Literatura Cronopio

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2010

Quise ver una tercera señal de buen augurio en la imagen que Lexi Contursi había publicado en Instagram el día de San Valentín: un collage de fotogramas de Desayuno en Tiffany’s en los que Audrey Hepburn responde a una declaración de amor con desinterés diplomático. La biografía que pude reconstruir de la vida de Lexi haría que me excediera en líneas porque tendría que hablar de su hija, de los raves que frecuenta con sus amigos homosexuales, de las breves apariciones en series exitosas. Era la única de las bailarinas que contaba con una entrada en Wikipedia en la cual se menciona su participación en The Big Bang Theory. Visité sus perfiles con desenfado porque supe desde el principio que ella tampoco era la mía y, de lejos, era la bailarina con mas fama acumulada por lo que ya su vida personal, sus momentos familiares junto a su madre y su novio, estaban contaminados con la nube tóxica de felicidad que rodea a las celebridades.
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El nombre de mi bailarina no era Tracy, no era Genieve y tampoco era Lexi.

Repetí el procedimiento con los nombres siguientes. Me embadurné con los fragmentos de sus vidas perfectas. Deseé visitar los parques de Santa Mónica donde Gakenia Muigai, la negra del grupo, practica yoga acrobático de cara al sol californiano. Aplaudí el ingenio de Morgan Larson para crear nombres de usuario. Búsquenla como @Morgannimal en las redes para que vean a una rubia de 22 años que ha bailado desde los siete preparándose para lo que justamente indica su nickname, que es lucir como una temible depredadora. Envidié los viajes, las fiestas, la lluvia de miradas. Seguí los pasos de Nikki Medrano a lo largo de las blancas playas de Antigua adonde escapó para sanar la lesión de su rodilla. Juro que sentí en mi propia rodilla lo que debió sentir Nikki cuando el dolor la obligó a suspender las audiciones, los ensayos, las tardes de rodaje. Y en medio de la fantasía que estaba creando a partir de lo que aquellas bailarinas dejaban ver de sus vidas, también sufrí el desencanto cuando penetré en la de Randi Lynn Strong, una de las mejores bailarinas de la quinta temporada de So You Think You Can Dance: rubia innegable, niña prodigio que empezó su entrenamiento a los tres años en el club más famoso de Utah, de donde es originaria su familia, la misma familia de retrasados mentales que disparan rifles y esconden cadáveres que había mencionado antes. En honor a la verdad debo decir que no llegué a confirmar si eso que digo sobre los padres, hermanos, primos, tíos o abuelos de Randi Lynn Strong es cierto, pero había en sus fotos una carencia de espíritu tan honda que di por ciertas mis conjeturas y me retracto de haber deseado también para ella un destino luminoso.
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Y aunque Megan Hopkins era la tercera de la lista, la dejé para el final porque las fotos que encontré de ella no correspondían con ninguna de las bailarinas del video, o al menos eso pensé al principio. De hecho, le asigné su nombre a una de las que casi no se reconocían. Me guié por el color de piel porque en las fotos recientes de Facebook, Megan aparecía bronceada, se hubiera podido decir que era una mujer morena; además, sus labios gruesos me hicieron descartarla aunque su cabello largo brillante correspondía con el de mi bailarina. Llamé Megan Hopkins a otra de cabello corto que aparecía casi de espaldas, pero cuando llegué a Nikki Medrano y confirmé que era ella la bailarina a la que había asignado inicialmente el nombre de Megan, sospeché que la Megan Hopkins que había encontrado era la persona equivocada. Creyendo que mi bailarina era una de las que seguía en la lista, postergué la identificación de Megan y seguí buscando a las demás. Pero llegué a la vida malgastada en realities de Randi Lynn Strong sin encontrar a la que yo quería. Solo había un cabo suelto.

Busqué en Google otra vez. El primer resultado correspondía a una pelirroja de Arizona, maestra de cultura y sociedad en el Pen State College. Los siguientes resultados pertenecían igualmente a esta profesora que al parecer contaba con el amor de sus alumnos y no desaprovechaba el impulso que Internet podía darle a su carrera. Incluso le pertenecía el dominio meganhopkins.com donde figura su extenso currículo académico.

En la pestaña de imágenes del buscador tampoco tuve suerte. Todas las Megan Hopkins que aparecieron eran rubias, excepto la que ya tenía desde el principio. Entonces revisé de nuevo todo lo que había encontrado anteriormente de ella con la esperanza de hallar coincidencias que me convencieran de que se trataba de la bailarina que estaba tratando de identificar. Para describir lo que sucedió cuando volví a mirar sus fotos debo tomar aire, respirar despacio, tragar saliva. Conservar la calma para entender el eufórico desconcierto que me envolvió cuando la reconocí en las mismas fotos que antes había mirado. Quizás estaba embotado con la ansiedad de encontrarla pronto y esto me hizo descuidar al inicio de la búsqueda. Pero mi falta de atención fue en el fondo una recompensa porque pude saborear cada segundo de una revelación que sentí como una descarga de narcóticos, un estallido acelerado surgió en el interior de mi pecho, generando una escala de decibeles que me dejó sordo, que bloqueó todo tipo de percepción, excepto la de mis ojos, que se agudizaron como si los demás sentidos hubieran caído en una oscuridad irremediable. Cada clic que hacía para ampliar una fotografía de Megan era despertar la zarza flameante en la que se personifica dios. Mi rostro se quemaba entre el hervor de la sangre y la luz que las fotos proyectaban sobre él. Cuando, en mi adolescencia, leía las descripciones que los escritores hacían sobre la belleza de las mujeres, asumía que sus palabras estaban engrandecidas por la ficción y que era improbable encontrar mujeres tan bonitas como en la imaginación de los poetas. Aunque siempre había querido conocer a una mujer cuya belleza me llevara a idealizarla de la manera en que lo están, por ejemplo, esas princesas de Las mil y una noches que provocaban guerras entre los hombres y enfermaban de locura a los demonios. Concubinas de apetitos refinados cuya voluptuosidad igualaba a mortales e inmortales, quienes eran consumidos por el deseo destructivo de poseerlas.

Megan Hopkins era exactamente como ellas. Voluptuosa, delicada, alegre, voraz. En cada una de sus fotos posaba con ademanes calculados como si conociera la tensión exacta a la que debe someter cada músculo para lograr una imagen perfecta de sí misma, algo que sabe hacer aun cuando aparece dormida junto a las piscinas circulares de los condominios que frecuenta.
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Al haber encontrado a mi bailarina. Al saber por fin que su nombre, el cual no olvidaré, era Megan Hopkins, elaboré un inventario que me ayudara a concretar mi siguiente objetivo. Nació en Nashville pero ahora vive en Los Ángeles. El enlace más claro que tiene con su pueblo es el tatuaje de su espalda que dice Country Strong. Su mascota es una bulldog llamada Pearl. Cumple años el 8 de junio. Le falta un mes para cumplir 24. Su madre es de apellido Krasavage. Su novio es de apellido Harper. Parece especialmente encantada con el sol. En vísperas de un viaje, el noviembre pasado, compartió una foto de las colinas californianas expresando que extrañaría durante los siguientes 10 días los 74 grados Farenheit que arden constantemente sobre ellas. Cuando visitó Las Vegas, hace tres años, publicó una captura de pantalla con la temperatura de ese día (106° Farenheit) y escribió: «Well… We might die this weekend». Pero Megan siguió viva para disfrutar otros veranos, para bailar en los 4 episodios de la serie Nashville al lado de Christina Aguilera, beber cerveza en el Festival Coachella y asustarse de muerte con el temblor de 3.3 grados que se expandió en el suroeste norteamericano el 12 de abril. Ese domingo, 139 temblores similares se registraron alrededor del mundo: de 5.1 grados en la costa este de Japón; de 5.3 grados en las islas Tonga; de 4.4 grados en los Balcanes; de 4.7 grados en Mendoza; de 4.6 grados en Irán. Ninguno tan fuerte como el terremoto del 25 de abril que mató a más de ocho mil personas en Nepal y durante el cual, con seguridad, Megan Hopkins dormía.

La empecé a seguir en Instagram y en Twitter. Le envié una solicitud de amistad a Facebook, consciente de que difícilmente aceptaría, pero como no tenía nada qué perder hice todo eso y busqué más vías para establecer contacto.

Encontré la agencia que la representaba. Una firma caza talentos con oficinas en Los Ángeles, Nueva York y Atlanta cuya nómina incluía a directores creativos, coreógrafos, bailarines, modelos, actores de teatro y deportistas extremos. Megan hacía parte de la base de datos de 3.199 bailarines de la compañía. En su perfil encontré algunas fotos que ya había visto en los álbumes de Facebook pero esta agencia ofrecía algo que no había podido obtener en otros lugares. Si me acreditaba como productor, director, periodista o alguna profesión afín al medio, y pagaba una membresía anual de 600 dólares, podía acceder con más profundidad a los datos de cualquier artista, ver al detalle toda su trayectoria, descargar fotos y videos en alta definición, y lo más importante, programar audiciones con aquellos que me interesaran. Existía un costo adicional por audición pero no me importaba, si por esta vía podía llegar a Megan estaba dispuesto a pagar lo que fuera necesario. No dudé en llenar la solicitud para ser admitido. Incluí una copia del carné de periodista de la revista para la que eventualmente escribo sobre cine y tecnología. Ingresé el número de mi MasterCard Gold. Escribí un párrafo de 500 caracteres justificando las razones por las que quería contactar a los artistas de la firma. Entre la lista de intereses que me pedían seleccionar marqué las casillas de danza, cine, musicales, videoclips, Broadway, indie y viajes. Y entre las opciones de pago, seleccioné la renovación automática del plan al cabo de un año de ser miembro. Pensé que si además me mostraba como alguien que no escatimaba en gastos, podía ser tomado en serio. Al enviar la solicitud llegó a mi correo un mensaje en el que se me notificaba que el formulario sería estudiado por los managers senior de la firma y que me darían respuesta en un término no menor a dos semanas.
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El maldito manager senior que estaba a cargo de esa tarea esperó hasta el último día para admitirme en su exclusiva comunidad. Fueron dos semanas insufribles durante las que no dejé de mirar el video de Blood Orange y las fotos que Megan publicaba esporádicamente. Creo que los mecanismos con los que mi cuerpo percibía el tiempo se atrofiaron durante la espera. Me sentía martirizado. Lo primero que hacía todos los días al despertar era revisar la bandeja de entrada y, por si acaso, ingresaba a los mensajes de spam presionando con insistencia las teclas ctrl + F5, esperando que el mensaje apareciera en lo que se refrescaba el navegador. Consumía largas jornadas sin levantarme del escritorio donde permanecía haciendo scroll infinito en el muro de Megan, leyendo los comentarios que sus amigos hacían en las publicaciones y revisando los nombres de las personas que hacían likes en sus fotos mientras escuchaba la canción You’re not good enough. Intentaba saber algo de su carácter reconstruyendo su red de relaciones. Cuando me cansaba de Facebook me pasaba a Instagram y allí me quedaba aún más tiempo porque inventaba juegos con sus fotografías. Intentaba adivinar, por ejemplo, el filtro que había usado para cada imagen, un reto que me exigía analizar cada rincón de la foto en busca de viñetas, texturas, puntos de enfoque. Cada tanto volvía a mirar el video, unas veces parándolo en cada cuadro en el que aparecía ella y otras veces de corrido. No importaba cómo lo hiciera, cada vez tenía más acentuada la impresión de que era demasiado breve. La fugacidad con la que percibía las imágenes ahondó la frustración que me agobia cuando me reconozco como alguien finito. Un ser vivo poco o nada significativo en la línea de tiempo del universo. Frustración que por otro lado me hacía propenso a este tipo de fijaciones patológicas. Creo que un día me dediqué solo a mirar el video sin parar y cuando oscureció quedé con la sensación de haberlo visto una vez y nada más. No sé, no lo recuerdo claramente, pero en las 16 o 18 horas que uno puede aprovechar de un día cabe más o menos 256 veces un video de 4 minutos y 21 segundos, y en esos días en que me acercaba a esa reiteración excesiva, más fuerte era la impresión de fugacidad que me restregaba en la cara mi triste mortalidad. Mi capacidad para conciliar el sueño también se deterioró durante esas dos semanas. A la hora de apagar mi laptop para irme a la cama, el eco de la canción permanecía fusionado con el aire de mi apartamento. Para completar, fueron días muy calurosos y la poca brisa que soplaba a través de la ventana era la densa respiración de un moribundo.
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Estaba sintiendo esas dos semanas como una condena prolongada durante años y de repente, una mañana, llegó el mensaje que estaba esperando, haciéndome sentir que no había pasado ni un minuto desde que envié mi aplicación para ser miembro.

Se trataba de un mensaje escueto con mis claves de acceso que comprimió de un solo golpe todos los días transcurridos y me devolvió al principio. Incluso, recibir ese mensaje con el que, estaba seguro, podía contactar a Megan, me sumergió por un momento en una elipsis extraña: me proyecté varias semanas en el pasado hasta un punto en el que no tenía noción de la existencia de Megan ni había visto aún el video de Blood Orange. El pavor de no reconocerme me dejó paralizado como si la persona que yo era, antes de verla bailando, fuera nada más un cuenco vacío a la espera de llenarse con los retazos que fui recopilando de las vidas visibles de las ocho bailarinas contratadas para ejecutar la coreografía de aquel video. Megan estaba dentro de mí como la prótesis de un alma y entonces temí que si llegaba a contactarla, si de hecho pudiera hablar con ella de alguna manera, la arrancaría violentamente de esa zona de mi imaginación donde existía como un cúmulo de imágenes y palabras. ¿Si llegase a hablar con ella se esfumaría el poder que le había conferido a su belleza? O por el contrario, ¿crecería ese poder y me vería tentado a intensificar mis acercamientos? ¿Tomar un avión, querer tocarla?

Sin estar seguro de cuál sería el alcance definitivo de mis indagaciones, inicié sesión en el sitio de la agencia de talentos y busqué el perfil de Megan para verificar la magnitud de mis nuevos privilegios. Era cierto que, como miembro acreditado, mi nivel de acceso me servía en bandeja de plata a una cantidad enorme de artistas: hombres, mujeres y niños con talentos diversos. Unos bailaban, otros cantaban. Unos bailaban y cantaban y también actuaban. Otros eran deportistas apuestos ideales para figurar en los comerciales del Superbowl. La mayoría eran chicas jóvenes entre los 17 y 25 años que podían exhibir una fructífera experiencia dentro de la industria. Quizás muchas de ellas soñaban con el estrellato apabullante que vende Hollywood pero la verdad es que las características de sus distintos trabajos ofrecían un retrato más amable del gremio. Con mi nivel de acceso podía conocer con detalle la trayectoria de los artistas que la agencia tenía en su nómina. Si pagaba el precio adicional por audición, podía programar citas, reuniones por Skype o agendar llamadas en las que, según especificaban los términos y condiciones, no participaba ninguna clase de intermediario. Si el casting generaba alguna contratación, el artista era quien se encargaba de entregarle la comisión a la compañía. Consciente de esos detalles descargué el currículo de Megan, me deleité con las nuevas fotos en alta definición que podía descargar y, cómo no, pagué el precio adicional para tener sus datos de contacto. Al confirmar el pago, se abrió un formulario de pocos campos en los que debía especificar qué tipo de audición requería, la fecha, la hora y el medio que prefería para llevarla a cabo. Entre las opciones que se me presentaron elegí la llamada telefónica, pues sentí que aún no tenía agallas para mirar a Megan a la cara o, mejor dicho, para que ella viera la mía. Oprimí el botón enviar y apareció un mensaje informando que en menos de 24 horas recibiría la confirmación de la cita en mi perfil de usuario.

Este nuevo periodo de espera no fue tan martirizante como hubiera esperado. La confirmación tardó menos de 12 horas en llegar. Anoche, sobre las nueve, al revisar las notificaciones de mi perfil, vi la confirmación que estaba esperando. Megan Hopkins, bailarina de todos los estilos, modelo, actriz y regente de mi vida durante los últimos dos meses, había aceptado la audición que yo le había propuesto. Faltan cinco minutos para las tres de la tarde en Los Ángeles, California. Faltan cinco minutos para las cinco de la tarde en Medellín. No he dormido desde que llegó el mensaje. No tengo idea de lo que voy a decirle, a pesar de que le he dado mil vueltas. ¿Le digo que solo quería escuchar su voz? ¿Que desde hace semanas solo pienso en ella? ¿Le digo que conozco parte de su vida, que sé que cumplirá 24 años el próximo mes y que su perra Pearl es el único Bulldog de la tierra que me parece adorable? ¿Le digo que adoro el modo en que duerme al lado de las piscinas y que son esas fotos más cotidianas las que mejor proyectan la inmensidad de su encanto? Faltan solamente dos minutos y me tiemblan las manos. Advierto que la tensión que esta llamada me produjo desde anoche me hizo olvidar cargar la batería de mi teléfono.
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Cuando llegó la confirmación de la cita se habilitó en mi cuenta de usuario un PDF descargable con los detalles del encuentro y como la modalidad que yo había escogido era una llamada, aparecía el número de un móvil. Lo agregué de inmediato a mi lista de contactos y vi que se habilitaron los iconos de Viber y Whatsapp. Cuando abrí WhatsApp para ver la última hora en la que el propietario de ese móvil se había conectado, comprobé con gran sorpresa que el avatar que aparecía en la información de usuario era una foto de Megan. Al parecer, ella misma se encargaría de atender mi llamada. Como lo prometía la agencia, en la cita no existiría ningún intermediario. Pero como desde anoche me la pasé mirando su avatar —una foto en la que aparece tirada en el césped, en vestido de baño, con las piernas cruzadas, los ojos cerrados y el cuerpo levantado en arco como si una fuerza aérea intentara llevársela—, olvidé cargar mi teléfono y faltando dos minutos para la llamada solo tiene el cuatro por ciento de batería. Busco el cargador con manos torpes en el cajón de mi escritorio. Me pregunto cuándo llegará el día en que todos los dispositivos serán inalámbricos y las baterías serán inagotables o por lo menos tan duraderas que dejaremos de necesitar todo el tiempo cargadores y tomas de luz para evitar esa rara soledad que revienta cuando el celular se apaga.

«Es hora de abolir la obsolescencia programada», pienso sintiéndome un idiota porque es mi culpa y solo mi culpa que el amasijo de cables del cajón de mi escritorio ponga en peligro la llamada que debo hacerle a Megan Hopkins. Encuentro el cable del teléfono y lo pongo a cargar. Son las cinco de la tarde en mi país, las tres de la tarde en Los Ángeles. Antes de llamar, verifico en WhatsApp la última hora de su conexión. Y me paraliza ver que está En Línea.

Megan Hopkins está en línea esperando mi llamada y aún no sé qué voy a decirle. Por eso decido escribirle primero. Le escribo un simple hola. Presiono enviar. Le escribo que me gustó mucho cómo bailaba en el video de Blood Orange. Le doy enviar. Le escribo que es la mejor de ese grupo, claramente the most beautiful thing in the world, the most powerful dancer. Le doy enviar. Le escribo con rapidez todo lo que se me va ocurriendo, sin meditarlo mucho porque puedo quedarme paralizado y termino contándole todo mediante una escritura automática que, con seguridad, me hace cometer muchas faltas de ortografía porque mi inglés todavía es primario. Pero las palabras simples igual me sirven para contarle la historia de cómo la busqué en las redes, cómo me la he pasado mirando sin descanso sus fotos, cómo me he sumergido en su alucinante vida de show girl durante los últimos dos meses. Le escribo que la tengo muy adentro, que gracias a ella ya no soy un cuenco vacío y le doy enviar. Espero unos segundos después de escribir mis últimas ideas. Megan Hopkins todavía aparece en línea. Me quedo con la mirada fija en esas dos palabras y cuando cambian, en cuestión de milésimas de segundo, a una sola palabra intermitente, de vivo color verde, que dice Escribiendo, seguida de puntos suspensivos, siento que algo empieza a rasgarse a mi alrededor, las paredes se vuelven gelatinosas, el mueble en el que estoy sentado se evapora, las ventanas dejan entrar una luz que se descompone en colores que hasta el momento desconocía y el ruido de la ciudad que me circunda se funde en un silbido uniforme que también lleva adherida la voz con la que pienso. He llegado a creer que existe, oculta entre los misterios que los seres humanos no hemos resuelto, alguna manera concreta de vencer a la muerte, pero nada me había preparado para encontrar la inmortalidad en una sola palabra, una transición electrónica en la que ella, a 5 mil kilómetros de distancia, está Escribiendo una respuesta y yo, que vivo entre montañas de piedra que salvan a mi ciudad de terremotos, me quedo varado en el tiempo esperando a que sus palabras emerjan en la pantalla.
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* Diego Agudelo Gómez es periodista. Colaborador de la revista Kinetoscopio y miembro de la plataforma de publicaciones Rompehielo.

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