Invitado Cronopio

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Version original

VERSIÓN ORIGINAL

Por José Darío Martínez Milantchi*

—Ya era hora, señorito.

Ella me miraba con una sonrisa que podía haber sido coqueta, pero que yo reconocí como una mezcla de nostalgia y reproche por mi partida inesperada cinco años atrás. El diminutivo se burlaba tanto de mi afán caribeño por esos «–itos» e «–itas» como de mi ausencia notable de verticalidad. Sentado en las escaleras de su apartamento, dejé que su sombra me alcanzara para responder, queriendo exhalar el humo de un cigarrillo inexistente. Lo dejé tres años atrás, no por ella, quizás por ella. De todos modos, sabía que mi antigua costumbre de fumar la habría enojado. Sonreí mirando el piso.

—Me perdí de camino…

Hacía un año que ya tenía mi respuesta preparada, me reí.

—Creo que doblé por donde no era.

—Y cinco años después llegaste a mi casa. Una vueltota, hermanito.

El apodo fraterno lo usaba también para castigarme, por disfrutarme demasiado aquella primera respuesta premeditada acerca de mi carencia de sentido de dirección.

—¿ Me vas a invitar a subir o tengo que buscarme un hotel por aquí cerca?

—Eres un bobo —me respondió, enseñándome los dientes y esos ojos negros y enormes que al principio no me gustaron para nada («Le cubren más de la mitad de la cara, loco» le espeté a un amigo después de conocerla) y que ahora son un modelo, un ejemplo cuando explico las cualidades de una mujer ideal («Me gustan las chicas con ojos grandes», me he escuchado decir alguna vez después de una copa). Subimos, nos tomamos una taza de té tras otra. Después de una hora de escuchar sobre su vida, su novio de cuatro años. Él ahora vive en Londres, pero estaban planeando mudarse a la misma ciudad en junio (Y a mí que tanto me gustaban los veranos). Su trabajo en el banco, como la habían ascendido desde analista a directora y ahora a jefa de departamento, de asuntos latinoamericanos para colmo, y después lentamente la conversación giró hacia lo que había sido de mí desde nuestra separación.

—Empiece por el principio —me dijo.

—Por donde más voy a empezar, amiguita —ahora el diminutivo lo usaba yo. No sé cuánto duró el recuento. Hablaba no para llenar un vacío sino para evitar esa primera pregunta que ya leía en su cara.

Le conté de París, Malta, Chipre, Tayikistán, el DF, Freetown, de mis novias (más de una inventada), de mis amigos (felizmente reales), de como me las arreglaba para sufragar los gastos enseñando inglés y traduciendo todo lo que se me ofrecía, de como estaba listo para calmarme un poco y empezar mi doctorado, de como había perdido los papeles después de leer demasiadas novelas policiacas, de como los encontré revisando unos libritos sobre ajedrez.

Le conté muchas cosas esa tarde y a cada cuento respondía con la misma sonrisa materna, la mirada que no cambia cuando detecta una mentira, un error, que goza nada más escuchando una voz arenosa que nunca parará de ser familiar, aunque siempre esté cambiando. Le conté muchas cosas esa tarde, y a cada cuento reaccionaba de la misma manera, aunque yo me ruborizara con una descripción melodramática o una anécdota incómoda. Me dijo que empezara por el principio así que le conté con una carcajada que había escrito una novela, que tenía tanto miedo a escribir que me tardé cinco años en terminarla, que ensayaba mis cuentos oralmente, repitiendo miles de versiones en diferentes bares a cualquiera que tuviera la paciencia para escucharme. Le conté que hice todo lo posible, y creo que lo logré, por caer en la tentación del fracaso que siempre me había seducido. Le conté que escribí mi novela a mano, que estaba tan nervioso de que alguien analizara mi letra que la disfrazaba, maniático a ratos, elegante después.

Le conté que después de esta ridiculez, hice lo que hacen todos los escritores fracasados, intenté incorporarme a la academia. (Debo decir, narradores fracasados porque verdaderamente nadie sabe lo que le pasa a los poetas fracasados, si es que alguno existe —se hacen espuma quizás). No obstante, mis ansias por refugiarme en la torre de marfil no prosperaron. Mi prosa confundía, no por densa sino por distraída, mi afán por proclamar la revolución en la crítica literaria y su inmediata fusión en igualdad de condiciones con los textos estudiados perdió su encanto después de mi primera acometida y la gente me seguía diciendo que carecía de algo llamado «rigor». Nunca pude averiguar exactamente qué querían decir con esta palabra, pero sí sabía muy bien que mis artículos, que se adentraban en conspiraciones inventadas y posibles biografías paralelas, sin ser explícitamente falsos, nunca se podrían tildar de rigurosos. Los pseudónimos tampoco agradaban.

Le conté que resignado a mi incapacidad de imitar el lenguaje formal de la academia, pasé, por no decir caí, al peldaño de periodista, pero periodista deportivo que siempre fue un sueño de mi niñez. Le conté que por algunos años escribí resúmenes floridos de partidos intrascendentes, recogidas en mi columna «Ana–crónicas».

Le conté que con el dinero de mi excursión al mundo semi–profesional tomé unas vacaciones en el Medio Oriente. Que el dinero duró poquísimo y que tuve que buscar trabajo.

Le conté que por ser extranjera ella no se podía dar cuenta, pero los quince años que había pasado fuera de Puerto Rico habían limado mi acento, desde un principio un poco extraño, hasta dejarme con una pronunciación neutra y mecánica, sin rastros caribeños, sin rastro alguno de hecho. Le conté que esta voz me daba vergüenza, pero que ya me había rendido, porque si perder un acento es imposible, intentar recobrarlo es patético. Le conté que esa misma voz me sacó de mis apuros económicos, que comencé leyendo anuncios en la radio, pero que rápidamente me gradué a los doblajes. Le conté que, sin que nadie supiera mi nombre, mi voz se escuchaba en muchos países. Le conté que me enamoré.

Finalmente, llegó la pregunta que tanto terror me había causado. Aunque lo intenté, nunca pude ensayar una respuesta en esos cuadernos grises donde bosquejaba este encuentro como un entrenador de fútbol mediocre.

—Amigo, sabía que te tenías que ir. La verdad, yo también quise que te fueras, lejos incluso, pero ¿por qué no volviste? ¿por qué te quedaste tanto tiempo?

Todos mis borradores de esta conversación terminaban aquí. Justamente aquí. Sin poder decidirme por una respuesta apropiada, intenté usar el humor.

—Cinco años no son tantos, por Dios, yo no estoy muerto, ni tampoco tan viejo, y mira qué poquito han cambiado las cosas. Hasta Obama sigue de presidente, igual que cuando me fui.

—Sí, tienes razón, pero ahora es un criminal de guerra, no tiene ninguna posibilidad de pasar una ley por el Congreso y todos los jóvenes están desilusionados con él.

—Qué manera de hablar, chica. Nadie se podría imaginar que tú trabajaste de gratis en su campaña en 2008. Algunos dirían que la que ha cambiado eres tú.

—Uno se cansa de esperar. — su mano fría se posó en mi hombro.

—Creo que tu esperas demasiado.

Estoy seguro de que si tu té no estuviese casi hirviendo, me lo hubiese tirado en la cara. Vi las lágrimas, casi cómicamente grandes, que se asomaban mientras agarraba las llaves y tiraba la puerta, dejándome solo en su apartamento.

***
El presente texto hace parte de su novela inédita «Versión original».

____________
* José Darío Martínez Milantchi estudió Literatura comparada en Yale University. Tiene una maestría en Literatura moderna de la University of Oxford. Sus áreas de investigación son la literatura latinoamericana moderna y la contemporánea, la literatura persa clásica y la moderna, la teoría del cuento, los estudios caribeños, el humor y la narrativa. Ha publicado en la revista arequipeña Los Juegos Verdaderos el artículo «El día que inventé a Jorge Luis Borges».

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