seguro de que esta es la primera vez que se menciona en la internet su origen colombiano.

Alrededor de esta triste canción hay un halo de leyenda conferido, acaso, por la incertidumbre de su autor y de su compositor. Se cree que fue una historia real (cosa muy probable y posiblemente repetida mil veces en la historia de la humanidad desde que hay sepultureros), incluso hubo un estudio antropológico de la Universidad de Antioquia que situó los sucesos en estas tierras antioqueñas (lamentablemente no lo he podido encontrar, sólo cito de memoria algo que leí en un periódico hace muchos años). Se cree que el autor de la letra fue un poeta de Manizalez de nombre Victoriano Vélez, de quien nada sabemos. Los versos dicen así:

El Enterrador
(Interpreta el dueto Luciano Bravo y Juan de Dios Bedoya «Concholón»)

Enterraron por la tarde
la hija de Juan Simón,
y era Simón en el pueblo
el único enterrador.

Él mismo a su propia hija
al cementerio llevó,
él mismo cavó la fosa
murmurando una oración.

Y llorando como un niño
del cementerio salió,
con la barra en una mano
y en el hombro el azadón.

Y al verle le preguntaban:
¿De dónde vienes, Simón?
Y el enjugando sus ojos
contestaba a media voz:—
Soy enterrador y vengo
de enterrar mi corazón.

Hermosas líneas, propias más del estilo popular que de los melindres de poetas encumbrados —aunque no deja de llamar la atención el aire medio romántico, medio realista, propio de la literatura de transición de la época en que debió ser compuesto. El caso es que, venga de quien venga, su espíritu afligido caló hondo en el del poeta Julio Flórez, afín por su temperamento a estas temáticas.

Se sabe que el poeta chiquinquireño tuvo un afecto especial por esta canción y la interpretaba con frecuencia en las tertulias madrileñas en la época en que vivió en España (ca. 1908, la misma época de la grabación), al punto que por un tiempo se le atribuyó su autoría. El caso es que se convirtió en una pieza muy popular del folclor andaluz, específicamente del «cante jondo», con el nombre de «La hija de Juan Simón», de la que también hay una obra de teatro y dos películas.

Incluso hasta nuestros días llegó la anécdota de que los monárquicos alfonsinos, en tiempos de la guerra civil española, al director de la Falange Española (FE, o Funeraria Española, como le decían) lo llamaban Juan Simón, en clara referencia al primer verso de la canción.

Tanto ha calado en la cultura española, y tanto se han apropiado de ella que basta con hacer una breve búsqueda para encontrarle al menos tres autores distintos.

Juan Simón y su hija son tan anónimos como Seikilos y Euterpe. Me atrevería a aprovechar tal anonimato como excusa para leer en ello un símbolo universal. Juan Simón y Seikilos son la personificación del dolor humano; la hija muerta y Euterpe lo son del tiempo y el devenir. La verdadera tragedia no es la del que muere —pues al fin y al cabo, por no existir ya más, está ausente a toda conciencia y experiencia— sino que la padece el que le sobrevive. Pero si bien el dolor por la muerte, el temor al cómo se muere (que a veces creo que es el verdadero temor a la muerte), es el clímax de los momentos de sufrimiento que nos da la vida, no es la verdadera tragedia. La verdadera tragedia, como digo en otro lugar, es la desesperación.

Lo bello de estas dos canciones es que ninguna lo manifiesta. De allí que ambas respuestas a la muerte sean legítimas y honestas, aunque opuestas en apariencia.

No sabemos quién fue Euterpe, ni quién la hija de Juan Simón, pero quizá su muerte es símbolo, también, de una doble desgracia, la de la vida que se apaga y la de las vidas que ya no se podrán engendrar. En fin, la de la vida que no podrá ser. La muerte de una mujer, incluso en términos evolutivos, es siempre una pérdida mayor.

El valor de estas dos manifestaciones de afecto por el deudo fallecido, opuestas en apariencia, está en que ambas revelan un profundo sentimiento de amor por la vida que se apagó y, por extensión, por la vida misma. Los héroes de estas dos canciones son los varones que, cada uno a su modo, lloran la pérdida y siguen viviendo su vida: el sepulturero sigue siéndolo y por eso entierra a su hija, el hijo o esposo sigue manteniendo el vínculo de amor y por eso lo plasma en letras con el deseo de que supere el tiempo. Es decir, la aniquilación de una vida no significa el absurdo de la propia, he ahí la expresión de la vitalidad que acepta el dolor como su parte y no como su némesis. Su valor está en amarlo todo, incluso el sufrimiento, pues sólo quien ama merece la gloria eterna.

3 COMENTARIOS

  1. No conocía el dato. Muy amable por su aporte. Existen estudios que sostienen que el poema está inspirado en un hecho real ocurrido acá en Antioquia (Colombia), a finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX y que el poema y la melodía fueron llevados por Julio Flórez (contemporáneo de Grass y Elías) a España en uno de sus viajes.

  2. Ya había escuchado ambas canciones y me parece que cada una es hermosa a su manera.

    La muerte es inevitable, pero el trascender humano depende de la forma como sigan viéndonos los vivos después de nuestra partdida. Me gusta mucho tu artículo, la oda a la muerte, exaltando la vida me parece un acto de rebeldía contra la flaca de la hoz y es una forma de decirle, usted se lleva su cuerpo, pero yo me quedo con su escencia.

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