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Cinco siglos de fernando el catolico

CINCO SIGLOS DE FERNANDO EL CATÓLICO

Por Fernando Lolas Stepke*

El año 2016 es de centenarios ilustres. De momento, se conmemora la muerte de Miguel de Cervantes y del Inca Garcilaso de la Vega, fallecidos en 1616. Más lejos, hace quinientos años, se publicó «Utopía», de Tomás Moro, hasta hoy epítome de los lugares inalcanzables de la felicidad. Y en ese año de 1516 murió Fernando el Católico, rey de Aragón, consorte de Isabel de Trastamara, a quien el papa Borgia Alejandro VI hizo llamar para la posteridad el Rey Católico.

Baltasar Gracián, en su ya famoso libro «El Político», segunda de sus obras publicada por primera vez en 1640 pero sólo conocida en su segunda edición de Huesca, en 1646, declara de Fernando: «Opongo un rey a todos los pasados; propongo un rey a todos los venideros: don Fernando el Católico, aquel gran maestro del arte de reinar, el oráculo mayor de la razón de Estado». No escatima el jesuita elogios para el monarca, al que compara con los más sapientes y los más valerosos de los gobernantes que la historia conoce. Su breve obra será «no tanto cuerpo de su historia cuanto alma de su política; no narración de sus hazañas, discurso sí de sus aciertos».

Cuando Fernando se une en matrimonio a Isabel de Castilla es rey de Sicilia, entonces parte del gran reino de Aragón, que comprende además Cataluña y Valencia, y pronto sucederá a su padre, Juan II. Se dice que arrostra peligros e incertidumbres, ya que el hermano de Isabel, Enrique IV de Castilla, llamado «El Impotente», deseaba que ésta fuera esposa del rey portugués Alfonso V. Las complejas relaciones geopolíticas de la época obligaban a Castilla a decidir entre Portugal y Aragón en su intento por contrarrestar al francés y aumentar el poderío de Castilla. Estaba también de por medio el complejo asunto de la hija del rey, Juana, llamada la «Beltraneja» por suponérsela bastarda del privado Beltrán de la Cueva. Algunos nobles vieron en ella la legítima heredera del trono castellano y la guerra civil, finalmente decidida a favor de Isabel con el apoyo de parte de la nobleza castellana y el auxilio precisamente de Fernando, permitió la alianza de los reinos de Castilla-León y de Aragón, dando origen a la monarquía que, pasados los siglos, crearía España y con ella uno de los mayores imperios de la historia.

Isabel, cuyo talento político no es desmentido ni por los contemporáneos cronistas ni por quienes escribieron después, se hizo proclamar reina y propietaria de Castilla el mismo año de la muerte de su hermano Enrique, en 1474, tras años de desencuentros y negación de compromisos debidos a su matrimonio con Fernando. La infanta Juana, prometida primero al rey de Portugal y luego solicitada en matrimonio por numerosos magnates (entre ellos el propio Fernando a la muerte de la reina Católica Isabel) terminó sus días en Lisboa, alejada de toda disputa dinástica pero quizá consciente de su papel histórico que no llegó a plasmar en reinado. En esto semeja su suerte la de la otra Juana, hija de los Reyes Católicos, llamada «la Loca», que pasó más de cuatro décadas encerrada en Tordesillas, primero por su padre Fernando y luego por su hijo Carlos, quien primero se proclamó rey de Castilla, fue luego emperador electo de Alemania (o lo que entonces daría origen a Alemania) y heredó también Aragón y el Flandes de su padre, Felipe el Hermoso. Felipe el Hermoso también murió hace cinco siglos, en 1516, tras intentar vanamente ser coronado rey castellano en propiedad y ser objeto de un amor de su esposa Juana que traspasaría las fronteras de la muerte. Su cadáver estuvo en el convento de Clarisas, cerca de Tordesillas, por voluntad de Juana, quizá por amor, quizá por cálculo.

A Fernando el Católico el destino le deparó momentos inolvidables. El año de 1492 fue un «annus mirabilis». A comienzos de él cayó el reino nazarí de Granada, último reducto musulmán en Andalucía, aquejado tanto por disputas intestinas como por el apremio de aragoneses y castellanos, que en cruenta y prolongada guerra le conquistaron. Ese año, también, el navegante Cristóbal Colón arribó a las nuevas Indias, creyendo hasta su muerte haber alcanzado la tierra de las especias, los míticos Cipango y Catay. Su empresa fue desautorizada por expertos tanto en Portugal como en Castilla, objetando —con razón— que los cálculos del Almirante respecto de las distancias navegando el Atlántico estaban errados. Dícese que fue la reina Isabel, aconsejada por su confesor desde la Rábida —el «belén de América», pues en el monasterio nació la idea del inmortal viaje— y contradiciendo a los sabios la que autorizó finalmente la expedición y dotó a Colón de los medios para llevarla a cabo, concediéndole al tiempo los beneficios y privilegios como Almirante de la Mar Océana que el navegante genovés reclamaba. Fue el año también en que se expulsó a los judíos de la monarquía castellana y el que daría origen al tribunal del Santo Oficio, con el fin de perseguir a judaizantes y moriscos, que tan grande sombra arrojó sobre España y fue origen de la leyenda negra que luego acuñaron sus enemigos.

Fueron tiempos de fundaciones, como la Universidad de Granada, de la que esperaba Fray Hernando de Talavera que fuera crisol de las confesiones que entonces coexistían en la Península, los monoteísmos islámico, cristiano y judío, de ciudades y poblados reconstituidos tras la larga reconquista, de auge económico acrecentado por las riquezas de las Indias occidentales. También de las universidades de Sevilla, Valencia y Salamanca, que formarían la clase burocrática que administraría los reinos, desplazando a la nobleza

De esa feliz unión y de la Monarquía Católica habría de nacer aquel imperio en el cual, al decir de los cronistas, nunca se ponía el sol. Visitar Granada y ver las tumbas de esos reyes, acompañados de su hija Juana y de su esposo Felipe de Habsburgo, es reencontrarse con la historia.

El Gran Capitán Gonzalo de Córdoba, al reformar el ejército, permitió las notables hazañas de los famosos tercios, que combatieron en Flandes, en Italia y en Francia, y dieron a Castilla aquella voluntad de poder que solamente inhábiles reinados mermaron, aunque el imperio subsistió aún después del ascenso de los Borbones, con Felipe V, nieto de Luis XIV, al iniciarse el siglo XVIII.

Sin duda, el reinado de los Reyes Católicos fue la simiente de la grandeza de España, el comienzo de esa articulación de reinos y señoríos que legaron a la posteridad religión y lengua, además de depredación y exterminio. Es sin duda el destino de los poderes coloniales quedar en esa incierta región de lo ambiguo, alabados y criticados.

De lo que no cabe duda es de la importancia que tuvo la figura de Fernando de Aragón, el Rey Católico, cuya muerte hace cinco siglos se conmemora en 2016. Reinó en Aragón, Sicilia, Nápoles y Castilla y puso los cimientos de lo que el azar de los matrimonios y la compleja deriva geopolítica del período que media entre el Medioevo y el Renacimiento convertiría en el Imperio Español.

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* Fernando Lolas Stepke es médico cirujano, psiquiatra y escritor chileno. Miembro de Número de la Academia Chilena de la Lengua, Académico Correspondiente de la Real Academia Española. Ha escrito ensayos literarios (premios Pedro de Oña, Gabriela Mistral, Manuel Montt, Consejo del Libro y la Lectura) sobre temas de historia y humanidades médicas. Ha escrito varios libros sobre bioética y ciencias humanas; Conferencias en diversas instituciones. Programa Interdisciplinario de Estudios Gerontológicos en la Universidad de Chile. Columnista de los diarios La Época y El Mercurio (Santiago de Chile) y Hoje em Día (Belo Horizonte, Brasil), con libros de recopilación de crónicas. Tiene cerca de cuatrocientas publicaciones en revistas nacionales e internacionales en español, inglés, alemán, polaco y portugués como el Journal of Philosophy and Medicine, Social Science and Medicine, Transcultural Psychiatry y World Psychiatry. También es editor o miembro del comité editorial de varias revistas especializadas en psiquiatría y medicina.

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