Escritor del Mes Cronopio

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Incubo la trinidad de la antigua serpiente

ÍNCUBO. LA TRINIDAD DE LA ANTIGUA SERPIENTE

Por Nicolás Correa*

Y serán cartas que llevarán el origen de los días y de las fuerzas alejadas del sol. Ahora, vos que también le entregarás tu tiempo a estas líneas, dejá a un lado tu mundo conocido y preparate para entrar en un período de oscuridad, que nadie sabe cuánto durará. Lo único que sé es que el día de mañana nuestros hombres tendrán una historia jamás contada.

* * *

I

Los muertos murmuran a mi paso.

Los escucho. Escucho el movimiento de sus cadáveres, la viscosa forma que han tomado sus carnes, el rechinar de sus dientes, cada uno de los gusanos que los corrompe; escucho el alarido de sus almas, la contorsión eterna a la que son sometidos, el resplandor del cielo que se aleja. Escucho que me maldicen, gritan y blasfeman. Que piden la muerte para mí y para lo que llevo conmigo.

Escucho otras cosas también.

El sonido de bestias enfermas que corren a mis espaldas. Son dragones antiguos, invisibles a los ojos del hombre. Ya no soportan la paciencia. Ni guardarse debajo de las camas, de los espejos acorazados, las calles desoladas o las sombras de los árboles.

Sé que van a levantarse y correrán detrás del hombre como fieras, y harán una noche de cacería eterna.

Sos tierra muerta, es el breve latido que trae el viento. Los ángeles no se acercan ya, ni la Virgen de los Mil Mantos. Mi alma, mi espíritu, avanzan en el puño, en la letra, en la palabra en sombra, que intenta reconstruir la historia. Mi cuerpo arrasado e invadido por la llama infernal es escritura de los días pasados y señal de los días venideros. De alguna manera que todavía desconozco, soy enigma del presente y el futuro. Cómo o por qué, preguntarás, y es esta carta que personalmente marcho a entregarte, donde encontrarás explicación. En tanto leas, entenderás que ya no es el destino de un hombre o el de un barrio el que se cruza en este nefasto trance.

Es raro el accionar de las fuerzas que se esconden a nuestros ojos; el hombre nunca entenderá de las puertas que se abren entre un mundo y otro, como nunca entenderá que hay cosas que se manifiestan a espaldas de nuestros ojos. Y esas fuerzas que dominan la oscuridad, que de ella nacen como un sol de sangre, harán que el hombre se meta en las cavernas de las peñas, y en las aberturas de la tierra, y en forma de presencia espantosa, y por el resplandor de esa majestad horrorosa, se levantarán otras majestades aterradoras nunca vistas, para herir a la tierra.

Ese día, no muy lejano, se arrojará al hombre, a los animales, y a todos los ídolos de oro, hechos para adoración, y se entrará en las hendiduras de las rocas y en las cavernas de las peñas para diezmar la humana forma. El bramido del león será en el vientre: rugirá a manera de leoncillo, rechinará los dientes y arrebatará la presa, la apañará y nadie ya podrá quitársela. Y bramará ese día sobre el hombre, como bramido del mar. Entonces mirará el horizonte y hará tinieblas de tribulación, y en los cielos se oscurecerá la luz. Ríos de sangre, montañas de cadáveres y yo, caminante de una tierra, tal vez, sin forma ya.

El poco tiempo que puedo manejar es un ciclo natural, que ya ni es tanto. Son meses como reinos para quebrar la voluntad de miles de años. Y mantenernos invisibles a los ojos del Heraldo, Belial, Zippo o los mamones.
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Voy a pedirte, antes de que empieces con la lectura de esta historia, que suspendas toda realidad conocida y entiendas que leerás las formas en que accionan las potestades más antiguas del universo, no solamente en la vida de un hombre, sino en la de todos ellos. Finalmente, que también te sirvas del Salmo 91, como protección, y de todo lo que tengas como herramienta de fe. Nunca es mucha la protección del espíritu contra la lengua de oro. Debés saberlo.

El principio de esta carta, de mi historia, increíblemente, es lo último que te escribo.

Llega un momento en que uno debe convertirse en otra cosa para entender quién es. En ese camino, a veces, nos acompaña un ángel, o un demonio.

II

La obra ya es en mí. Lo sentí en mi cuerpo como si fuera una capa de barro frío. Ahora lo siento adentro. En el cuerpo de las palabras también. Las batallas emprendidas se vuelven, con el tiempo, parte de una memoria inabarcable de horrores. Cada uno de los rezos, porque aprendí a rezar en las mazmorras de la existencia, después de que una y otra vez mi piel fuera arada desde las entrañas en un caldo insoportable que me hartaba de llena; los rezos, eso decía o pensaba, los rezos ayudan a mantener a raya, cuando ayudan. Las veces que no, las veces que empezaba murmurando que San Miguel Arcángel y lo único que lograba era la risa alienada en la oscuridad, entonces el murmullo se convertía en una voz, una voz aterrorizada que buscaba un poco de piedad, para terminar en un grito desgarrador de auxilio y ninguna imagen beatífica, ningún pensamiento consolador venía a mi encuentro; ningún cura, ninguna hermana, ningún santo vinieron por mí. Mi cuerpo dislocado por la posesión carnal, porque si hay quien lo siente cerca respirar, quien lo percibe en su esencia más torva, yo lo tuve adentro rompiendo piel, carne, entrañas; removiendo las últimas partes de mi ser alocado por la fiesta monstruosa que el mal se hizo conmigo. Y no es calor lo que rebalsa en el interior sino la hiel más helada que mujer alguna haya probado. Jamás hay consuelo en los labios pútridos del demonio, jamás descanso, jamás humanidad alguna en su matadero.

Recé, dominada por el espanto, cuando en los pasillos del convento, en las paredes altas y frías, en el moho que se forma año tras año en los barrotes de las ventanas, en las sombras de los álamos del patio donde las monjitas jugaban a la devoción mientras el inmaculado Padre no estaba, en la cocina gris, austera e inmunda, en los centímetros exactos de ladrillos y concreto, en la mierda que se esconde en las vísceras del barro, dominada por el espanto recé cuando el zumbo de las moscas emergía en lo desconocido y mi voz temblorosa repetía la fe tratando de dar sepultura al susurro más aterrador que alguien puede haber escuchado: el aleteo de las putrefactas alas, el olor rancio de los cuerpos hediendo en las entrañas del universo. Y las visiones se agolpaban en mis ojos como si los círculos infernales desfilaran ante una única espectadora. La mosca se hacía presente y buscaba el espacio de mis cavidades, mis agujeros cualquiera fuesen, porque no lo sabía. La mosca me poseía entrando por la boca o los oídos, y ya ni mi voz yo podía controlar: surgía un sonido cavernoso que reía y gemía y me alejaba de toda la humanidad. Quedaba un cuerpo solitario, una oquedad, un agujero, un espacio para ser colmado. Solo sentir en la piel que mil manos me quemaban y que mil miembros me rompían, que el cuero se retorcía como el barro, la materia blanda modificada por un oscuro artesano, las voces que gritaban que era la gran puta y que volverían cada noche hasta que aceptara el destino que ya me tenían reservado.
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El resto era la vida: una concentración imperfecta de episodios en que la mosca se mantenía alejada y yo podía sentarme en el patio solitario, en los momentos en que me lo permitían, porque durante mucho tiempo fui la loca, la loca Fátima, la loca que creía ser la putona del Señor de las Moscas, la loca que se metía cualquier cosa en la concha para simular que el diablo la poseía, la loca que una vez agarró un crucifijo para romperse el culo, la loca que hedía a mierda porque no se bañaba y que tenía los pelos revueltos como una ciruja, la loca más puta de todas las locas. Esas palabras me las enseñó la Señorita Miguel Ángel Bustos. Así te llaman las monjitas Ingalls, me dijo riendo. En ese tiempo no conocía la sombra de las palabras ni lo que significaban, hasta que la rata me las trajo como una nueva forma del mundo. Y un día, sentada frente a mí, dijo: Esa es tu concha, cavidad preciosa en este mundo, y aprendí «concha», y más tarde «puta»… ¡Putona eres tú y sales a jugar! Inútil explicar lo inexplicable, pero yo sentada en ese patio solía dejarme visitar por el rayo del sol que caía en mi cara tibio, siempre tibio, porque después de la primer invasión nunca más sentí el calor en el cuerpo; ese sol me dejaba pensar que en algún cielo había cosas brillantes y algunos pájaros cantando y saltando de rama en rama o las hormigas llevando el trabajo de los días también me hacían pensar que había otro mundo posible.

Cuando contemplaba a las otras monjas en esa distancia cruel, las veía bajo formas de entidades extrañas, difusas, opacas por alguna acción extraña. La única conocida era Berta, a quien de niña la habían puesto en la escuela de monjas igual que a mí; a ella porque los padres querían que se casara con Dios; a mí porque a las tías las hicieron pedazos unos rottweilers y no había nadie en el mundo que se hiciera cargo, excepto la hermana Celestina, a quien mis tías ya le habían prometido que yo tendría una educación al servicio de Dios.

A diario me pregunto si tengo fe, si tendría que tener fe, si es necesario que la tenga, si después de todo lo vivido es útil que guarde en algún resquicio de mi cuerpo invadido algo de esa sensación que la gente siempre cree tener, digo cree porque uno solo sabe que tiene fe cuando la pone a prueba.

Ya no soy esa nena que se salvó de una tragedia, que escapó del mal de un barrio porque un exorcista la entregó al hombre. No, yo soy una mujer a la que algo mayor se destinó. Traté de evitarlo y de mantenerme erguida, pero parece que la gran putona ya sabe del angustiante arrepentimiento. No obstante, me resigno a pensar que otro pueda prescribir lo que será de mí. Si algo aprendí en esta vida es que mi cuerpo no es el alma ni el espíritu, y creo que eso es lo que al Señor de las Moscas le molesta: saber que puede poseer un organismo, dominarlo, desvencijarlo, arremeter con sus Legiones, infringirle atrocidades que todavía la humanidad no conoce, y aun así, no poder doblegar su voluntad ni quebrar su espíritu.

Esta va a ser una noche larga, una noche en que trataré de narrar cuál fue la suerte de mis días, al menos, de los que tengo memoria. Desde que llegó tu carta no pude alejar unas palabras de Job que dicen: forman parte de los rebeldes a la luz: no han conocido los caminos y no se volvieron por sus senderos. (…) En las tinieblas perforan las casas, de día se ocultan, sin conocer la luz. Para ellos el alba es la sombra: el clarear del día les aterra. Tampoco pude terminar de ordenar algunas cosas en mi cabeza, quizá porque nada en mí tenga orden. Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser materia de una carta. No obstante voy a referírtelos lo más rápido posible. Cuando el convento de Puán se hunde entre las sombras y la niebla envuelve en su manto blanquecino pasillos y habitaciones, rara vez puedo hacer otra cosa que no sea alejarme de la visión de los hijos del mal.

Te pido que concentres toda la voluntad en mis palabras, como yo lo hice con las tuyas.
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+Este es un fragmento de la novela Íncubo. Segunda parte de La Trinidad de la Antigua Serpiente (2015), publicado por Editorial WuWei.

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* Nicolás Correa, 1983, Morón, Argentina. Tiene editados los libros de cuentos Made in China (2007) Engranajes de sangre (Milena Caserola, 2008), Prisiones terrestres (Editorial de la Universidad de La Plata, 2010), 83 en la colección Exposición de la actual narrativa rioplatense (Editorial El 8vo Loco- Milena Caserola, 2013) y Rosas Gamarra (Ministerio de Cultura de la Nación, 2015); las novelas Súcubo. La Trinidad de la antigua serpiente (Editorial WuWei, 2013) e Íncubo. Segunda parte de La Trinidad de la Antigua Serpiente (2015), siendo esta trilogía la primera en la literatura Argentina versada sobre el fenómeno del exorcismo. Su primer poemario Virgencita de los muertos fue publicado en 2012 por la editorial Libros de la talita dorada, colección Los detectives salvajes y reeditado por Alto Pogo (2014). El camino de la siesta (La bola editora, 2015), es su último poemario. Participó en varias antologías y revistas; ha recibido diferentes menciones y premios.

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