Vidas de Artistos

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La mirada perdida

LA MIRADA PERDIDA

Por Gustavo Arango*

Hay historias que piden ser contadas desde el final. En el año 2007, John Maloof, un  negociante de objetos usados y antigüedades, compró en una subasta varias cajas de negativos. Su ojo experto le había dicho que entre esos acetatos polvorientos podría haber algo de valor. Cuando llegó a su casa, y empezó a revisar con detalle lo comprado, no podía salir de su asombro. Aquellas no eran fotos comunes. Eran escenas tomadas en calles de Nueva York, Chicago y otros sitios, todas ellas con un gran sentido artístico.

Maloof decidió volver al sitio de la subasta y averiguar un poco más sobre la persona a quien pertenecían los negativos. Supo que habían sido de una tal Vivian Maier y que las había perdido por no pagar la bodega donde tenía guardados muchos de sus objetos personales. Todo indicaba que las fotografías habían sido tomadas por esa mujer alta y de rasgos finos que aparecía de manera recurrente en los reflejos de los cristales.  Maloof comprobó que el nombre de Vivian Maier no figuraba por ningún lado en la historia de la fotografía, compró en la tienda de antigüedades todo lo que le había pertenecido y contactó a quienes habían comprado otros negativos para comprárselos. Así empezó una obsesión que lo llevó a armar el rompecabezas de una vida cargada de misterios y de talento artístico.

Preguntando aquí y allá, Maloof pudo saber que Vivian Maier nació en Nueva York en 1926, que trabajó casi toda su vida como niñera, que tenía hábitos obsesivos de acumuladora, que tomó cerca de doscientas mil fotografías  y que parecía haber algo en su pasado que –como muchos de los rollos de película– nunca quiso revelar. Dos cosas son seguras: que jamás se esforzó por hacer que su hermoso trabajo fotográfico se conociera  y que era muy consciente de la calidad de lo que hacía.
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El stablishment artístico ha aceptado con reticencias la calidad del trabajo de Vivian. Cuando los que controlan el poder no pueden lucrarse o vanagloriarse por el descubrimiento muestran poco entusiasmo por el arte. Pero basta mirar unas cuantas imágenes: los niños sufrientes, los rostros desencantados de las calles, el humor negro de esa mirada, para saber que uno se encuentra en presencia de algo grande.

Vivian tenía un acento francés que algunos consideraban postizo, solía dar nombres falsos a quienes le preguntaban, estaba obsesionada por las noticias de crímenes y bromeaba con sus jefes diciendo que era espía. Quizá el gran episodio de su vida fueron las vacaciones de ocho meses que se dio –entre 1959 y 1960–  para recorrer el mundo. Viajó con su cámara por Los Angeles, Manila, Bangkok, Shanghai, Beijing, India, Siria, Egipto, Italia y algunas ciudades de Centro y Sudamérica, como Medellín y Bogotá. El testimonio visual de ese viaje es una de las secciones más fascinantes de su obra.

Algunos de los niños a quienes Vivian cuidó la recuerdan con resentimiento, pero otros sienten por ella gratitud. Cuando estaban a su cuidado, Vivian los llevaba a los lugares más sórdidos de las ciudades y se olvidaba de ellos mientras estaba fotografiando. Sus numerosos autorretratos parecen una burla callada para los testigos de la posteridad. Hay algo en el estilo de su obra que sugiere que sabía que todas esas imágenes algún día serían conocidas.

Vivian Maier murió en abril de 2009, en Chicago, dos años después de que sus negativos fueran subastados. Vivía sola y al parecer con muy poco dinero, en un apartamento que le regalaron unos hermanos a quienes cuidó cuando eran niños. Al final de su vida iba todos los días a un parque cercano y no hablaba con nadie. Los que frecuentaban aquel sitio la conocían como “la dama loca” y la recordaban  por sus ropas anticuadas y su silencio. Un día en aquel parque sufrió una caída y se la llevaron a un hospital, a pesar de sus súplicas para que la dejaran ir a su casa. Murió a los dos días sin saber que ya su obra empezaba a ser reconocida.
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* Gustavo Arango es profesor de español y literatura latinoamericana de la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), en Oneonta y fue editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena. Ganó el Premio B Bicentenario de Novela 2010, en México, con El origen del mundo (México 2010, Colombia, 2011) y el Premio Internacional Marcio Veloz Maggiolo (Nueva York, 2002), por La risa del muerto, a la mejor novela en español escrita en los Estados Unidos. Recibió en Colombia el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en 1982, y fue el autor homenajeado por la New York Hispanic/Latino Book Fair, en el marco del Mes de la Herencia Hispana, en octubre de 2013. Ha sido finalista del Premio Herralde de Novela 2007 (por El origen del mundo) y 2014 (por Morir en Sri Lanka).

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