Literatura Cronopio

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Dos cuentos fantasticos

DOS CUENTOS FANTÁSTICOS

Por José Martínez Sánchez*
En casa de GünterGrass

“¿Oíste eso?, capturaron a don Günter”. La voz lejana de mi madre se filtraba por las rendijas de la celosía que daba a mi oficina de abogado litigante, donde me sumergía en las páginas engorrosas de algún proceso kafkiano. La veía salir con la toalla enrollada bajo las axilas, el borde superior arriba de los pechos de mulata triste asediada por la pregunta ocasional que nos obligaba a pensar en el pasado de aquel hombre misterioso, velado y enterrado dos meses antes que mi padre. De éste conservaba ese gesto de malicia tierna con que solía celebrar mis gracejos a la hora del almuerzo, pero un error injustificable lo había convertido en una especie de traidor irredento ante mis ojos agraviados. Él, que se las daba de cuentista, un día concibió la historia de una silueta preadolescente detrás de la cortina, mirando las buganvilias del jardín bajo la lluvia o en los atardeceres de los sábados, a la hora en que el padre regresaba del trabajo con una novela de William Faulkner bajo el brazo. En la primera versión había escrito la palabra “fronterizo”, término que más tarde pude averiguar en el diccionario de psicología y llegué a la conclusión de que ese estado no se ajustaba a los personajes de ficción sino a él, lector empedernido y tránsfuga de su propio hijo. El protagonista era yo, un muchacho de doce años asomado a la reja alta de nuestra casa, que en realidad era la casa de don Günter. Por eso no voy a mencionar los argumentos de sus relatos, escritos encima de la alcoba del hombre sobre quien recaía un manto de duda que perduraría hasta más allá de su muerte.

Debo agregar que mi padre, antiguo empleado de la oficina de aduanas, una mañana le preguntó a mi madre si había leído algún libro sobre la Segunda Guerra Mundial.  A ella le aterraban tanto las guerras como los impresos relacionados con un tema que solo despertaba la fascinación de los sociópatas, engolosinados con el sufrimiento humano, decía. “Además”, agregó en tono afectivo, “yo vine a este mundo con el único arreglo de amar a un gran escritor”. Mi padre bosquejó una leve sonrisa, más de incompetencia que de agradecimiento. Fue cuando el nombre de don Günter brotó por primera vez de sus labios: “Es un alemán que quiere vivir con nosotros”, declaró, animándonos para que fuéramos a visitarlo. Lo hicimos el domingo en la tarde, después de la siesta. Era día de verano, acariciado por un viento suave en la zona arborizada, estancia de niños y ancianos descansando sobre la hierba. Me atraían los caserones de teja de barro cocido, entre una y tres plantas con puertas de hierro pintadas de blanco.

Con un acento español bastante precario, don Günter nos hizo pasar a una sala vacía y luego nos condujo por la escalera hasta el segundo piso: “Ustedes vivirrán aquí, herr, y abajo ponen mueble. Tome llave, los esperro mañana, a las trres”. Me enteré del convenio entre mi padre y el alemán la vez que éste firmó las escrituras a nombre de mi madre, diez años después de ocupada la vivienda. Bajo, macizo, rubio, don Günter empezó una comunicación difícil para todos, en especial para mí, sometido a la mirada quieta de sus ojos azules y al repliegue de su labio inferior,  por donde asomaba la punta de un diente corroído por la caries. Vivía en un cómodo apartamento contiguo a la sala, separado por una puerta verde que daba a un pequeño estudio con ventana de madera sobre la calle, rigurosamente blindada al interés de los transeúntes.

Encargada de lo pertinente a las necesidades propias de un extranjero solitario, mi madre preparó un sencillo festejo para celebrar el cumpleaños número sesenta de nuestro hospedador. Después de la comida, mi padre destapó una botella de vino y encendió la grabadora. Por el volumen en sordina imaginé a don Günter explicando el protocolo de reserva destinado a los residentes: “Aquí no perrmitirrrruido, herrHélberr, nunca eso”.  Bebió la copa a sorbos, a medida que remojaba la torta azucarada, dio las gracias y se retiró a su alcoba, advertido de la llegada de nuevos comensales. Dos o tres compañeros de oficina cooperaban con mi padre en las reuniones familiares, hablaban de literatura, tomaban aguardiente y se marchaban a la hora, no sin antes preguntar: “¿Qué hay del alemán?”.  Mi padre se llevaba un dedo a los labios a manera de prohibición, tal vez consciente de que ese simple gesto ahondaría el enigma que crecía con las buganvilias. Este indicio se hizo habitual en mi sexto año de bachillerato. Los domingos en la noche, listos para ir a dormir, no podía faltar la cantinela: “No les diga, ni a sus compañeros ni a sus profesores, que vivimos en casa de don Günter”.

Mi padre continuó con el tecleo de la máquina de escribir los fines de semana, entre las ocho y las diez, como lo había hecho por más de dos décadas en la soledad de su retiro. Casi nunca hablaba con mi madre respecto a los temas tratados. Al hacerlo, daba a entender que un escritor debía concentrarse al máximo en la trama de su relato, procurando eliminar las protuberancias de forma, según el método aplicado por los artesanos para tallar animales o torsos de madera. A esa labor se había unido don Günter, a quien oíamos golpear las teclas de la vieja Remignton que lo acompañaba en los viajes inesperados. “Y el alemán, ¿qué escribe?”, preguntaban las visitas al detectar el ruido perseverante. “Cartas, cartas…”, la referencia postal de mi madre era un subterfugio seguro para variar el curso de la conversación. Ella conocía mejor que nadie el rumbo de aquella escritura nerviosa. A tres semanas de ocurrida la mudanza, don Günter pidió consentimiento al jefe del hogar para convertirla en ubicua intermediaria entre él y la oficina de correos, encargo remunerado con unos pesos fuera de los gastos de transporte y cobro por los envíos. “Si no es algo comprometedor, que pueda llevar a mi mujer a la cárcel”, condicionó mi padre medio en broma, medio en serio. El rostro del alemán pasó de la sorpresa instantánea a la dignidad ofendida. “HerrHélberr, no soy crriminal, su esposa vaya trranquilo”, y desapareció detrás de la puerta, ese Muro de Berlín en miniatura situado entre dos tramos opuestos.

Apremiado por la duda sobre la identidad del propietario, aproveché los momentos de recreo en ese año de incertidumbre y saturación escolar, acomodado en un vetusto sillón de la biblioteca, frente al estante de los libros de historia. La idea de comprender a fondo el rompecabezas de la guerra me obligó a consultar el episodio del holocausto, perpetrado por el nacional-socialismo contra seis millones de semitas en los campos de concentración. La cifra, a mi entender, no incluía a los disidentes germanos ni a otros extranjeros implicados en el peor conflicto del mundo civilizado. En vísperas de recibir mi título de bachiller, durante el agasajo preparado con antelación, me propuse desgarrar el velo que se interponía entre el silencio de mis padres y la verdadera naturaleza de don Günter: “¿Vivimos con un refugiado nazi?”. Los viejos intercambiaron miradas suspicaces, pero el ceño fruncido de mi padre denotaba una preocupación largamente acariciada en la intimidad de su cuarto: “La verdad es que ese hombre ha sido muy bueno con nosotros”, dijo.

El sentido moral de la frase no logró borrar las imágenes congeladas en mi mente: rodeado de oficiales de las SS, el alemán se complacía en interrogar a un judío bañado en sangre, tras varios impactos propinados con anillos de hierro en la nariz y la frente.   Mutilados con una cizalla sometida a presión de ambas manos, los dedos esqueléticos saltaban sobre la mesa en medio de chorros púrpuras y gritos lastimeros. Por último, como en una escena tomada del cinematógrafo, don Günter procedía a descuartizar el cuerpo del prisionero y a lanzar las partes al horno crematorio. Una ira sorda me ponía en guardia  contra los míos y en especial contra aquel hombre agazapado en la placidez de su resguardo. A ellos los consideraba cómplices de la tragedia universal sonada en las emisoras y en la pantalla chica, a éste le tenía reservado el lugar de los criminales de guerra  refugiados en diferentes países del continente.

Cuando mi madre salía del estudio con el paquete listo para la oficina de correos, mis ojos indagaban a hurtadillas por el destino final de la correspondencia, que bien podía ser Kenia, Hamburgo o a Río de Janeiro.  ¿Era don Günter un espía al servicio de las huestes hitlerianas, muchas de ellas protegidas por gobiernos latinoamericanos? Para colmo, la única escritura vigorosa no provenía de los dedos de mi padre sino de la caduca máquina del extranjero. El fracaso, como era de esperarse, al fin maduró en la conciencia del autor de esa vil tramoya contra el hijo indeseado: “!Al diablo con la literatura, jamás llegaré a ser un buen cuentista!”. Sentí una enorme satisfacción al verlo sollozar en el regazo de mi madre, el rostro cubierto por las aréolas que un día me alimentaron, las más apetitosas y magníficas que una mulata pueda llegar a poseer en períodos de lactancia. Los chivos expiatorios fueron el señor William Faulkner, su tocayo Saroyan  y Truman Capote, cuyos libros pasaron a engrosar las cenizas de GünterGrass en su época socialdemócrata.

El programa de tangos que mi madre escuchaba en la grabadora con devoción argentina se veía interrumpido por la noticia sensacionalista. Al principio mi padre recomendaba vía telefónica mantener la compostura, confiado a un error de apreciación por parte de los noticieros. GünterGrass era el modo irónico con que el escritor frustrado se refería al solitario, pero a mí me bastaba la libre asociación para confundirlo con Barbie, el torturador escapado a Bolivia a comienzos de los años ochentas. Conocido como El Carnicero de Lyon, de éste veíamos una copia exacta en las películas de posguerra,  girando en torno al convicto mientras se golpeaba la bota con una fusta de caballo.

La repentina aparición del dueño al promediar el ocaso, ajeno al revuelo transmitido por la radio, restituía a mis padres la deuda de gratitud por el servicio prestado. A la expectativa creada en la opinión pública por las capturas adelantadas en diferentes ciudades sureñas, sin una explicación de fondo, seguía una lista de nombres contradictorios: GünterMahlke, ciudadano alemán, extrañamente confundido con un pariente cercano de Adolf Eichmann, a quien las autoridades israelíes buscaban por cielo y tierra. GünterKlohse, un hombre de aliento mentolado, puesto en libertad una vez comprobada su inocencia en los hechos protagonizados por Joseph Menguele, el Ángel de la Muerte. GünterMallenbrandt, no HermannJulius Walter Rauff, ex coronel de las SS e inventor de los camiones de la parca…

Ese galimatías informativo me llevó a tomar en serio las intuiciones de mi madre: más que un asunto de valetudinarios, la guerra era el juego siniestro de organismos interesados en crear el clima favorable a la carrera armamentista. En diez años de idas y venidas, de vueltas y revueltas, el cabello de don Günter cambió de rojizo a bola de nieve. Sus ojos azules no ocultaban la tristeza de los desterrados. Murió de infarto fulminante, luego de firmar en notaría las escrituras de la propiedad a nombre de mi madre. Dos cosas de importancia capital saltaban a la vista: su verdadero nombre era Günter Von Brummer, venido al mundo en la ciudad de Berlín en el año de gracia de mil novecientos veinte,  y nosotros jamás pagamos un centavo por concepto de arrendamiento. El deceso casi simultáneo de mi padre, diagnosticado de cáncer de piel por los médicos especialistas, sumió a mi madre en una desesperación sin precedentes. A los cuarenta y dos años, cuando su rostro de mulata guapa amenazaba con renunciar a los placeres de la carne, la vi resurgir como ave mitológica de entre las cenizas, abrazada al cuerpo de un costeño de complexión atlética.
(Continua página 2 – link más abajo)

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