Cronopio Leído

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El desierto de clezio

EL DESIERTO DE J.M.G LE CLÉZIO (LA LIBERTAD ES UN CAMINO, NO UN PERMISO)

Por Memo Ánjel*

[x_blockquote cite=»Jean Marie Gustave Le Clézio. Desierto. » type=»left»]Desde el primer minuto de su vida, los hombres pertenecían a la extensión sin límites, a la arena, a los cardos, a las serpientes, a las ratas, al viento sobre todo, pues tal era su verdadera familia. Las niñas de cabellos cobrizos crecían, aprendían los gestos sin fin de la vida[/x_blockquote]

La escritura es una voz silenciosa, un camino que se crea y que no teme paisajes ni hombres ni mujeres. Ni al mismo D’s le teme, porque lo hemos buscado con palabras que convocan encuentros y acertijos, claridades y caídas. Y esa escritura, cuando es libre, es la que cuenta sobre lo único que tenemos: la tierra y el cielo, lo visible y lo invisible. Y nosotros ahí, queriendo saber quiénes somos. La escritura es un viajero en medio de muchos viajes.

Jean Marie Le Clézio, es un viajero y su literatura es la del encuentro. Va por donde puede encontrarse con otros: por México, por la India, por el Sáhara, por las calles de Marsella. Y en esos espacios, hombres altos y bajos, blancos y negros, amarillos y mestizos (la especie). Así, su literatura es un viaje enriquecido, un gran viaje que no para, que tiene que ver con la vida, los días y las noches, los reposos y los movimientos, los aires y las sequías, las lluvias y las caras. Y en la cara del otro estoy yo, es el resultado del encuentro.

Le Clézio, premio Nobel 2008, sigue viajando. Sus libros son la razón del viaje. No sé hasta dónde llegará, pero ya ha hecho mucho camino. Va con las palabras, que son el equipaje más valioso y el que menos le pesa. Como dice André le Breton en El elogio del caminar, me encuentro en mí y con quienes han sido dignos conmigo. La mentira no hace parte del viaje.

El ojo que mira y el corazón que siente.

Más allá siempre hay algo. Y ese algo es siempre distinto: cambia en el tiempo, muta frente al intérprete, acoge y abraza: es inevitable. Y la tarea de Le Clézio es dejarse abrazar para maravillarse y ser propicio con lo que aparece en el día y desaparece en la oscuridad. El ojo le dice qué hay y qué no hay. El corazón, qué ama y qué tolera. Mirar, decía Oscar Wilde, es captar una totalidad; ver, es encontrar la belleza en un fragmento. Es lo que permite inducir. Del todo la parte, que es la de más valor, porque es un elemento simple que está en relación con el mundo y que, entendido, es el mundo mismo.
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El mundo visto desde lo pequeño situado en la inmensidad, es lo que alienta al corazón, que es un imaginador: un ojo más abierto, un captador de caminos, un buscador de algún pozo de agua fresca cuando el paisaje es mucho y en él la unidad se magnifica, pues en esa  visión del ojo que mira y ve, y el corazón que siente, está la pregunta y la respuesta. Es que todo es vibración, movimiento, materia viva, energía, el mundo que se acepta porque no hay más que ese y, para que sea acogedor, hay que embellecerlo.  Este es el acto de magia de Le Clézio. Es su bitácora y su huella.

Desierto.

Sáhara es desierto en árabe. Y el desierto ha sido la metáfora del encuentro con uno mismo, que al final es lo que alienta el encuentro con el otro. Paul Bowles escribió sobre el desierto (El cielo protector), igual que Saint Exupéry (Tierra de hombres, El principito), Jean Larteguy (Reyes y mendigos), el mismo Nietzche lo hizo en Así hablaba Zaratustra. Y es que la libertad se construye en el desierto, como dice el libro del Éxodo (Shemot), hablando de Moisés y los judíos que salieron de Egipto para ser libres. Y en esta tradición, Le Clézio escribe Desierto, la historia de los últimos hombres libres: los tuaregs subsaharianos.

El libro comienza observando unas dunas y cómo por sobre ellas aparece una caravana. Dromedarios, cabras, ovejas acompañados por hombres, mujeres y niños envueltos en vestidos azules. Esta gente, que hunde los pies en la arena y va siguiendo el cielo, que respira con la boca abierta para refrigerarse con las exhalaciones, camina por la noche y el día, los ojos rojos de tanta estrella y  sol que sienten encima. Se dirigen a Sagia el-Hamra para orar, inclinarse a beber agua y escuchar otras voces. Y en el reconocimiento de la alteridad, negocian, cuentan historias, propician imágenes con las palabras y las manos, hablan de dioses invisibles y de las artes del deseo, en las que se incluye la culinaria. Son los días de 1909-1910 y las fuerzas coloniales francesas están asustadas. El mundo civilizado ha comenzado a sentir miedo. Comienza el siglo XX, el más peligroso de todos.
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El libro prosigue: el encuentro de los últimos hombres libres con la civilización, que dotaría de más caminos, es una encrucijada: los fusiles reemplazan a las manos que saludan, las banderas son un cercado, la vida corre y se esconde en la arena, siguiendo el camino subterráneo de las serpientes. Así, los últimos hombres libres son vencidos por la gente civilizada, que les confunde la inmensidad del desierto y a cambio les da espacios pequeños en lo que el sol pierde su cometido de guía y las estrellas de la noche su misión de hacer imaginar. A los tuaregs les llega la tristeza, que es peor que el agua podrida.

Una descendiente de esos hombres del desierto habita en el puerto de Marsella y allí, donde vive de que le tomen fotos, se siente estrecha. Le hace falta la infancia. La ciudad es grande y ordenada, pero prohíbe las tiendas de los viajeros y no se ven hombres que beban té hirviendo para evadir el calor, que tomen el agua en las manos y agradezcan que exista el otro. Las historias y las rutinas de los franceses son pobres y en ellas el agradecimiento es poco. Y si bien en la ciudad hay calles muy bellas y grandes negocios, teatros y lugares donde divertirse, periódicos que hablan del mundo y de gentes que son importantes, no hay nada especial que asombre. Todo es una respuesta, nada una pregunta.

Entre la multitud y los avisos, el movimiento calculado por vías y señales, el tiempo preciso y las caras sin ojos que busquen, ¿qué le pasa a la descendencia de los últimos hombres libres? Que necesita y busca ansiosamente las primeras historias, esas que llevan al origen para, a partir de ahí, comenzar a concebir la libertad: esa amplitud con normas simples y esenciales habitadas por dioses que no se ven y por eso son continuos y benefactores. Hay que deslumbrarse con la infinitud para sentirse en el mundo. Hay que regresar a la fuente inicial, a esa de los cielos con estrellas y un paisaje todavía presente y móvil frente a los ojos. Y ahí está el desierto, donde cada logro es una alegría agradecida. Un día más, una noche más, un viento, un llegar aun sitio, intercambiar, y volver a salir de él tranquilizado llevando una caricia que hace ingresar en una historia maravillosa.

La libertad, que es moverse mientras la tierra y lo de arriba se mueve y, como en la novela de Patrick Modiano, En el café de la juventud perdida, es ser uno escapando de lo que no le permite ser, es lo que busca la última descendiente de los hombres libres. Así, su libertad es irse a la fuente de sí misma. Y se va. Eso, se va al encuentro de la libertad. Esta es la esencia del Desierto de Le Clézio. Y se le agradece.
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* Memo Ánjel (José Guillermo Ánjel R.), Ph.D. en Filosofía, Comunicador social-periodista, profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín-Colombia) y escritor. Libros traducidos al alemán: Das meschuggene Jahr, Das Fenster zum Meer, Geschichten vom Fenstersims. En la actualidad se está traduciendo Mindeles Liebe.

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