Literatura Cronopio

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Contienda amorosa

CONTIENDA AMOROSA

Por Karina Rodríguez (Rosa Negra)*

Dos arañas sobre el empapelado de flores de una pared cualquiera. Avanza el cuerpo gris, nítido y móvil, disonante, de una que escala por encima de la otra y por debajo va descubriendo, tímida, la cola que se arrastra, una flor de quietos pétalos naranjas, un tallo escuálido verde limón, una hoja, después, verde oscura, y el amarillo patito de un sol de primavera plastificado en el papel. Macho-Hembra y una fiesta de miradas furtivas, fugitivas, de ojos saltones y redondos, de culos rellenos y macizos, de patas peludas que van y vienen. Un enredo de hilos de lana, como patas peludas, como en cámara lenta. Pero en seguida la otra, que interpone sus patas a rayas, cebra-araña de blancos y negros. Una pata esquelética que sube como un brazo guerrero, espadachín diminuto, y otra pata que sale a cortar ese vuelo. Y se cruzan y se miran y se miden y se alejan y se vuelven a acercar. Y es el gordo cuerpo gris que otra vez avanza, más cansado pero ganador, subiéndose sobre el otro, casi inmóvil ahora, inferior, disminuido, que se resiste un poco, pero no tanto, y una y otra y otra pata más, hasta que caen y estallan los dos contra el piso de cemento del patio.

REBECCA EN EL POZO

Rebecca siente gusto a tierra. Y no es solamente olor a tierra porque la siente en la boca. La mastica, la tiene entre los dientes. Hay algo que raspa en la garganta y eso le da un poco de asco, pero se aguanta. Se aguanta y reconstruye la caída. Es tierra —piensa— como si supiera el sabor que tiene el barro. Está segura de saberlo ahora. Siente en la lengua una sustancia pastosa, un sabor amargo y los dientes le crujen si los aprieta, por eso sabe que es tierra lo que tiene adentro. No hay duda. Piensa que a lo mejor fue cuando vino cayendo que pasó lo de la tierra en la boca; mientras daba manotazos alocados, poniendo las esperanzas en cualquier cosa que pareciera un saliente, en alguna ramita gruesa que se asomara por entre las grietas o en las raíces de algún árbol. Como si eso evitara que siguiera viaje abajo, trató de agarrarse. Y ahí fue cuando tragó tierra. Pero no sabe, porque todo eso pasó muy rápido y ahora solamente siente el gusto. Si trata de concentrarse, si lo analiza un poco, lo único que se acuerda es de estar ahí adentro, en el fondo, tratando de flotar. Como si hubiera nacido en el pozo o se le hubieran borrado todos los recuerdos anteriores a éste. El pozo tiene agua, un agua negra, sucia, con olor a podrido. Está oscuro y siente las paredes cerca porque así están, muy cerca. Cayó en un pozo chiquito, de esos en los que no cabe más que un alma. Un círculo perfecto la conecta con el cielo y, si mira para arriba, lo ve, pero muy, muy lejano. Todavía es de día y pasan algunas nubes. Entre ellas aparece por momentos el celeste nítido de los cielos despejados, pero nubes hay y, cuando se distrae mirando para arriba, las puede ver pasar. Celeste mezclado con blanco, los colores del cielo, piensa. Formando figuras, piensa. Figuras como lobos, osos, elefantes. Pero las paredes del pozo son negras, negras de tierra mojada. No hay nada vivo más que Rebecca y nada más vivo que Rebecca, ahí, en el pozo. Tiene la cabeza empapada, tirita de frío y el pelo chorrea esas aguas oscuras que se le cuelan por los hombros y la espalda, porque cuando cayó llegó hasta el fondo y quedó sumergida. Le tomó unos momentos entender dónde estaba. Cuando el cuerpo chocó contra el agua creyó que se moriría muy pronto. Mientras chapoteaba con esa desesperación inmunda de los que se ahogan, sacó la cabeza para respirar y se aferró a lo que pudo. Arañó las paredes aunque se le desmoronaran encima, mientras las piedritas y el polvo caían en una lluvia fina, dejándola ciega, sin aliento y con los ojos llorosos y ardiendo. Después descubrió que el fondo no estaba tan lejos y se soltó, se dio cuenta de que el pozo no era mucho más profundo, y que si estiraba los pies, podía tocar la base lodosa. Lo último que recordó fue que cuando cayó lo hizo gritando, porque lo que pasó no lo esperaba, no esperaba caerse, nadie espera eso. Y fue cuando por primera vez la tierra, en algún manotazo, se le coló por la boca y la dejó en ese estado amargo. Entre esas paredes el grito se ahogó enseguida. Ahora en el pozo hay silencio, lo único que hay es silencio. Rebecca escucha su respiración y nada más. Cada vez más lenta. Y piensa, piensa más tranquila en el medio del silencio aunque esté mojada y con tierra en la garganta.

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LOS PASOS

Al principio pensé que lo que tenía que hacer era quedarme muy quieta. Lo intenté varias veces, siempre sin hacer ruido. No llorar, muda, quieta y callada. Después me acostumbré a que estuviera. Me quedo inmóvil todavía, es cierto, casi conteniendo la respiración, pero tarde o temprano vuelvo a asomarme por el ojo de vidrio de la puerta, casi asegurando, con la certeza de que él se queda ahí para espiarme. Me busca, me mira, lo veo, me pongo en puntitas de pie, estiro los muslos, todo lo que puedo busco esa mirada, esos ojos negros, que vi tantas veces. Ahora reconozco sus pasos cada día. Son latidos sus pasos. Nadie más camina así en este lugar, por eso sé que es él el que se acerca. Tiene los pasos más firmes, más uniformes y acompasados que cualquiera. Y ahora, hoy, antes de que llegue, pego un salto; silencioso el salto hacia la puerta y me acerco yo primero, sigilosa, yo más que él, me paro y miro, justo del otro lado, y me quedo ahí: oyendo, esperando, sintiendo y entonces me dejo llevar por sus pasos que se acercan, por la respiración pausada, completa, audible sí, pero suya; tan propia, tan única, genuina. Suya y los latidos.

LA CIUDAD DE LAS MUJERES

Desde el ocaso hacia el amanecer se abre Maldavia. Rompe la noche y renace un cielo gris; atormentado, a veces, otras, desierto, y otras, arracimado de estrellas indecisas, prende y apaga. No necesita luces caprichosas este cielo, se va encendiendo de a poco, iluminado por vagabundos soles anarquistas que se deslizan con un roce incestuoso por las calles desiertas.

Son hijas de esta tierra. Y un coro de diosas fantasmales las secunda en silencio.

Inadecuado el caminar de estas mujeres, por obsceno. Sobre feroces caderas pretenciosas se abren abismos; senos urgentes desafían la armonía de las piernas, enfrentan al bretel desajustado, al hombro curvo, al borde de encaje, al policía. El instinto acelera sus pasos hacia el bar, y una suave brisa marina va recogiendo, con sus ráfagas, ecos de risas, pañuelos que se agitan, palabras sueltas y la lejana sirena de un barco que se acerca. Es cosa de última hora, se encienden sus ojos taciturnos, huecos vivaces y serenos, alertas indagando ardiendo embelesados. Y las bocas: extremas y concisas, cornisas rojas suspendidas de la nada, entreabiertas, voraces, esperan la llegada de besos elusivos.

HESTIA REENCARNADA

Ahí está otra vez el pelafustán de enfrente, parado al sol como una iguana vieja. Le gusta mostrarse en la puerta. Estira un poco los brazos, mira para arriba, se abre, hace gestos; exhibe su cara de piedra. Espera el choripán gigante, estilo gourmet, que prepararán hoy, para él, más temprano. Lo sé sin levantarme de la cama. Lo sé, ya está ahí. Lo sé porque cada mañana sube el olor nauseabundo del chorizo primordial chamuscándose en el fuego. El del puesto de chorizos viene silbando bajito y después, cantando, se instala acá abajo. Justo en el piso de abajo, debajo de mi ventana, enciende el carbón. Así es como se va llenando mi departamento de humo y olor a chorizo; entonces se cruzará el viejo a hacer su pedido, jactándose del privilegio que brinda poder ser el primero en elegir el chorizo. Discutirán de tamaños, siempre elegirá el más grande. Volverá a cruzar, e impaciente, esperará a ser llamado. Devorará temprano, apenas media mañana, cuidando de no ser visto, de que no llegue su esposa: gata flora y perro de policía, todo en la misma mujer. Cuando el fuego empiece a crepitar y el humo suba furioso, me levantaré. Recién amanecida, desterrada y mustia, como una piltrafa. Inducida por el humo y el canto choricero de amor desafinado, cerraré las ventanas. Entonces veré la habitual, abrumadora instantánea, que venía imaginando: el choricero cantando mientras aviva el fuego agitando su cartón despanzurrado y sucio y el viejo huyendo a esconder su chorizo a vistas de su esposa-perro. Encenderé un cigarrillo para poder aguantar tanta miseria humana y pensaré en Zeus, mi padre. Padre de todos los hombres y los dioses y me preguntaré, una vez más, cuándo podré por fin mandarme a mudar de este Olimpo de mierda.

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LOS OJOS SON OTRA COSA

Marta va y viene, se ve intranquila a esta hora. Como en ruptura, desorientada, perdida. Camina por la calle. Agita los brazos, como arrastrando el frío de la noche, como arrancándose el frío que se le pega en la piel. Se asoma a la avenida, mira para todos lados. Hay muchas luces distintas, ella las ve. Cuando se van acercando le parecen burbujas, esferas de luz que revientan y se desparraman por el cielo. Se encienden, una tras otra, una al lado de la otra y explotan. Y Marta hace gestos con sus manos, como en un acto de magia: simula tocarlas, forzarlas a romper; o cree que las toca y se le rompen. Cerca de Marta los autos se amontonan, enlentecen la marcha, pero no le importa, ella sigue quedándose allí. Vuelve a sus luces-burbuja que la encandilan un poco. Algunos la reconocen, otros la miran con miedo; esos la esquivan como la esquiva mi vieja. Cada tanto levanta un brazo y saca el pulgar, pero no va a ningún lado. Hace ese gesto rápido, desorientado, con el dedo mugriento apuntando hacia el cielo y se le ven los agujeros en las mangas del saco, pero nadie se detiene ya. Pasan los días, las horas y Marta sigue en la esquina. Si un día faltara yo no sé lo que haría. Supongo que seguir, como si nada. Nunca la vi pedir. La gente se acerca para darle monedas pero Marta no pide. Ella está ahí para hacer dedo y nada más. Yo creo que no es una mujer como las otras. Creo que Marta tiene algo distinto, quisiera saber. Cuando paso me mira con esos ojos chiquitos que son de color raro, como azulados, no sé. Entre azul y celeste me parece que son. Y redondos, los ojos de Marta son bien redondos. Nunca vi tan redondos. Y cuando me mira, pareciera que sonríe. Apenas mueve la boca, es cierto, pero enseguida se le forman arruguitas en los ojos. Es como si me dijera algo, sin hablar. Y entonces, cuando paso, busco sus ojos y yo también le sonrío.

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*Karina Rodríguez nació en la capital argentina en el año de 1973, es Doctora en Farmacia, egresada de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Profesora de Música. Escribe cuento breve y poesía. Se define como una lectora compulsiva. Estudió literatura bajo la supervisión del escritor argentino Alberto Laiseca, con quien tomaba clases particulares semanalmente. Entre sus estudios se encuentran varias capacitaciones en institutos culturales del gran Buenos Aires tales como: el MALBA, la Biblioteca Nacional, el Instituto Ricardo Rojas y el Teatro San Martín. Participa como escritora en el blog El Espejo Gótico y colabora con temas culturales en espacios radiofónicos a nivel nacional e internacional. En el año 2014 fue aceptada como miembro de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), donde sesiona cada mes, participando en las rondas literarias y en los eventos culturales que promueve dicha institución. En ese año publica su primer libro de cuentos –Almas y Karmas– en mancuerna México-Argentina e inicia una gira literaria por México, país en el que participa en entrevistas, festivales y programas de cultura televisivos y radiofónicos, dando conferencias sobre la composición del libro en las principales universidades de la ciudad, como La universidad Nacional del Noreste (UNE), el instituto tecnológico de Monterrey (TEC) y la universidad nacional de México (UNAM), entre otras. En abril de 2015 presenta dicho libro en la 41ª Feria internacional del libro de Buenos Aires, bajo el auspicio de la Embajada de México en Argentina, a cargo del Doctor Fernando Castro Trenti y ese mismo año es elegida como jurado de Cuento y narrativa para el Concurso literario anual de poesía y cuento Horacio Quiroga. En Octubre de ese mismo año, es convocada para integrar el proyecto cultural itinerante Argentina es Arte, bajo dirección de la artista plástica Norma Paredes, que recorre varios pueblos de la provincia de Santa Fe. En dicha oportunidad participa también en el Festival de Las Toscas, presentando su libro en la Biblioteca Municipal de la ciudad Santafesina. En los años 2015 y 2016 ha sido convocada para participar de la Antología anual de la Sociedad Argentina de Escritores, filial Norte, de la Provincia de Buenos Aires y en la Antología internacional del bicentenario, esta última correspondiente al año en curso.

Actualmente cursa sus estudios literarios con Mariano Dupont (Aún, Arno Schmidt, Nanook) y con el Profesor Marcelo Di Marco (Victoria entre las sombras, Taller de Corte y Corrección, Hacer el verso) y edita semanalmente su blog literario, Cuentos de la Rosa Negra. (https//:cuentosdelarosanegra.blogspot.com) Reside en el barrio de Valentín Alsina, provincia de Buenos Aires, República Argentina.

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