Periodismo Cronopio

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Los hijos de la eternidad los Rolling Stones en America Latina

LOS HIJOS DE LA ETERNIDAD: LOS ROLLING STONES EN AMÉRICA LATINA

Por Eduardo Espina*

De los Rolling Stones uno va a seguir hablando hasta que se mueran. O hasta que uno se muera antes. Con ellos, emblema vivo para describir a Occidente, lo más seguro es que no se sabe. Por esas coincidencias de la vida, hemos envejecido juntos y eso es bueno, porque nada peor que llegar a la vejez solo. Ya la Biblia lo decía. Para mí han sido parte inevitable de mi juventud principal; no puedo imaginar a mi adolescencia de antes sin ellos. Viajo hasta el pasado y los encuentro conmigo, fieles a un estilo de disensión librada de ideologías y dogmatismos. Es solo rock and roll. Por suerte. Cuando en aquel Uruguay pre-golpe de estado, a mis compañeros de liceo y preparatorio les gustaba el pop livianito del hit parade estadounidense que emitía Radio Independencia, por entonces la de mayor audiencia en Uruguay, y sobre todo lo que se llamaba «porteñada» (la bachata de esos tiempos), música chatarra proveniente de la vecina orilla, casi la misma monótona basura que se oye hoy en día en tantas radios de todas partes para consumo masivo sin necesidad de tener que invertir mucho cerebro para disfrutarla, mi amigo Manuel Arduino, hoy notable escritor, y yo llegábamos a los bailes organizados por la clase con los discos de los Rolling Stones bajo el brazo.

Las cosas siempre terminaban mal, o peor, pues para muchos de nuestros pulcros y burgueses compañeritos, por no decir la mayoría, aquello era ruido no potable, música execrable, imbailable. Una noche quisimos tocar completo el maravilloso disco doble Exile on Main St., sin duda lo mejor de la inconmensurable discografía de los RS, y a la primera canción nos echaron a patadas. Salimos a la calle puteando y a la misma vez agradeciéndole a la vida por aquella música sublime que nos estaba permitiendo sobrevivir la época oscura de la dictadura sin tener que pedir permiso al destino. Por eso, cuando en el tren de la memoria (que a menudo es también el del deseo) viajo tan atrás en el tiempo, siempre los encuentro inagotables y fieles a mi lado, ellos y yo a la deriva en un barco llamado juventud divino tesoro, cuyos capitanes eran el ímpetu y el entusiasmo, los Batman y Robin de la vida anímica. Por lo tanto, imaginar la escena de la llegada del grupo a Montevideo en febrero próximo, para tocar en el estadio donde tantos goles he gritado, más de 40 años después de los tiempos en que todos éramos más jóvenes, tiene algo de irreal, de sueño cumplido tardíamente. Cincuenta años después de haberlos imaginado tantas veces tocando en vivo y en directo a la vuelta de mi casa, vienen. Tenía razón mi finada abuela cuando me insistía que en la vida solo es cuestión de tener paciencia.

El pasado jueves 5 de noviembre (2015), Mick Jagger dijo en conferencia de prensa que vienen de gira a América Latina porque la energía de la gente en esta parte del mundo es «increíble». Como sanguijuelas ancianas y perversas, vienen a robarnos energía. Mucho la necesitan. Y gustosos se la daremos. Con ellos nos animamos a ser filántropos. Ya lo hemos sido. En febrero de 1995, el diario uruguayo El Observador me envió a cubrir la serie de conciertos que dieron los Rolling Stones en Buenos Aires. Quedé insatisfecho con los resultados oídos y vistos, quizá por ser un fanático exigente de la banda de rock que había sido la gran compañera de mi primera juventud (ya perdí la cuenta en cuál estoy ahora). Noté un agotamiento generalizado, sobre todo en la voz de Mick Jagger. Los conciertos me habían parecido casi una parodia. Escribí tres crónicas referidas a los mismos, y varios lectores entraron en ira, sobre todo por haber afirmado que los Rolling Stones habían envejecido, lo cual no era más que una obviedad tan grande como sus egos. Como si fueran de la estirpe de Gregor Samsa, sus Majestades Satánicas habían sufrido una cruel metamorfosis. Se habían convertido en sus Majestades Mediáticas. Su papel en la película del entretenimiento había cambiado. El camino de la insatisfacción al conformismo es corto y fácil de recorrer.
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Pues bien, por decir por escrito tan poca cosa, nada y en diminutivo, fui acosado durante semanas seguidas con cartas y telefonazos. Todavía recuerdo la infinidad de llamadas que llegaban a diario a la redacción del diario para trasmitirme insultos de todo tipo, la mayoría de ellos carentes de elegancia, es decir, soeces. Resultaba inaceptable que el cronista hubiera dicho que la voz de Jagger estaba en ruinas, que era casi un vestigio, y que Richards se había transformado en una burla caricaturesca de sí mismo, una imitación desinflada de quien alguna vez había sido. Era del todo intolerable que yo hablara de cuarteles de invierno cuando los guerreros del rock estaban para seguir dando batalla, donde fuera. Comprobé entonces que los fanáticos de los Rolling Stones son tan fundamentalistas como los musulmanes que tiran abajo aviones y rascacielos. Son las milicias de ISIS del rock and roll. Por lo visto, tal parece que es anatema tildar de ancianos a ciertos ídolos intocables, pues éstos, como si fueran ídolos de verdad, aquellos que en la antigüedad eran considerados dioses irrompibles, pueden jugar con la edad como gato con un ratón.

En la lejana provincia del imperio, Buenos Aires, en aquel febrero de hace dos décadas, la presencia de los Rolling Stones puso a prueba el poder de convocatoria del rock, que ahora tiene otro rol. No se trató solamente de las 300 mil personas que asistieron en total a los cinco conciertos en el estadio de River Plate, sino asimismo de la carnavalesca eclosión mediática que rodeó a la banda durante su permanencia en Argentina. El ritual fue de feligresía. Desde el más indigente provinciano (aquel que hizo lo imposible para conseguir una entrada barata) hasta el presidente argentino (en sintonía con otros ritmos), compartieron igual incauto frenesí por los ofrecimientos de la visita.

El entonces presidente, Carlos Saúl Menem, había dicho que no le interesaba la música de los Rolling Stones (que prefería el tango y a Ramona Galarza), pero al día siguiente los invitó a cenar en la residencia presidencial de Olivos. Allí disfrutaron la austera gastronomía del mundo tercero: pizza y champagne. El paroxismo de la farsa llegó con calorías. La frivolidad visitó barrios cercanos a la imaginación y a la vida diaria, entrando mucho y saliendo menos del hotel Hyatt cinco estrellas donde el grupo estuvo lujosamente alojado, como corresponde a señores millonarios de su edad. El comprado abolengo cumplió con la primera etapa de la seducción. El éxito activa un mecanismo misterioso y tiene a la caza de idolatrías como una de sus consecuencias. Es su mercancía de ocasión, el síntoma grato de una telepatía en dolby estéreo.

En todos esos días argentinos la erosión del símbolo no paró. El exceso de aproximación los hizo vulnerables, al menos en imágenes (fama ni fortuna pueden comprar la invisibilidad, último privilegio de impunidad que va quedando). La prensa dedicó páginas y cientos de fotos a los ilustres visitantes. La televisión, a pesar de ser un entretenimiento para gente sentada, no paró de hablar de ellos. En radio, sus temas se escucharon hasta en estaciones que nunca divulgan este tipo de música. Por varios días los Rolling Stones fueron más populares que la hora y el estado del tiempo. La culturología del camaleón tuvo que ver con todo. Puso en marcha un plan lúdico que funciona con monedas y esconde la contraseña de sus motivos. Sorprendente. La devoción al éxito siempre resulta inexplicable.
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Recuerdo aquella alborotada postal de la realidad en pleno verano porteño, la cual hacía pensar en un recibimiento similar, el que tuvo la expedición de Cristóbal Colón cuando llegó a América por primera vez. Los medios de comunicación y los políticos se vieron hermanados por la partitura capitalista y sus espejitos de colores: lo que vende no debe ser despreciado, así venga acompañado de amnesia y arteriosclerosis, y de un sonido en vivo en estado de momificación. Y los Rolling Stones, a pesar de lo volátil de las modas, siguen vendiendo. No sólo discos y artificios; también la imagen de poder, de ese poder ante el cual el tiempo se siente impotente. John Lennon dijo una vez que los Rolling Stones seguían juntos porque los unía «una insaciable sed de poder». Antes, cuando la música no había muerto, eran ellos los provocadores que conmocionaban al poder institucional. Hoy, en la posdata de todos sus días anteriores, representan la mímesis inversa, animada por la edad cuando comienza a ser excesiva. El tiempo ha terminado oxidándolos, aunque los precarios destellos lograron sobrevivir al metal de la época. Los rebeldes de antaño se regodean ahora en los salones del fasto político y lo mismo les da comer una pizza gourmet en la casa presidencial argentina o un suculento roast beef en el palacio de la reina y su rancio séquito, ejerciendo el mismo desparpajo que cinco décadas atrás se comía al mundo y vendía una imagen corrosiva de la rebeldía. Tanto ha cambiado la realidad a la vida, que el cinismo se convirtió en uno de los platos principales del menú. La ambivalencia ante el aspecto de las conductas y los comportamientos dejó de ser genuina. Hace tiempo que ya no lo es más.

Abuelos y nietos los veneran con similar dosis de Satisfacción (para aquellos eran los Rolling, para éstos son los Stones: apenas la abreviación cambió). Jóvenes que hace dos décadas y pico estaban en el pico de la cigüeña, hoy se sienten contemporáneos de los Rolling/Stones a pesar de que nada sea lo mismo y menos los tiempos (ningún minuto es contemporáneo de otro). Las épocas han cambiado demasiado y ellos, incluso más. Eslabón de contradicciones, sus ex majestades satánicas cenan con el poder institucional, viajan en Rolls Royce y discuten con el presidente argentino de turno sobre las islas Malvinas (consecuencia de los efectos de la pizza). Viven en el zapping de la ideología. Qué mundo tan inhóspito para la razón. Al final de la comida Menem los convidó con un cigarro, regalo de Fidel Castro. Era el habano de la paz. Los aires de la contradicción propician rumbos inexactos. Muy cerca de allí, en la entrada del estadio de River Plate, filisteos modernos vendían camisetas con la imagen del Che y otras con la del subcomandante Marcos: la revolución del marketing en plena acción. Un logos de logos. Sobre el escenario, los vetustos embajadores del capitalismo global entretenían a los penúltimos fieles de la ideología local, muchachos orgullosos de sus camisetas. En la tierra de Discépolo, una historia llena de polvo. Y la historia, como dice el tango Por la vuelta, «vuelve a repetirse».

En efecto, tendrá un bis en febrero de 2016. Será cuando Jurassic Park llegue a Montevideo y Bogotá por primera vez. La espera se hizo infinita, por lo que, dadas las circunstancias, cualquiera se animarán a pagar una fortuna para ver en acción a los últimos dinosaurios auténticos. En un mundo de tanta falsedad y oropel, la autenticidad debe celebrarse, incluso si viene en estado de casi embalsamamiento. Las ruinas del Partenón no son mejores que estas. Parece increíble, pero como la realidad actual está llena de cosas difíciles de creer, debemos aceptar que en estos días lo increíble puede ser sinónimo de certidumbre inapelable. Sí, los Rolling Stones vienen a Montevideo y Bogotá. Ellos, no la versión clonada. A la edad en que otros están muertos, incinerados, en el cotolengo, o recibiendo en su lecho tratamiento geriátrico, los músicos menos imitables vuelven al continente de Artigas y Bolívar a demostrar que la vida no es solo rock and roll, pero que sin rock and roll sería peor. Y si no lo creen, pregúntenle a quienes les gusta la salsa y la cumbia. La legendaria banda londinense continúa incombustible en actividad, aun de un lado a otro, más no sea para demostrar que la época moderna recién terminará cuando ellos dejen de ser parte esencial del escenario.
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Ya llevan más de medio siglo tocando juntos, desafiando a la lógica del cuerpo y al record olímpico de Matusalén. O son un experimento perfecto de la criogenia, o bien nacieron con la sangre de Dorian Gray. Ambas cosas son posibles. Si esto no es increíble, entonces, qué puede serlo. Decir que son eternos, es quedarse corto. La naturaleza los favoreció con el cromosoma del infinito aplicado al breve tiempo humano. Mick Jagger (1943), Keith Richards (1943), Charlie Watts (1941), y Ron Wood (1947), lucen igualitos a la edad que tienen, la cual, a pesar de haberlo intentado, no los ha hecho todavía pensar en retirarse y pasar el resto de la vejez en sus mansiones calefaccionadas tomando té con scones. Qué va. Morirán con las botas puestas, correteando sudados encima de un escenario colosal, exhibiendo sin pudor su decadencia física, siendo las únicas estrellas de su peep show, y eso está más que bien, pues la realidad contemporánea, desde la década de 1960 hasta el presente, sería un lugar inexplicable y desconocido si los Rolling Stones dejaran de regresar cada tanto. Sin ellos la última etapa del siglo XX hubiera sido menos leve, escasa. Sin ellos, el siglo XXI, desde el vamos, se sentiría huérfano.

Cuando los vi en vivo hace 20 años, el tono crepuscular de su presencia escénica hacía pensar que la jubilación era inminente. Pero esta ha sido pospuesta, de manera indefinida. Ni quiero imaginar lo que será la nueva gira, dos décadas después de haber demostrado que dejaron de ser los mismos, y sin embargo aún lo son. Y para demostrar que lo increíble puede existir sin la ayuda de trucos diseñados por computadoras, los Rolling Stones vienen a donde el Sur comienza a ser el fin del mundo. Salve Majestades. Mientras se mantengan insomnes en la mutante realidad de este universo tan incompleto, todos de alguna manera podremos argumentar que seguimos siendo jóvenes, en cuerpo y en mente. Hasta en alma, casi todo el tiempo. Hemos podido estirar la infancia. Nunca seremos old hits. Porque no sólo se trata de que cada tanto sale alguna recopilación con dos o tres canciones nuevas de ellos. Es más. Es esa cosa, también poco creíble, de que periódicamente salen de gira como si fueran lo que ahora ya son: adolescentes camino a la taxidermia. Alguna vez Mick Jagger dijo que el amor al dinero los mantenía unidos y activos. Pero todo con ellos va más allá de eso: se han dado cuenta que mientras sigan haciendo música para las masas podrán mantener alejada a la vejez y a la muerte, vade retro, las cuales únicamente a los gritos, como a los cuervos, pueden ser ahuyentadas.

Durante los últimos 50 años han sido guardaespaldas de un estado anímico, furor de adolescencia. Por consiguiente, el día en que la música por fin se les acabe, al mundo se le acabará la juventud importada de otra época, las horas nuevas de antes que nunca estarán de más. Dejará de ser un lugar propicio para celebrar los años blandos de por vida. No en vano, desde que existen, los Rolling Stones han sido un signo ineludible de la modernidad que se niega a concluir por sí sola. Quienes crecimos con ellos y aun hoy seguimos prestando atención a sus discos, los vemos (y oímos) como inmóvil reloj de un tiempo compartido. Mejor dicho, de nuestra edad, en la cual los años no pasan: se quedan. Y los Rolling Stones se han quedado, como inquilinos obligatorios, y hasta ahora, insustituibles. Porque si Mick, Keith, Ron y Charlie continúan activos igual que estrellas altruistas, regalando nostalgia y entretenimiento a la marchanta, entonces también nosotros podemos intentar seguir siendo jóvenes por media hora más. Estamos, por lo menos, obligados a creer en esa utopía necesaria, la que nos libra del tiempo por un rato, y otro. Y seguiremos, mientras ellos, sesenteros también setenteros (por época y por años) continúen poniéndose sus lustrosas botas de trotatiempos geniales, rompiendo los récords de la energía física a la velocidad del sonido, uno que, además, es solo de ellos.
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Aburridos de ser lo único que sucedía en la historia de ese entonces, y con la decadencia del imperio en puerta, los romanos inventaron el entretenimiento de multitudes: los gladiadores, quienes trajeron emoción a la muerte. No era lo mismo ver morir a un hombre en un campo de batalla que en un anfiteatro, donde se podía estar sentado confortablemente. También la muerte exige comodidad. La performance sin otra finalidad que la destrucción somática resultaba una experiencia más completa cuando era retribuida con aplausos. La vida tenía brevedad –eran tiempos con menos tiempo– pero el ocio daba para mucho. Lo primordial eran el estómago y el espectáculo (en ocasiones sinónimos). Pan, pero aún más circo. El mantra de una gran oportunidad. Al César lo que es del César, y al pueblo diversión sin cesar. La existencia quedaba justificada por sus circunstancias. Ante la ausencia de televisión y sin otro fraude audiovisual que los caballos pisoteando las cabezas de los luchadores exánimes (sangre, arena y estiércol), los romanos hicieron del entretenimiento una necesidad visceral a toda costa. La orilla imprescindible de las sensaciones, su principal fábrica de motivos. La modernidad del espectáculo empezó allí más temprano, siglos antes de Cristo.

(Continua página 2 – link más abajo)

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