Escritor del Mes Cronopio

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Sentir que es un soplo la vida

SENTIR QUE ES UN SOPLO LA VIDA

Por Juan José Hoyos*

Por fuera, parece otra casa abandonada del antiguo barrio Prado. No hay ventanas. La puerta es de madera gruesa. Se toca el timbre y uno siente como si no llamara a nadie. A menos de cien metros, diez o doce muchachos sin camisa se dedican a lavar taxis junto a las aceras sucias de los prostíbulos de Lovaina. Al fondo se ven los muros grises del cementerio de San Pedro.

Por dentro, la casa es otra cosa. Hay gente que sube y baja por las escaleras, cargando cámaras, cables, lámparas, grabadoras de video. Por todas partes hay latas con películas, carretes vacíos, mesas de edición, sillas de metal. También hay proyectores viejos, máquinas de revelado dañadas, afiches gigantes de películas de los años sesenta. En uno de los cuartos del segundo piso se alcanzan a ver, desde el salón, los tableros iluminados de las consolas de edición de tres cuartos de pulgada.

Es la sede de Tiempos Modernos, la empresa de cine y televisión que produjo «No futuro». Antes era un laboratorio de cine construido por Ivo Romanni, el fotógrafo de «Buscando tréboles», la primera película en 35 milímetros que filmó Víctor Gaviria. El laboratorio permaneció cerrado varios años pero ahora, con la llegada de la gente de Tiempos Modernos, sus corredores y sus piezas, y hasta sus rincones sórdidos han vuelto a resucitar.

La casa está en la frontera que separa el antiguo y elegante barrio Prado —todavía lleno de casonas señoriales— del barrio Lovaina, de un cementerio, y de la Policlínica Municipal. En esa frontera comienza el nororiente de Medellín.

Son las seis y media de la tarde y empieza a anochecer. Víctor Gaviria está en la terraza, sentado junto a un pequeño muro, de espaldas a las montañas que bordean la ciudad. A lo lejos, en las laderas atestadas de casas pobres de color ladrillo, se encienden miles de luces. La montaña, por momentos, parece a punto de convertirse en un pesebre lleno de estrellas.

Víctor golpea el muro con los dedos, tarareando una canción desconocida, que suena a rock. De pronto dice, con una sonrisa:

—Mejor no hablemos de eso. «No futuro», para mí, es una fórmula algebraica… Yo no sé qué es… Yo no estoy preparado para hablar de esa película…

Los amigos se ríen. Sin embargo, algunos saben que Víctor está diciendo toda la verdad.
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—Es una historia muy enredada. Todavía me cuesta mucho trabajo creer que nos hayan invitado a participar en el Festival de Cannes…

Víctor sigue golpeando el muro. «El Chiqui», uno de los guionistas de «No futuro», destapa una botella de ron.

UNA OBSESIÓN

La historia, de verdad, es enredada. Víctor piensa que comenzó hace cuatro años cuando calentaba agua para preparar un café. Se asomó a una ventana a mirar la noche y pensó, de pronto: hombre, ¿por qué no contar una historia de un tipo que viene a buscar un maletín?

Por esa época, Víctor Gaviria tenía 31 años, había publicado tres libros de poesía, había rodado ocho cortometrajes y había dirigido una miniserie de televisión, pero andaba obsesionado por filmar una película de verdad: una película en treinta y cinco milímetros, con una hora y media de duración, en la que se pudiera contar una historia ocurrida en Medellín. Cuando el café estuvo listo, cogió un periódico y se puso a hojearlo. Entonces encontró una crónica que le llamó la atención. Era la historia de un muchacho triste al que se le había muerto la mamá. El tipo quería suicidarse tirándose de un edificio y paralizó durante un buen rato el tránsito de carros en una avenida del centro de Medellín. Una señora de edad, un policía y un puñado de bomberos lograron atajarlo. El relato lo dejó tan impresionado que esa misma noche se sentó a escribir las notas para el primer guión.

—La cosa era difícil —cuenta Víctor—. El guión era económico, tenía muchos silencios. Empezaba con un tipo al que se le ha perdido algo y no lo puede encontrar. Era muy lindo, pero volverlo imágenes era difícil. El tipo estaba en un parqueadero esperando a un amigo que llegaba en un taxi: ¿cómo hacer interesante esa espera? A mí me angustia no tener historias, y casi nunca las he tenido. Yo quería contar una historia…

El guión literario quedó terminado en un par de meses y ese mismo año recibió un segundo premio en un concurso organizado por Focine. La gerente del instituto, María Emma Mejía, se entusiasmó con la historia y decidió apoyar la producción de la película. Al proyecto se sumaron Tiempos Modernos y Foto Club 76.

A partir de ese momento, Víctor se dedicó a buscar los actores.

—Pusimos un aviso en los periódicos de Medellín. Las oficinas de Tiempos Modernos estuvieron llenas durante una semana. Fueron a las pruebas algo más de 300 personas. Todos eran pelados jóvenes. Muchos eran punkeros y rockeros. Yo no sabía que existiera el Punk en Medellín. Hablando con ellos, apareció otra ciudad que yo no conocía. Eso me cambió la vida…

Víctor se toma un trago de ron. A sus espaldas, las montañas y el cielo ya están oscuros.

—A partir de ese momento —dice—, lo que yo hice fue escapar a ese guión. Oyendo a los muchachos, entendí que todo lo que estaba en la primera historia tenía que encarnar en algo: otra historia de esa ciudad que, para mí, aparecía con ellos…
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La búsqueda de la otra historia se volvió frenética. Un amigo lo llevó a conocer a unos malevos que durante dos años aterrorizaron un barrio de Itagüí. Atracaban al paletero, al señor que llevaba la leche, a los taxistas. Llegaron a ser como demonios. Hasta que la gente comenzó a buscar pistolocos para que los mataran… Y se armó la guerra. Después conoció a un muchacho que había andado con una banda de sicarios. Bebían en las tiendas. Hacían grandes fiestas. Compraban mercados para varias semanas. Todo eso con la plata que les pagaban por matar gente. Cuando alguno de ellos mataba por primera vez, el tipo llegaba, vomitaba, se emborrachaba días enteros, hasta que mataba al segundo y se tranquilizaba. La gente que se metía al grupo vivía casi siempre encaletada: todo el mundo entraba en una atmósfera de desconfianza. A muchos de los pelados que se metieron a la banda los habían matado los otros amigos.

—Era una historia llena de traiciones —dice Víctor—. Todos los relatos eran siniestros. Pero lo que más me impresionó fue encontrar que en Medellín había una cantidad enorme de gente armada: barrios con veinte o treinta bandas de pisto-locos. Una sola banda de Manrique tenía 120 tipos armados. Yo seguí investigando eso. Y la película se fue por otro lado…

El vaso de ron brilla en sus manos. Víctor, mientras tanto, sigue hablando.

—Con lo de los avisos de prensa, ya habíamos encontrado dos pelados. El uno era muy callado. Yo no creía que fuera a ser el protagonista. Era baterista. Yo nunca en la vida había conocido a un baterista. Oí su música, porque además resultó compositor. Me llevaba unas letras escandalosas. Yo creí que era rock. Pero era música Punk. El otro también era un muchacho callado. Un día me llevó un cuaderno, con un diario. Ahí había poemas…; ¡y unas historias! Él se mantenía obsesionado con el cuaderno. Escribía todo lo que le pasaba… Unos poemas todos locos, todos astrales… La historia era la de un pelado que está enamorado de una pelada y fuma bareto todo el día. Para él lo más importante es conseguir un tubo (revólver). Me llamaba la atención de ellos que no creían en el amor, no creían en nada… Uno para ellos era caspa, una especie de lacra. Sólo tenían una ideología: la música Punk. Eran muy nómadas. A toda hora hablaban de parches, lugares donde se reunían a oír música, a tomar cocol (alcohol con Coca-Cola), y a meter marihuana y sacol.
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A través de los avisos, Víctor también conoció a una muchacha que le abrió las puertas de ese mundo fabuloso, lleno de belleza e infamia, de los barrios del norte de Medellín. Se llamaba Rosa, andaba a toda hora con un libro de un anarquista italiano, bajo el brazo: «Contra el arte». La muchacha se mantenía leyendo libros. Ninguno era de ella. Los prestaba en las bibliotecas públicas o se los robaba…

—Un día los pelados me dijeron: andá al barrio… Ella fue la que nos llevó hasta el barrio.

EL ENCUENTRO

La cara de Víctor se ilumina cuando empieza a hablar del barrio. —Subimos. Cuando llegamos a la casa de los muchachos, ahí mismo me di cuenta que estábamos en el barrio «más caliente» de Medellín. Conocimos a la mamá del protagonista. Era empleada del aseo en un edificio. El papá era celador. Era la gente que uno había visto por los barrios ricos cortando los prados. Pero al mismo tiempo sus hijos eran compositores, escribían poemas y diarios y andaban armados y atracaban… Bueno, eso no sucedía con todos ellos. El protagonista, por ejemplo, sólo vivía para la música. Él nos presentó otras bandas de Punk, todas con temas originales. Esas bandas se crean y desaparecen constantemente… Todos esos pelados hablaban como Cioran y no habían leído ni a Gonzalo Arango. Bueno, ellos sí leen… A Vargas Vila, a Nietzsche. Y odian a los negros. Son misóginos, totalmente. No creen en la guerrilla. Además, son muy burleteros. Las letras de sus canciones eran todas contra la policía. Ellos son hijos de celadores, de policías, pero los policías los persiguen. Algunos son demoniacos, están contra toda religión, y las letras de sus canciones son puro escándalo, puras blasfemias… Algunos son intelectuales tesos. Lo que a ellos los identifica es la música. No es que no les gusten las baladas. Lo que pasa es que las baladas los ponen muy tristes. Les recuerdan todo lo que no tienen. ¡Dizque el amor en esos barrios! La caspa para ellos es el consumo, son todos los que quieren ascender, mejorar, y que viven siempre en una mentira. Ellos lo que más odian es el aparentar. Para ellos, nosotros somos seres risibles. Somos la caspa. Mejor dicho, les da pesar de nosotros. Dicen que todos somos «maricas traumados» (traumatizados)…
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—La ida al barrio nos cambió todo, otra vez. Fuimos a un parche a buscar unos pelados. De pronto vimos que bajaban dos muchachitos en una moto. Uno era pelinegro, por ahí de dieciocho años, y el otro monito, por ahí de veinte, pero con la mano vendada… ¡hacé de cuenta James Dean! Se les veía de lejos que eran ladrones de motos. ¡Y se vestían de una manera! Ropa sobre medida. Camisillas. Unos chaquetones de colores… Yo me imaginé lo peor, es decir, lo más emocionante: que eran sicarios. Entonces les dije a los muchachos: hey, preséntenme esos pelados. Ellos se tocaron y se fueron. Los muchachos dijeron: qué va, no nos metamos con esos pelados. Pero yo insistí. A la subida pudimos hablar con ellos. Les dije que íbamos a hacer una película. Que fueran a tal parte. Estaban tocadísimos. Ellos pensaron: estos manes son payasos. Gente que se disfraza de las Empresas Públicas, de barrenderos, de locos, de putas, y suben a los barrios a matarlos y ellos ¡pa!, los queman… Pensaron eso, y fueron al parche, y se armaron, pero no pasó nada más… Al otro día fueron al lugar que les dijimos.

A pesar de que han pasado más de tres años, las imágenes de ese día no se han borrado un solo instante de la mente de Víctor. Todavía le parece estar viendo a ese muchacho que bajaba en moto por una loma, apoyado solamente en la llanta de atrás…

—Con la subida al barrio me di cuenta que había una ciudad que uno desconoce completamente. Es muy linda, también. E hijueputa.

LAS BANDAS, LOS ACTORES

Lo que siguió después fue un jaleo de película. La cabeza de Víctor, a medida que hablaba con los muchachos, comenzó a llenarse de historias nuevas. Algunas parecían sacadas de los poemas sobre el barrio Castilla que había escrito Helí Ramírez en su libro En la parte alta abajo. Víctor los había leído cuando también era poeta y trabajaba con Helí en la revista Acuarimántima. Otras eran historias locas de bandas de Punk y Heavy Metal, con guitarras y baterías hechizas, formadas por muchachos místicos, poetas y pobres, que vivían en casas colgadas de las laderas de la ciudad: ¡Había más de veinte bandas de Punk y Heavy Metal regadas por las calles de todos esos barrios pobres de Medellín!

Hasta Ramiro, el actor que habían encontrado a través de los avisos, tenía una banda en su propio barrio.
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—La banda se llamaba «Los Mutantes» —dice—. Entonces yo pensé: la historia es la de un baterista…

Mientras habla, por momentos, Víctor sigue golpeando el muro con los dedos, cantando una canción. «El Chiqui» trae un casete con música Punk. Víctor me pide que ponga atención. Los parlantes de la grabadora parecen a punto de estallar. De pronto una voz grita, con furia:

Esas son las cosas que te da la vida…

Te cascan los tombos, pobre porquería…

Toma mi consejo y lograrás salida:

No te desanimes… ¡Mátate!

(Continua página 2 – link más abajo)

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