Literatura Cronopio

1
426

La esqueleto

LA ESQUELETO

Por Paola Esteban*

Una tira de luz le penetraba la piel del rostro. El color oscuro que le cubría los huesos se enrojecía ligeramente, se tostaba despacio a las ocho de la mañana. Era hora de recoger. No había habido buena pesca. Dos anchoitas, un besugo y un bonito. Apenas para el desayuno, el almuerzo, la cena y el próximo desayuno, después de pasar la rasca festiva del día de muertos.

Una ola le devolvió la red con plena fuerza y la tiró a la arena de la playa de espaldas, con los pelos cortos y crespos del cuello venidos a chocar contra los gránulos blancos y calientes de la arena.

Los rayos le pegaron de lleno en los ojos entreabiertos y sobre los codos se bifurcaron dos tiras de piedritas de allí para allá. De allí para el antebrazo, de allá rumbo a los hombros, por entre la camisa vieja de color azul.

Se dejó atezar y entonces, una presión ligerita, persistente. Unos huesos le atraparon la pierna. Secos y mojados a un mismo tiempo. Estiró el miembro derecho y miró a la esqueleto. Tenía una larguísima cabellera café con leche, enredada como una madeja en el cráneo y un par de húmeros, de iliacos, de fémures a punto de deshacerse. Y lloraba. Sin ruidos, sólo con agua sal que le salía de las cuencas aparentemente vacías.

La Pescadora se acercó más y la miró. Se levantó espantada y dio tres pasos como de púgil, dispuesta a enfrentar al monstruo marino. Pero la esqueleto la observaba con las gotas de agua sal, con las falanges y el carpio incrustados en su tobillo derecho.

Con el movimiento, la pescadora le había desencordado el brazo derecho. La esqueleto se lo miró sin padecer y siguió el vaivén de los saltitos. Finalmente, la Pescadora se detuvo. Se agachó y la observó con los ojos despiertos y duros. Luego, cálidos.

Con cuidado se la cargó al hombro. Se amarró la red a la cintura y se la llevó para su choza.

LA SIRENA

«He visto a lo lejos, en el mar, a una sirena. Pero no me ha llamado con su música efímera. Me ha atraído al batir sus escamas en el agua. La escucho llorar a lo lejos. Ella no canta.

»No había divisado, a este lado, a otras como ella. Era la única que había emergido, con los ojos silentes, con la garganta trocada.

»Pero anoche, vi reunidas a un grupo de sirenas junto a las rocas que bordean el islote del otro lado de la arena que piso. Reían y cantaban de manera particular. Como en los cuentos dicen que lo hacen. Pero no eran tan bonitas como la primera.

»Hoy he venido exclusivamente a verla. Me he pasado el día en la barca y no ha aparecido. Pronto se hizo oscuro y no le vi, no escuché su llanto.

la-esqueleto-02

»No hay marineros. Tampoco están las otras sirenas. Ayer yo las veía sin verlas, les observaba la piel sin tocarlas con mi atención. Solo pensaba en esa primera. Sentí deseos de fotografiarla y traje la cámara, pero, como escribí antes, no ha salido.

»Mañana lo hará, espero. Entonces le tomaré una foto».

La carta se deshizo entre la espuma salada. Con sus escamas enterró en la arena los huesitos que le quedaron.

«No llores», se dijo la Sirena, «no es el primer niño que devoras».

PRECIOSO

Abrió los ojos despacio. Giró el rostro hacia su derecha. La espalda desnuda y salpicada de pecas de Elena le acompañaba. Suspiró casi con alivio. Se levantó de forma lenta y caminó hacia la cocina. Abrió la nevera, extrajo una lonja de queso y decoró con ella el fondo del pocillo de chocolate. Estaba hecho. Elena se habría levantado en la madrugada. Regresó a la cama. En su mente maquinó la excusa que le diría a su jefe a la mañana siguiente: tuve un accidente. Así, si su humor cambiara de repente, ya no tendría que justificarse. Simple. Le mirarían como un animal raro, pero ya sabrían la razón. Sirvió el chocolate cinco centímetros antes de llegar a la boca del pocillo. Caminó con él hacia la sala. Tomó el control remoto y encendió el televisor. Un paisaje repleto de mariposas apareció en la pantalla. Rojo, amarillo, verde, violeta, rosado, anaranjado. Un arcoiris y un cervatillo. La pecosa espalda de Elena manchada con sangre.

Abrió los ojos, lento. Falló un respiro y giró las pupilas abiertas de un lado a otro. Se levantó con cuidado. Caminó hacia la cocina. El chocolate estaba hecho. Sacó una taza de la repisa y de la nevera una lonja de queso que destrozó con los dedos. Tomó la olla y vertió el chocolate dentro del pocillo. La fuerza de su mano la precipitó al suelo. Elena. El color esparcido en la cocina, Elena que se asoma por la puerta. Una mirada. Elena, desnuda, que vuelve a la habitación. La sigue con la mirada y luego con los pies. Se acerca a su lado de la cama y le mira la espalda.

—No me cortes, cariño.

Elena dormida, sin respiración.

Abrió los ojos despacio. Al ver el techo las pupilas se dilataron. Miró a Elena: la misma espalda llena de pecas. Caminó hacia la cocina con premura. No había queso en la nevera. Suspiró con alivio. Se sirvió una taza de chocolate que se regó. Soltó el pocillo, que se partió en pedazos. Elena no estaba en la puerta. Caminó hacia el televisor, lo encendió y ubicó el canal de noticias. Un automóvil se incendia, un asesinato. La foto de Elena en la esquina derecha de la pantalla. Miró sus manos ensangrentadas. Un cabello crespo y pelirrojo se le escurría por entre los dedos.

Se levantó de un salto de la cama. Se giró. Ninguna Elena. Caminó hacia la cocina: un olor a queso rancio. Una ollita quemada. Sangre en el suelo. Una conversación en su cabeza.

la-esqueleto-03

—Hoy he vuelto a pensarle.
—¿Por qué, Elena?
—Sólo estoy preocupada.
—¿Por qué?
—Porque pudo haberle pasado algo y, en todo caso, me sigue importando como persona.
—¿Por qué? Te hizo daño.
—¿Por qué no me entiendes?
Silencio.
—Te entiendo.

Una llamada.
—No puedo ir a la oficina. Es terrible. Tuve un accidente.
—¿Estás bien? ¿Qué pasó?
—Iba conduciendo junto a Elena. Un auto nos chocó. Salí a buscar ayuda, el auto se incendió.

Una espalda desnuda, un hilo de sangre que cubre un número incontable de pecas. Elena, sin respiración. Absolutamente horrible. Horrible y precioso.

LA NIÑA RARA Y LAS FLORES AMARILLAS

Una niña con los brazos abiertos y la cara levantada a una lluvia de flores amarillas. El sonido del agua al chocar contra las piedras en el río.

Un grupo de niñas con uniformes escolares. Un salón de música vacío. Siete de la noche. Lápices y licor. Un bolsillo que guarda las llaves de la boca del lobo.  Alcohol de 14 grados que circula por las venas de las integrantes del grupo. Un par de gafas que miran con asombro el movimiento de las pinzas, faldas que luchan por entrar a la cueva. Un asentimiento. Una costilla rota.

Ocho de la noche. Una bola de heno corre por la imaginación de la niña. Mira el polvo de la calle, sola frente a su casa. No ha comido más que una sopa con sabor a agua y un pan. A través de sus ojos los muebles giran, salta la mesa que sostiene el televisor a blanco y negro, encendido con todo el volumen. Las luces apagadas dejan ver el destello de los ojos del gato. Un trastorno. Náuseas. La niña cae en una de las sillas destartaladas. Las manos pierden sensibilidad, ligeras cosquillas las recorren y el cuerpo se niega a levantarse de nuevo. Aún conserva la camisa del uniforme. Una pantaloneta a cuadros rojos le hace juego. Las piernas morenas, los brazos de color aún más oscuro. Los vecinos ven la telenovela de las ocho. La madre y el novio se aparecen por la puerta. Gira la cabeza, da la vuelta, el hombre la vigila. Hay que arreglar a esta niña. Esta niña está de manicomio.

Seis de la mañana del día siguiente. Agua fría le golpea las mejillas. Una mano se introduce por debajo de la cobija.

Otra vez la noche. La niña impávida con los lentes clavados en la luna. A su lado el gato. Se entrecruza por sus piernas, pero no maúlla. El calor que brota todo el día del suelo ahoga también la noche. Ella aún está vestida con el uniforme. Pánico. El hombre le grita a la mujer que todo le pertenece. Todo. No hay comida. Bajo la mesa se extiende el eco que el sonido del zapato emitió al chocar contra su costilla. Ya presenció esto antes. Un nuevo grito. El hombre sale de la casa con el bolso de viaje. Alivio.

la-esqueleto-04

El día. Diez de la mañana, terminó la hora de descanso. Ha recorrido los pasillos de ese colegio exclusivo de un lado para el otro sin encontrar una palabra acertada que le permita quedarse más de diez minutos en la conversación de algún grupo de chicas. Maldice al padre que lo paga. No llevó la tarea y la pidió la profesora. Un pequeño regaño. Una pequeña broma. La directora. La mamá que ahora la apalea. Las compañeras que la espían. El sonrojo permanente, la costilla rota.

Otro día. El día D. Las llaves del Auditorio. Sólo ella podría llevarlas. Sólo ella habría de hacerlo para atraer el desastre. Ella y su timidez. Incapaz de percibir que las púberes que antes la acompañaron en el descanso se embriagarán en la noche, durante el concurso de canto. Ahora todo está muy lejos.

Voces. Al fondo, Café y Petróleo. Las llaves. El  Auditorio, el piano. Zapatos Berlón que corren por el pasillo. Olor a licor, sudor, niñas. La punzada en el estómago que indica el hambre. La ropa blanca sucia. Las gafas empañadas, las manos que sudan cuando se ve acorralada en la puerta, cuando aquellas criaturas con aliento a alcohol la presionan para que entregue las llaves, para que entre con ellas al Auditorio, para que no chiste.

Muchos dedos con las uñas largas, con vellos impares que recorren la camisa desabotonada, lápices mojados en aguardiente. Pinzas que pellizcan las piernas. Otro golpe en la costilla.

Risas y dolor.

El aire por fin fresco de la madrugada. La portería. El auricular contra una oreja. La voz de la mamá. Unas cuencas que examinan a la niña con la camisa ensangrentada, unas manos debajo de su falda. Un hombre de uniforme azul que babea encima de las medias manchadas. Una costilla que dolerá hasta que encuentre las agallas para cortarse las venas una vez más hasta que no calcule mal el tiempo, hasta que no falle.

Una mujer con la mirada perdida, una hoja letal en la mano, mientras ve arder el fuego de los árboles cercanos. La corriente del río aledaño que se lo tragará todo, el agua que pronto se llevará su esqueleto.

_________

* Paola Esteban, nacida en 1981, es periodista del diario Vanguardia Liberal de Bucaramanga, Santander. Fue finalista del Concurso de escritura Editorial Tragaluz, 2012, con «Las cartas que Bartleby leyó». Mención de honor en el I Concurso Internacional de Cortometrajes Palmares 2010. Violeta. Cortometraje Animado. Guión. Centro de Derechos Humanos y Litigio Internacional, Cedhul, 2009. https://www.youtube.com/watch?v=IdJ_WsQQni8 Premio de Periodismo CPB 2008 en la categoría de Prensa con el artículo «Diario de una bulímica». Primer lugar en prensa, géneros narrativos en el XI Concurso Departamental de Periodismo ‘Luis Enrique Figueroa Rey’, 2007, con la crónica ‘Aquí estamos pintaos’. Antología de la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana 2006. Compilación de Unión Latina. Prólogo de Ángel Gustavo Infante. Fundación editorial El Pez y la Rana. Ediciones del Ministerio de Cultura de Venezuela, 2006. I Concurso de Cuento UNAB. Compilación. Editorial UNAB. 1999.

1 COMENTARIO

  1. LA ESQUELETO
    Me lleva a recordar aquellos días en donde la muerte se mezcla sutilmente con los mortales en una festividad. Y esa infinidad de hallazgos versátiles en una rutina marina.
    LA SIRENA
    Como es el canto de un encanto. Esa inesperada sorpresa a un sentimiento poco inexplicable de lo que uno es.
    PRECIOSO
    Cuando un sueño tras otro choca con la realidad. Absolutamente doloroso.
    LA NIÑA RARA Y LAS FLORES AMARILLAS
    Es tan intrínseco ver la perdida de la inocente en la cruenta vida.

    Paola, espero que sigas escribiendo, sin dejar este particular estilo, representa lo que eres. Felicidades por la publicación.

    Bien a la Revista Cronopio por su buenas ediciones e impulsar la cultura.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.