Literatura Cronopio

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No obstante, sonaron en el campanario de la plaza pública las seis campanadas de la tarde del treinta y uno de diciembre. Aquel infeliz que había permanecido sopesando durante días enteros su sangre de estatua, se levantó y anduvo por la celda pateando los charcos. Chucho caminó hasta allí, con viejas furias en la mirada, sin siquiera fijarse en el rostro del hombre que lo había condenado irónicamente a días de tedio silencioso y le preguntó si quería algo de beber o comer antes de que vinieran a llevárselo.

—¿Oíste, corazón? Nos quieren conceder la última voluntad. Quiero vivir y vida no me pueden dar, solo voluntad para vivir me queda y eso no me lo pueden arrebatar —Parafraseaba Chucho, lo que creía haber escuchado decir al presidiario mientras los goznes de sus huesos parecían temblar con firmeza entre las sombras.

Sus palabras retumbaron con tenacidad. Pajaritos cenicientos le escaparon de la boca, de la vacua prisión que los retenía. Cuando los tenues astros de la tarde se vinieron abajo y la luz eléctrica se prestó trémula a las visiones de Chucho, éste reconoció a un viejo poeta que había abandonado todas las horas de todos sus maduros días en una empresa de equidad y armonía. Había visto fotos del tipo en los muros grises de las malolientes calles y en los límpidos periódicos. Comidilla de buitres. Había repasado ese rostro cadavérico que ahora se le postraba con desdén y amargura. Los encabezados lo daban por desaparecido en las huelgas de obreros y en las manifestaciones «políticamente incorrectas».

Pero la verdad sea dicha, lo detuvieron cuando se prestaba como periodista dándole voz a los inconformes, denunciando los crímenes y la masacre del gobierno en turno. Chucho sabía que aquel «rojo» no era más que un ladrón de fuegos transparentes y, con tristeza, reflexionó acerca de todos los esfuerzos de ese hombre por lograr la igualdad. Esfuerzos que terminaban ese día frente a la mordida vil de los cañones.

Era inocente, Chucho lo sabía, pero tenía órdenes. —Después de todo, yo soy solo un hombre y ¿Qué es un hombre en estos días? —indagaba.

Chucho, el Arriero de hombres, lo condujo hasta el patíbulo. Ambos lloraron amargamente como hermanados en el secreto de sus corazones mudos. El Arriero le prestaba a su rostro una máscara mórbida, impávida, pero sus ojos traicionaban la convicción de su mole, obligándole a dimitir de su frialdad.

El viejo poeta lo miraba a través de sus cabellos blancos, sus labios que eran como caminitos de tierra germinando horizontes, se entreabrían lánguidos para tomar sus últimos respiros. Las balas perforaron la carne y sonsacaron un último suspiro de valor al desgraciado rojo que nunca había sido tal cosa. Muchos años más tarde, en la noche infante, toda llena de ceniza y nostalgia, en medio del ensordecedor escándalo del júbilo por el año nuevo, yo le pregunté a Chucho, mi padre, cómo podía conciliar el sueño en las noches desde entonces.

Su perfil tosco moría ante el flagelo de la conciencia. Era como una sombra flotando a la deriva sobre la cartografía muda de la luz, sus ojos se posaron en la bóveda celeste en la que reventaban como arañas de colores los artefactos de la pólvora festiva y de sus labios se arrastró serpenteante una respuesta largamente perseguida por una jauría de remordimientos, una indagación angustiosa de la mente:

—¿Y quién te dijo que yo he podido dormir desde entonces?

HÚMEDO PERRO DE LA MELANCOLÍA

Había estado esperándola con resignación y una ternura amarga. Impaciente frente a la marcha isócrona del reloj, lánguida y tortuosa. Llegué a desesperar brevemente en la angustia de adivinar el motivo, ajeno e incomprensible, por el que me había llamado monstruo, con dos pies en el umbral siempre escaso de la puerta.

Los instrumentos, organizados con precisión quirúrgica, yacían extendidos sobre la mesa de trabajo. El alma inmaterial de mi arte se abstraía de la composición casi irreal de las brochas, los pinceles siempre recortados por la falta de presupuesto y las múltiples versiones del color; los rostros ingrávidos de la luz y la sombra.

La pintura existía sin delirios de grandeza; embotada en el mundo, en la mitad de la sala, extendiendo con vileza sus ruidos mínimos y asexuales. El rostro de una mujer, ciertamente hermosa, aparecía de la nada en medio de una bruma incontestable por las líneas desesperadas con que yo iba combatiendo la sed y el hambre que durante las horas crecía en mí y en la modelo.

Hacíamos breves pausas, obligados por el peso del cansancio y el sueño. Resultaba también cotidiano, monótono acaso, el beso persistente y estoico. La lucidez de las primeras horas y la charla interrumpida solo quizá, por un pronto deseo carnal que no podía reprimirse o amenazaría con reducir toda la obra a una pronta ruina.

A veces jugaba esparciendo, con la fósil humedad de los dedos, las tintas y los óleos en los rincones ocultos y misteriosos de su cuerpo de ambrosía, en la sombra de los besos que le plantaba en los pequeños caminos que la luz dibujaba sin discreción. Fue quizás por esto que comprendió, sin comprender completamente, mis intenciones y se marchó con la despedida ausente, desgraciada.

Volví a mirar la pintura con un afán enfermizo. El cuerpo de aquella criatura femenina se suspendía libre en medio de la tela, sin tiempo o compromisos inesperados que me obligaran a buscar inútilmente a la modelo que había prestado la victoria de su pequeño no ser, a mis desahogos artísticos. Los tobillos un poco elevados y la punta de los pies, agonizando en la frontera del equilibrio. Los hombros caídos, vencidos por alguna violencia cáustica e ignorada. Los senos; pequeños, humildes, mirando tristemente a un individuo anónimo, que no podía poseerlos o usurpar completamente. Con o sin frustración secreta, el olor a naufragio que nacía infantil en los pezones y sangraba haces violetas sobre el abdomen y el sexo.

Me repetí que no necesitaba de ella para terminar la obra. Cualquier hembra poderosa y manifiesta, antítesis de la cordura o el amor, podía afirmar las siluetas ya creadas, adivinas tal vez en el último segundo de la noche. Llamé a Onetti. Delineé su voz en el aparato con fragmentos de imágenes que aludían al movimiento de sus labios y a la pereza con que escapaba su sabiduría en hondas podres. Pude adivinar la sorpresa que le suponía mi llamada, mi resolución fatídica y vacía de pedir un favor nunca antes pedido, un auxilio distante en la naturaleza infame que me desnudaba.

—Necesito una mujer —dije con cinismo. —Pero no cualquiera. Necesito a una mujer frágil, enferma de melancolía en la longitud siempre dolorosa de la mente, destrozada por el ruin trabajo de los días.

Me convencí de la mentira húmeda de su misericordia o su lastima. Colgué el aparato con la seguridad de haber conmovido un leve sentimiento en lo profundo de su corazón poeta. De repente se me ocurrió, casi de golpe, que lo veía por primera vez: La levedad y el peso. Lo insignificante y lo esencial. La existencia acumulada en ese pequeño espacio por el que me paseaba con medio cuerpo desnudo, fumando ahora en intervalos, apenas interrumpidos por el balanceo casi rítmico de mis manos en un juego de ser o no ser.

Sin siquiera advertir el ruido seco de la mano golpeando la puerta, me aproximé al umbral con un rostro definitivo. Seguro de la inutilidad de mi esperanza y la mueca apenas desastrosa, fingida de la fe en los hombres y más aún en los artistas. Abrí la puerta sin esperar nada a cambio, pero en ausencia del silencio nació su voz quebrada y melancólica.

—Juana. Juanina para todo el mundo, menos para vos. Vos tenés que llamarme Juana, es la única condición.

Acepté sin remover las aguas malolientes del orgullo, sin prestarle una voz a la inconsciencia. Admiré la exactitud de las costillas paulatinamente enmagrecidas y para siempre. Las sombras mortales que su padre había dibujado con palabras, exclusivamente para ese momento, esa posibilidad de encuentro íntimo entre un hombre y la ficción.

Le indiqué la posición incómoda que inventé primero para exponer la desesperación humana y la vi, con incredulidad, adoptarla lentamente, sin problemas, sin preguntas. Con la mentira siempre útil del talento, imaginé su carne en la silueta femenina de la pintura, viva aún, despierta a las pequeñas vibraciones cíclicas de la sangre en las venas y el aire en los pulmones. Tuve que tocarla sin embargo, hundir mi propia desesperación en la oquedad de las formas que la construían a mi tacto. Lamer con la punta ceniza de los dedos los pequeños párpados, las puntas sonrosadas y temblorosas de los senos, la línea nunca vista de la nuca y la rugosa promesa de la noche, escondida en sus adentros.

Al inaugurar este nuevo infierno, este desgarre doloroso y excelso, no pude suponer la reptante rapidez de la desgracia. Dibujé con líneas largas y descuidadas una cuerda que se fue tensando en la proximidad de la piel desnuda y tersa de su cuello. La voz enronquecida de Juana, vencida ahora por la asfixia, murmuraba algo tierno e ininteligible. Encendí otro cigarrillo, que sentí inundado por la humedad amarga de la trementina y el olor a muerte que se confundía con la noche. La puerta permanecía abierta, nadie tenía tiempo para aquello. Acaricié su rostro en la pintura y comprendí en seguida la lagrima grisácea o púrpura como una señal de la completa resignación ante lo inevitable.

Con un brusco golpe de la brocha borré —y para siempre—, la inestable barra paralela de un material desconocido y brillante, en el que apenas lograba Juana apoyar la punta de los pies. Escuché la muerte lenta de Juana, suspendida desde un punto inexorable, por una cuerda tosca y brutal. Cerré los ojos ante el respiro exhausto de la victoria y al abrirlos no había nada más que la pintura y un espectro de palabras que se iba deshaciendo y cuyas formas se iban confundiendo con el viento que entraba por la puerta.

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* Arturo Hernández (Bogotá D.C, Colombia) es escritor, docente y poeta. Fue honrado con el título honorario Embajador de la Palabra (Museo de la Palabra, Fundación César Egido Serrano, España, 2014). Es posible además, encontrar una parte de su obra en la Revista Humus de la Universidad La Serena (Chile), en la Revista Literaria Pluma y Tintero (España), en la Revista literaria La Caída de la Pontificia Universidad Javeriana (Colombia), en la Revista Demencia (Colombia–México), en el Periódico Virtual Las2Orillas (Colombia), en la Segunda Antología de Poesía de EdicionesDeLetras (2013). Prologó el libro de poesía Identidad del poeta y periodista argentino Leandro Murciego y realizó la introducción a la edición bilingüe de El Cielo Ajedrez del poeta español Antonio Agudelo. Le han sido realizado numerosas entrevistas, destacando sus intervenciones en la radio argentina para el programa Noche de Letras 2.0, en la radio estadounidense en Punto y Seguido Radio para el programa Debajo del Sombrero, en la Revista Cinco Centros y en la Fundación Universitaria del Área Andina (Colombia). Es autor de La Carta Robada (2017), Olor a Muerte (2011) y es el Director de la Revista Internacional de Cultura y Artes, Noche Laberinto.

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