Sociedad Cronopio

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Los residuos conservadores en el pensamiento progresista del área Andina

LOS RESIDUOS CONSERVADORES EN EL PENSAMIENTO «PROGRESISTA» DEL ÁREA ANDINA

Por H. C. F. Mansilla*

En el relato bíblico del Génesis, en el antiguo Testamento, el propósito de conocer aparece como la intención de traspasar límites, desafiando así las prescripciones del Creador. Como es sabido, este acto de rebeldía y también de placer significó la expulsión del paraíso terrenal y la pérdida de las primeras certezas morales e intelectuales, simples y fácilmente comprensibles. Desde entonces conocer está vinculado a la posibilidad de la desilusión. Saber algo más sobre uno mismo y el mundo nos lleva indefectiblemente al desencanto, que es la manera más razonable de entrar a la edad adulta. Ha sido siempre un proceso doloroso, socialmente traumático, pero indispensable para orientarse de forma adecuada en un medio ambiente extraño e imprevisible. Aprender significa también poner en cuestión las enseñanzas anteriores y las convicciones que parecen sólidamente fundamentadas. Es decir: aprender conlleva asimismo la posibilidad de exponerse a un mundo complejo y desconocido y de abrirse a experiencias nuevas y obviamente peligrosas.

Estas expresiones pueden parecer altamente abstractas y alejadas de la temática indígena en el núcleo del área andina (de Ecuador a Bolivia). Mi tesis principal sostiene que las corrientes indianistas son fundamentalmente reacias a poner en duda sus principios y valores de orientación, sus creencias históricas y sus visiones del futuro. En una palabra: no generan un conocimiento genuino. Los que hablan en nombre de las etnias indígenas de estos países desdeñan el principio del auto-análisis y tienden más bien a consolidar un fundamento doctrinario que no ha pasado por el tamiz del cuestionamiento, que es exponerse a la opinión y a la crítica de los otros.
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Afirmo también que la praxis cotidiana de los regímenes del autoproclamado cambio radical en Bolivia y Ecuador reproduce elementos sustanciales de las tradiciones premodernas de esta área geográfico-cultural, elementos que aseguran su popularidad, por un lado, y que dificultan una autoconsciencia crítica de los involucrados, por otra. La ideología del cambio radical ha resultado, paradójicamente, poco radical: en Bolivia, por ejemplo, consolida una amplia vigencia de los aspectos conservadores, provenientes de la fusión de las tradiciones indígenas precolombinas con la herencia hispano-católica. Impide así un sano desilusionamiento de buena parte de la población con respecto a sus propios mitos y prejuicios colectivos.

Conservador significa en, este contexto, rutinario y convencional. Todos los pueblos han mantenido rutinas y convenciones durante largo tiempo sin ponerlas en cuestionamiento y sin someterlas a una crítica racional. Ahí reside su fuerza: tienen vigencia a partir de ellas mismas. Son normas de orientación obvias, sobreentendidas, respetadas por una buena parte de la población, consideradas como algo entrañable e inconfundible. Llegan a ser apreciadas como rasgos distintivos de lo auténticamente propio, es decir en cuanto signos de la identidad colectiva. A largo plazo, sin embargo, la preservación de rutinas y convenciones devenidas obsoletas y hasta irracionales constituye un obstáculo notable para todo proceso razonable de evolución y contribuye a alargar la vida de hábitos sociales inhumanos y engorrosos.

Las herencias culturales que aun hoy predominan en la región andina pueden ser calificadas como autoritarias y colectivistas, y pertenecen al gran universo de las tradiciones conservadoras. Son sistemas de pensar y actuar que preservan lo ya existente en el campo de los valores de orientación. Una buena parte de la población supone, sin embargo, que estos valores normativos son renovadores y revolucionarios, adecuados, por consiguiente, a la época actual. Pero no se trata solamente de tendencias culturales arraigadas en la población indígena. Casi todas las sociedades andinas, tanto en sus segmentos populares como en los elitarios, aprecia como positiva y encomiable una actitud vital que se pliega a los prejuicios de vieja data, a los mitos sociales de fuerte implantación social y a los prejuicios del momento.
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Ahora bien: no se puede negar la fuerza social que acompaña a las doctrinas indianistas, a los programas populistas y a las teorías de la descolonización, pues surge de las humillaciones que las sociedades indígenas han sufrido a lo largo de siglos. Estos aparatos conceptuales se basan en memoriales de agravios —algunos fundamentados, otros imaginarios—, típicos de procesos revolucionarios que derivan su justificación no del carácter racional-analítico de los mismos, sino de su capacidad de apelar a emociones profundas y de convocar a multitudes de alguna manera prestas a la indignación.

Por otra parte, las naciones andinas están cada vez más inmersas en el universo globalizado contemporáneo, cuyos productos, valores y hasta necedades van adoptando de modo inexorable, de modo que no resulta fácil separar un paradigma propio y genuino de desarrollo de un modelo externo, imitado a partir de los países occidentales más importantes, y menos aun en el terreno de la vida cotidiana. Los propios habitantes de los países andinos incesantemente comparan y miden su realidad con aquella del mundo occidental, y ellos mismos compilan inventarios de sus carencias, los que son elaborados mediante la confrontación de lo propio, percibido como la dimensión del subdesarrollo, con las ventajas ajenas.

Es superfluo añadir cuál es el paradigma evolutivo, considerado obviamente como tal, para la mayor parte de la población involucrada. En el presente los indígenas anhelan un orden social modernizado muy similar al que pretenden todos los otros grupos sociales del país respectivo: servicios públicos eficientes, sistema escolar gratuito, acceso al mercado y a puestos laborales en buenas condiciones, mejoramiento de carreteras y comunicaciones y entretenimiento por televisión. Hasta es plausible que los indígenas vayan abandonando paulatinamente los dos pilares de su identidad colectiva: la tierra y el idioma. Para sus descendientes una buena parte de los campesinos desea profesiones liberales citadinas y el uso prevaleciente del castellano (y el inglés).

Los habitantes originarios no se preocupan mucho por lo que puede llamarse el núcleo identificatorio de la propia cultura, sino que actúan de modo pragmático en dos esferas: en la adopción de los rasgos más sobresalientes del llamado progreso material y en el tratamiento ambivalente de sus jerarquías ancestrales, que van perdiendo precisamente su ascendiente político y moral ante el avance de la civilización moderna. Aunque la inmensa mayoría de la población indígena de la región andina no se interesa por el debate intelectual en torno a los valores normativos de su propia tradición e historia, lamentablemente se deja a veces manipular por las ideologías que producen los intelectuales que hablan en nombre de ella, ideologías de alto impacto público, pese a una modesta calidad teórica.

Las corrientes indianistas, junto con la amplia gama de tendencias populistas, menosprecian la democracia liberal-representativa y el legado individualista de la cultura occidental. Sostienen en cambio que hay un proyecto superior, al que habría que subordinar todos los esfuerzos: la modernización acelerada, dirigida por un Estado centralizado y poderoso, pero restringida a sus aspectos técnico-económicos. En el plano político-cultural este programa promueve el renacimiento de prácticas autoritarias y el fortalecimiento de un Estado omnipresente y centralizado, aunque de funcionamiento poco eficiente en la praxis. Es precisamente esta concepción la que dificulta la difusión de una mentalidad pluralista y democrática, pues promueve en el fondo una percepción complaciente y embellecida de la propia historia, atribuye todas las carencias del pasado y de la actualidad a los agentes foráneos (el «imperialismo») y evita un cuestionamiento de los valores de orientación de las civilizaciones aborígenes.
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También hoy entre cientistas sociales existen tabúes, aun después del colapso del socialismo. Así como antes entre marxistas era una blasfemia impronunciable achacar al proletariado algún rasgo negativo, ahora sigue siendo un hecho difícil de aceptar que sean los pueblos indígenas y los estratos sociales explotados a lo largo de siglos —y por esto presuntos depositarios de una ética superior y encargados de hacer avanzar la historia— los que encarnan algunas cualidades poco propicias con respecto a la cultura cívica moderna, a la vigencia de los derechos humanos y al despliegue de una actitud básicamente crítica. Se trata, en el fondo, de un rechazo colectivo —fácilmente comprensible, por otra parte— contra el proceso de un desencanto colectivo con respecto a las propias certidumbres y, por ende, de una resistencia al conocimiento genuino.

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* Hugo Celso Felipe Mansilla, nació en 1942 en Buenos Aires (Argentina). Ciudadanías argentina y boliviana de origen. Maestría en ciencias políticas y doctorado en filosofía por la Universidad Libre de Berlín. Concesión de la venia legendi por la misma universidad. Miembro de número de la Academia Boliviana de la Lengua y de la Academia de Ciencias de Bolivia. Fue profesor visitante en la Universidad de Zurich (Suiza), en la de Queensland (Brisbane / Australia), en la Complutense de Madrid y en UNISINOS (Brasil). Autor de varios libros sobre teorías del desarrollo, ecología política y tradiciones político-culturales latinoamericanas. Últimas publicaciones: El desencanto con el desarrollo actual. Las ilusiones y las trampas de la modernización, Santa Cruz de la Sierra: El País 2006; Evitando los extremos sin claudicar en la intención crítica. La filosofía de la historia y el sentido común, La Paz: FUNDEMOS 2008; Problemas de la democracia y avances del populismo, Santa Cruz: El País 2011; Las flores del mal en la política: autoritarismo, populismo y totalitarismo, Santa Cruz: El País 2012.

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