Literatura Cronopio

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Departures

DEPARTURES

Por Campo Elías Flórez Pabón*

No me gustan las despedidas, y más si estas aparecen en el libro de la vida. Sólo quedan lágrimas y no se soluciona nada con estas; sobre todo si lo que se va no vuelve jamás; porque sabemos que si no es con esa persona específicamente la vida no vuelve a valer la pena. Pero cómo retenemos a los que se nos van con la muerte a pasear a otros mundos. ¿Cómo sacamos cabeza a ese Leviatán que nos traza el camino del más acá y del más allá?

Si es verdad, da distancias de ventaja en esta carrera que es la vida, pero no basta para ganarle. Resta la fe de creer que solo se lleva el cuerpo, pero lo que éste contiene no puede morir. Es permanente y no tiene las medidas de lo corporal. No se enferma, no sufre hambre, no tiene sueño, no desea, no se preocupa por el qué dirán. El dinero no le hace falta, está en completa libertad sobre lo que le atara y temiera en vida.

No hay un reloj que lo atormente en las mañanas para pensar que va tarde para el trabajo, y que si éste no le gusta lo que haces puedes terminar despedido. No hay preocupación por la hora del almuerzo o por ir a recoger los niños al jardín. Nada preocupa, nada falta, todo se calla. Hasta el pensamiento que es un traidor. No hay moral, ni bondad ni maldad. No hay acción.

No hay amor, enamoramiento o traición, menos deseo o corazón que se rompa porque a otro se le dio la gana de hacerse un nuevo amor. No hay que arreglarse para ir a una fiesta porque allí puede estar el amor o el atormentador de tu vida. No hay sexo, querer que nos engañe en nuestras pretensiones. No hay motor que mueva nuestra vida. Nada es nada.

No hay palabras, pensamientos, o qué estudiar. No hay orientador o profesor para el que debas estudiar. No hay cualificación, tesis, o trabajo de grado. Solo es un allí, un ajá, un expirar que dura toda la eternidad. No importa si te graduaste, o te hiciste profesional. No importa si con eso consigues dinero o simplemente te vuelves un asno en un trabajo normal. Aquí no hay que destacar.

No hay nada, ni religión, ni fe, ni Dios. Solo tú, y la consciencia de ese yo que fue, y que sonríe de lo tonto que fuimos, de lo mal que invertimos tiempo y esfuerzos por guardar papeles a los cuales atribuimos el valor y les llamamos dinero. De las malas decisiones que con el planeta hicimos, pues lo herimos de muerte lenta, gota a gota, que como mazorca desgrana la existencia de cuantos vivimos en una noche cautelar.

No importa tu apellido, color, raza de piel, inclinación sexual, si te depilas o no. Aquí nada de eso se tiene en cuenta. Porque al final de cuentas lo que importa es cómo vivimos, para que desde la muerte no nos atormentemos eternamente de cómo invertimos nuestra vida, sobre cómo fueron mis decisiones.

Ahora si entiendes porque no me gustan las despedidas.

IN DESIDERATUM

Ya no leo a Mark Twain ni espero que el forastero misterioso sea el diablo.

Tampoco invoco las venganzas colosales de William Shakespeare.

Menos adoro las tragedias de Nietzsche que nos convertirán en héroes o mendigos.

Nada me queda al caminar desnudo por el piélago de mis deseos los cuales confundo con la razón.

Lo único que adoro es a lo que sabe tu nombre, sólo como el mismo sabe en mi memoria, al ser procrastinado tu recuerdo por las letras que adornan tu nombre y la lasciva ortografía de mi sexualidad sobre nuestro Kamasutra de recuerdos. El cual ahora ilustraré con lentitud, y ojos plenamente abiertos para que nadie sospeche que otra vez estoy sobre ti, creando manos a nuestras lenguas y nudos a los cuerpos en esa cama de deseos que todos tenemos escondidos, pero que raramente revelamos como lo hizo Burroughs al plasmar su alma por haber asesinado en un almuerzo desnudo a la mujer a quien amaba.

Así estoy en penitencia al mirar lentamente tu nombre, reconocerlo y no sostener más que gotas de imaginación de lo que fuimos y somos en el reino de los sería, de los será, de lo que pudimos ser y no fuimos ya nunca más.

De esta manera haré mi desideratum para tomar tu nombre entre mis labios y pronunciar que te extraño, confiando que estas palabras atraviesen el tiempo, y de la nada repiquen un día 19 de febrero a tu oído.

En consecuencia, venceremos así la muerte, el recuerdo y el sarcasmo irónico de la vida para que las promesas una vez hechas sean en el lenguaje de la mente, la máquina del tiempo que quita saudades de que algún tiempo pasado fue mejor porque estuvimos acompañados de esos seres que ocupan el corazón.

Allí Picasso, Miguel Ángel y Verrocchio sentirán envidia de nuestra técnica como nos pintamos, como nos amarramos el corazón de los que se fueron a la tumba antes que yo.

ODISEA

Era un Ulises troyano, que navegaba en el verano eterno de los pensamientos que uno crea cuando está echado, aburrido en uno de los sofás que hay en la sala de la casa; igual que el perro que descansa sobre el porche, que sólo levanta la cabeza para mirar si le trajeron algo de comida. Yo era ese Odiseo que cavilaba por las estrellas y asteroides de un multi-verso de ocurrencias que la palabra había creado en mi mente. Surgían miedos, aventuras, apatías y muchas cobardías de infelicidad por no aprovechar esas ferias veraniegas, todas esas taras eran mi enfermedad para salir de dónde estaba preso; hasta que fui liberado por un suceso particular en torno del hall de entrada. Mi abuela con más de 70 años que camina con bordón pasó a toda velocidad escondiéndose, de algo o alguien que la perseguía. Su cara de temor la hacía ver con más arrugas que de costumbre.

Me levanté, tomé su mano, y quise desafiar los dioses del antiguo Olimpo por quitarle la tranquilidad a ese bello ser. Allí alcancé a pensar cuán terrible era Zeus al no respetar ni siquiera la edad y afabilidad de un ser casi angelical. Así, una hierofanía seráfica se escurrió por mis oídos. Hermes me dijo que ella sería mí medicina; aquel brebaje que me daría pasar esa tarde taciturna del verano que acaba de iniciar.

En un instante comencé a revolver la barba imaginaria, esa que tienen todos los eminentes locos, magos y aventureros, esos pelos blancos que colgaban de Gandalf o de Albus Dumbledore. Esa barba blanca o ceniza que habla de mil lides, y grandes aventuras. Esa barba que pensaba que algún día me habría de salir. Froté mi quijada pensando que tenía mucho pelo. Concluí en una decisión, y un gusto por hechos sin importancia, por cosas banales que cobró esencia y existencia como ese mítico nuevo y antiguo viaje: la Odisea.

Sonaron tres campanazos anunciando las tres de la tarde, y como un autómata deduje la cara de terror de la abuela. Era la hora de su medicina para el estreñimiento, o para vaciar la ampolla rectal, como un día había leído en el empaque donde venían contenidas esas cápsulas que eran producidas en el infierno, porque te hacían ver el demonio si no te las sabías aplicar.

Con razón intentaba huir, así no tuviera un lugar donde guarecerse. Ella todos los días intentaba escapar, se parecía a Sísifo. En esta ocasión, frente a esa catástrofe, yo fui su verdugo, la detuve en plena marcha. Una sonrisa me poseyó cuando grité que estaba en la sala de start, que se dieran prisa porque ella se podría liberar del castigo que se contenía en once letras; hecho que viró en un espectáculo vespertino para mí.

Esa fue mi aventura de la tarde: ayudar a la caza de un inocente y divertirme con sus gritos-ahogados. Pero lo que yo no sabía era que Zeus me estaba mirando, y el dios de los mortales desde el infinito escribió su venganza en el libro de la vida por causa del llanto de un inocente. Se valió en aquel entonces, de mí gusto por la comida picante y firmó la sentencia rápidamente diciendo a oídos del médico, que me atendía por sufrir de hemorroides y estreñimiento por causas hereditarias. Escribió una receta médica dictada por el rey de los dioses del Olimpo que decía: Su-po-si-to-rio liposoluble dos veces al día durante tres meses; y lo que yo había comenzado con una risa se transformó en dolor y llanto.

Después que leí esa sentencia de 22 letras al día por tres meses, sudé frío. Supe al instante que esa sería la verdadera aventura de Odiseo y que, lo de mi abuela no fue más que una provocación de Atenea para librarme de los brazos picantes de la Ninfa Calipso que me había poseído casi diez años atrás, para mantenerme esclavo de sus sabores, y que olvidara el Ítaca de unos alimentos saludables.

Tres meses era la sentencia dictada para librarme definitivamente de sus cadenas. Empecé a contar el primer día con alegría para mi liberación. Pero ese día también sufrí la venganza de Poseidón inocentemente, pues me entregué sin resistencia a unas manos familiares para que mi madre Penélope me aplicara el primer supositorio, pues ella era la que había aprendido de Circe, la enfermera que vino a enseñarle como ponérselos a la abuela.

Tengo que confesar que no sentí ese primer día 22 letras sino como 44; pues el tridente del resentido Poseidón había hecho mella en una parte de mi cuerpo. Ese día entendí porque la abuela corría. Al siguiente día yo era más rápido que la abuela, y mientras corríamos para librarnos del «castigo», ella con caprichoso encanto dijo cerca al oído cuando nos apresaron: «sólo las tres primeras veces duele, después lo que te aterra es ese olor a mierda…» Mientras las horas pasaban aprendí a olvidar el tiempo, pronto llegó mi cita vespertina otra vez.

Así se apagó la luz de mis ojos que eran brillantes, y al contrario de mi abuela que siempre huía, yo después del tercer día no lo hice, hasta que mi hermano mayor, con un enema Travad de más de 500 mili-litros, que precedería las once letras de la tarde del penúltimo día de mi sentencia, me hizo querer huir otra vez. Ojeroso y pálido, yendo-viniendo del baño siempre se me veía, y aquella mano que fuera mi «medicina» con sabor a coraje para conquistar el mundo, desapareció porque ella corría y yo no. —Cosa que me ensombreció—.

Ya iban 89 días, 10 horas, y 12 minutos de la aventura, que desde el primer día no cambió mucho, y con apatía espero las once letras de la tarde que me darían alivio.

Después de esos tres meses, nunca más me burlé de mi abuela, ni quise contar a nadie de ese procedimiento lisonjero, que más bien me pareció una violación consentida entre el médico y yo. El aburrimiento del verano desapareció, estaba listo para aprovechar el tiempo en un trabajo de media jornada en un restaurante de comida vegetariana. Mi llegada a Ítaca, a pesar de todo, había sido un éxito particular. La vida otra vez era mi aliada para nunca olvidar que la felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace como lo hacía sin descanso la abuela.

¿CÓMO NACEN LOS NIÑOS?

Rosita sentada en la cama intenta callar a su hijo que llora, mientras su hija Patricia se le retuercen las tripas por el hambre. Son las 12:30 p.m. y no ha podido hacer algo de almorzar. Esteban, su hijo menor, llora como río zumbador. Le están saliendo los dientes y esto no lo deja alimentarse bien. Siente una tristeza, unas ganas de llorar, al ver que las cosas no eran como las había imaginado. Aquel de quien se había enamorado, un tal Joaquín, la había abandonado al saber que su tercer hijo venía en camino. La primera vez a Rosita le tocó contar, pues la barriga de dos meses ya la delataba. –—Seis meses y ni una llamada—. Al que nunca le gustó el circo ni el show de magia, había hecho el mejor de sus actos: desaparecer como si fuera el gran Houdini. Escapó de su responsabilidad.

Había caído todas las veces infamemente. La tercera era la vencida, pero aquí tampoco hubo excepción; otra vez sola y luchando con la vida. Ella ya gruesa y abultada no se quejaba de que le tocara trabajar más de seis horas vendiendo obleas en el parque central para ganarse el sustento de su familia. Pero todo pasa cuenta de cobro, y al medio día, con esos kilos demás no era que quisiera hacer algo más. —Volvió para su casa—. El llanto y las tripas de los niños volvían todo una pesadilla, en la que dormir era la única salida, pero cómo hacerlo con tanto alboroto.

En la madrugada del día a día tomaba fuerzas del tuétano de su alma; y con la imagen de los niños en la mente siempre, todos los días, conseguía fuerzas para continuar. Diciéndose que el mañana sería mejor. Ese era el principal condimento del arroz que nunca faltaba, y de los frijoles que reemplazaban la carne imaginaria que algún día probaron los niños, y que más nunca volverían a probar. A eso se le sumaba un par de tomates picados y cebolla roja partida en julianas. Sal, limón y agua miel para acompañar. Ese era el menú del domingo, o del martes, no importa, ese día era igual que los otros, pero lo importante era que los días terminaban.

En la casa casi dos horas habían transcurrido, los problemas parecía que se solucionaban. El pequeño Esteban comía y dormía, Patricia se lavaba los dientes y Rosa lavaba los trastes, que el comer acarrea. Es que esta tarea a nadie le gusta, todos preferimos comer, que limpiar. Mas no había qué excusa tomar para evitarlo. En silencio, Patricia cuidaba del pequeño, mientras ella terminaba sus labores, con un dolor de espalda que nadie podría creer. Sin embargo, la barriga pesa, la vida tira, la responsabilidad mata más rápido que el cáncer. Todo esto hacía los días más pesados, pero hoy, era ese día, el día que todos queremos evitar, y sólo acostarnos a dormir, despertar seis años después descansados y ver nuestra problemática solucionada. Lo único que se podía hacer era acostarse a dormir. Acomodó a los niños contra la pared en la misma cama, sirviendo ella de barrera para que no se cayeran.

Apenas tocó lo suavecito de una cobija de algodón perchado que tenía, se sumió en un sueño profundo, como cuando te mueres. El sueño que da el trabajo fuerte, y la vida ocupada. En ese instante nada ni nadie la hubiera hecho despertar de no ser por el llanto de Esteban, y es que no hay alarma que suene más fuerte que el instinto maternal. Abrió los ojos desesperada, creyendo que había dormido sólo un minuto, pero ya todo estaba muy oscuro y no pudo ver nada. Lo único que atinó fue a tantear la cuerda que encendía un viejo benjamín que iluminaba su habitación, sólo que en el camino sintió algo mojado. Tendría que cambiar al niño pues había desbordado el pañal.

De un tirón aparece la luz, y observa su vientre abierto, la sangre que cubría las piernas de Esteban llorando. En el piso un feto de ocho meses muerto por la asfixia que el cordón umbilical le había provocado. Lo había entendido al instante por el color morado. Al final del cuarto, cual fantasma callado, Patricia con el cuchillo de la cocina aún en las manos, delataba al culpable con su delantal ensangrentado.

Horas más tarde, la niña en la estación de policía es interrogada por lo que ha hecho. Respondiendo con inocencia que ella lo único que quería conocer era cómo era una cigüeña.

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*Campo Elías Flórez Pabón es licenciado en Filosofía de la Universidad San Buenaventura en Bogotá. Especialista en Gestión de Proyectos Informáticos de la Universidad de Pamplona. Magister en filosofía de la Universidad Industrial de Santander. Actualmente es estudiante de doctorado en filosofía en la Universidad Estadual de Campinas. Entre sus publicaciones se encuentra el libro de poesía Conversaciones con la Servilleta, y La Justicia Comunitaria en Colombia. Además de una serie de manuales para el área de las humanidades. Ha publicado algunos artículos académicos en revistas nacionales e internacionales en referencia al tema de la muerte, la literatura, y la filosofía. Entre sus investigaciones destaca su tesis doctoral sobre la Edad Media y el Renacimiento, en torno de la obra política de Thomas Hobbes. Entre sus reconocimientos está el ser ganador de la Beca OEA 2014-2017 para estudios doctorales en Brasil. Trabajos ejercidos como docente de la Universidad de Pamplona desde el año 2005 hasta el 2014. Durante este periodo también fue docente de la Universidad Simón Bolívar, sede Cúcuta, y asesor para la Escuela de Carabineros de la Policía en Vélez (Cundinamarca). Para ampliar información ingresar en el currículo online: https://lattes.cnpq.br/5432653356505523

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