Arte Cronopio

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La praxis teatral y lo publico una reflexion sobre lo politico en el teatro actual

LA PRAXIS TEATRAL Y LO PÚBLICO: UNA REFLEXIÓN SOBRE LO POLÍTICO EN EL TEATRO ACTUAL

Por Gustavo Geirola*

[x_blockquote cite=»J. Lacan, Seminario 18. De un discurso que no fuera del semblante 23″ type=»left»]…quizá resulte más necesario preguntarse de dónde parto o incluso de dónde quiero hacerlos partir, lo cual tiene dos sentidos. Quizá signifique partir para ir a algún lado conmigo y, además, también puede querer decir que se larguen de donde están[/x_blockquote]

[x_blockquote cite=»H. Arendt. La condición humana 66″ type=»left»]Ser visto y oído por otros deriva su significado del hecho de que todos ven y oyen desde una posición diferente. Éste es el significado de la vida pública…[/x_blockquote]

Hannah Arendt, en las primeras páginas de su libro La condición humana, observa dos sentidos de la palabra «público»; obviamente, como no está pensando en el teatro sino en la «esfera pública» como opuesta a lo privado, se le escapa uno de los sentidos que a nosotros, los teatristas, más nos importa. De modo que, a los efectos de glosar su texto, vamos a agregar un tercer sentido más, propio de nuestra praxis teatral: nuestro querido y anhelado público, aquél para el cual trabajamos, causa de nuestros desvelos y del que siempre esperamos el aplauso el cual, como sabemos, a veces no llega. Ese público teatral, a veces un tanto impredecible, no se confunde con el espectador como máscara inherente al proyecto de puesta en escena, pero es justamente esa máscara en la que deberíamos ejercer nuestro poder artístico. Intentemos seguir el pensamiento de Arendt, que incluso ella misma relaciona a la «trasposición artística de las experiencias individuales» (59), a la vez que llevamos a nuestro molino algunas de sus ideas para hacerlas producir en el campo de la praxis teatral.

Los dos sentidos de ‘público’, nos dice Arendt, están estrechamente ligados y hasta se confunden entre sí al punto de ser casi idénticos. En primer lugar, ‘público’ es «todo lo que aparece en público [y] que puede verlo y oírlo todo el mundo» (59); las palabras ver y oír ya nos abren a un espectro de cuestiones; la autora piensa aquí lo público en el sentido de aquello que tiene la más amplia publicidad posible. Tendríamos aquí una experiencia de teatro, si se quiere ya saltar sobre nuestra presa, abierta a todo el mundo capaz de ver y oír (o al menos, como en el teatro para ciegos, de oír y reemplazar la vista con los otros sentidos del olfato y el tacto, tal vez también del gusto). ‘Público’ se nos presenta así como un objeto a merced de la mirada y la audición, que son—digamos—los más públicos de los sentidos, quedando los restantes, tal como Freud especuló sobre el deterioro del olfato a partir de la posición erguida del animal humano, más afincados en la esfera privada. Casi adelantándose al concepto lacaniano de semblante (Lacan 2009), Arendt afirma que ese objeto en el que convergen las miradas es una apariencia compartida por todos, la cual a su vez constituye la realidad, esa realidad que, para seguir con la terminología lacaniana, hace semblante de lo Real, pero no se confunde con él.

Para Arendt esta apariencia que es la realidad está, además, desindividualizada (59), en la medida en que todo lo íntimo («las pasiones del corazón, los pensamientos de la mente, las delicias de los sentidos» [59]), a fin de poder pasar a la esfera pública, debe perder toda singularidad y, tal vez, toda subjetividad. De alguna manera, algunos teatristas siempre se enfrentan, especialmente en las clases de actuación o durante los ensayos, con una frase que haría gritar de furor a las feministas de hoy: ‘lo personal no es político’, en el sentido de que la singularidad de cierta percepción del actor no puede pasar sin más a la escena; algunos directores les dicen a sus actores durante los ensayos algo rotundo: «lo que a ti te pasa, lo que tú sientes no me interesa; solo me importa lo que le pasa al personaje en esa situación». Nos encontramos, así, con cierta paradoja: el personaje es una apariencia desindividualizada: el dramaturgo que lo creó no se reconoce allí o, si lo hace, poco importa; de alguna manera ha tenido que filtrar su intimidad para cifrarla en un personaje que tiene la suficiente generalidad de captar la mirada de todos, no solamente la mirada narcisista del autor (con la que, muchas veces, es difícil ponerse de acuerdo cuando éste asiste a los ensayos de su obra). El personaje y la obra teatral hablan para todos, de lo contrario, no tiene sentido invertir tanto esfuerzo y dinero en una empresa completamente privada o narcisista (aunque sin duda se pueda abultar la lista de este tipo de emprendimientos teatrales). Hacer de lo personal algo político significa, en esta perspectiva de Arendt, pasarlo a la esfera pública, hacerlo interesante para todos y darle la mayor publicidad de convocatoria, a expensas, como veremos, de perder la intensidad de lo íntimo y de lo más propio.

Desde esta sugerencia de Arendt, el trabajo del actor se nos presenta como una paradoja, entre tantas en las que se debate; es que debe partir de una entidad ya pública, una apariencia desindividualizada, el personaje creado por el dramaturgo, luego pasarla por su subjetividad e intimidad, por la privacidad de su cuerpo y emerger otra vez a la esfera pública cuando su singularidad se haya convertido en una apariencia, en una realidad compartible. Este proceso, como sabemos, es sumamente complejo, especialmente porque supone un ciframiento, más que una interpretación o una lectura. Como vimos, Arendt habla de «la transposición artística de las experiencias individuales». En efecto, no todo pasa a la apariencia; el actor debe salvaguardar de la coherencia y la obsesión por el sentido un dominio insensato del personaje y de la situación en la que éste se debate; sin esa dimensión de lo no-sabido, la representación del personaje se aplana. El director, incluso, debería realizar sus marcaciones escénicas (lo que en inglés designan como blocking) dejando siempre una cierta zona de no-resolución, para que el actor pueda usarla en cada función de acuerdo a la circunstancia de ese día y de esa hora, de ese cuerpo dividido entre él y el personaje cuando se halla frente a los otros que miran y oyen. Y conviene plantearnos más lo insensato y no lo oculto, que Arendt define más transcendentalmente al afirmar que «el hombre no sabe de dónde procede cuando nace ni adónde va cuando muere». Lo insensato, lo enigmático de tipo oracular o bien lo no significantizable, parece una designación más apropiada que lo oculto para nuestro propósito, en la medida en que ‘oculto’ todavía supone una cierta dimensión de profundidad o cierta metáfora arqueológica, como un cierto velamiento, a la manera de un disfraz o máscara que tuviera otro lado no visible, escondido, pero finalmente develable. Por lo demás, lo insensato no necesariamente es invisible o escamoteado a la mirada y la audición.
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Sabemos que hoy, al computarizarse al extremo el tiempo escénico, el actor queda absorbido por la tecnología y en tanto instrumento de ella y no al revés, debe someterse a los imperativos de una escena mecanizada. Para estos actores que trabajan en ese tipo de encuadre, el desafío artístico es todavía más intenso y peligroso, pues a la mirada del público se suma la mirada obscena de ese Otro que es el programa del espectáculo tal como ha sido instalado en la computadora durante los ensayos, midiendo implacable y objetivamente ritmos y energías. En estos casos, lo público de la escena se convierte en otra cosa: en mercancía y eso nos conduce a otro tipo de reflexiones, incluso a un sentido de público que Arendt solo considera indirectamente, cuando se refiere al cuerpo, pero ahora completamente atravesado por la vida social: el cuerpo público, como el de la ‘mujer pública», mercantilizado e intercambiado. Hay teatristas que, por una razón u otra, por la necesidad de sobrevivir o por las veleidades de obtener reconocimientos (mirada pública) a toda costa, ofrecen su cuerpo en el mercado que solo les exige que sepan hacer su trabajo pautado por la maquinaria escénica, sin mayores cuestionamientos. Otros actores, bien sabemos, llegan al ensayo con esa pose que nos hace recordar la frase de un viejo cómico español: «¿Dónde me pongo?» Vienen con sus líneas memorizadas y sólo requieren del director que les diga desde dónde deben escupirlas. Eso es todo lo que aspiran a saber. Para Arendt son actores anti-políticos, fuera de la acción política, que basan toda su profesión en el reconocimiento de las masas; al respecto, Arendt escribe: «[l]a futilidad de la admiración pública, que se consume diariamente en cantidades cada vez mayores, es tal que la recompensa monetaria, una de las cosas más fútiles que existen, puede llegar a ser más «objetiva» y más real» (66). Lamentablemente, en un mundo mercantilizado, ese sentimiento de futilidad se ha desvanecido y el dinero se ha convertido en la medida de todas las cosas, incluso la de confundir el talento de un artista con el dinero depositado en su cuenta bancaria o su estilo de vida.

Frente a esa postura actoral como un supuesto sujeto saber, tal como Lacan lo planteó, el actor que se precie de tal debe luchar por proteger la dimensión de lo no-sabido; ese núcleo incoherente es lo que potencia al actor en cada función; y su construcción del personaje tendrá —con o sin la aprobación de Brecht— una energía capaz de alcanzar a los otros que lo miran y oyen (y con suerte, lo escuchan) solo cuando salvaguarde el enigma que somos cada uno de los seres humanos. Mientras el actor cifra su lectura y su experiencia vital personal durante la construcción del personaje a fin de hacerla pública, de subirla a una realidad escénica que todos puedan mirar y oír, el público tendrá la posibilidad de descifrar y, a su manera, construir también su propio cifrado y su propio enigma.

Sigamos a Arendt. Ella sostiene que aquello íntimo, experimentado en privado, adquiere realidad en tanto se ofrece a la presencia de otros; más allá del grado de intensidad que hayan tenido esas experiencias íntimas y privadas, el mero hecho de ponerlas a disposición del público les asegura su realidad a costa de cierta pérdida de intensidad. La realidad del mundo y la nuestra como individuos, de la que se dice muchas veces y en general erróneamente que es el objetivo de toda dramaturgia, se sostiene en la presencia de los otros. La Edad Moderna, para Arendt, se diferencia de las anteriores por la decadencia de la vida pública; para la autora, la Edad Moderna es aquella en la que vemos una vida privada alejada «de la realidad que proviene de ser visto y oído por los demás» (67). Así, la Edad Modena ha ido favoreciendo esta «privación de lo privado» (67) y ha promovido «esta carencia de relación ‘objetiva’ con los otros y de realidad garantizada mediante ellos [que] se ha convertido en el fenómeno de masas de la soledad donde ha adquirido su forma más extrema y antihumana» (68). Si la sociedad de masas «no solo destruye la esfera pública sino también la privada» (68) y si todo cae bajo los poderes del panóptico (Foucault), ya nada queda oculto y todo se ha hecho público. Interesa aquí el hecho un tanto paradojal, subrayado por Arendt, de que este proceso de anulación de lo privado se haya correspondido con «el descubrimiento moderno de la intimidad» (75), cuya función era recapturar la subjetividad del individuo a fin de relocalizarla, ya no en su vida privada, sino únicamente en su cuerpo, en lo que Marx denominó «fuerza de trabajo» (75).

El teatro burgués, el teatro de la Edad Moderna —que funda la teatralidad del teatro— y el realismo que le es consustancial surgen en esa etapa de transformación del capitalismo en la que la intimidad de una vida privada plenamente desarrollada es observada y diseccionada, en la que se ha intensificado y enriquecido —son palabras de Arendt— «grandemente toda la escala de emociones subjetivas y sentimientos privados» (60) que amenazan «la seguridad en la realidad del mundo y de los hombres» (60), es decir, de la gobernabilidad de los hombres. No es sorprendente que el teatro realista o burgués se haya dedicado a explorar esta dimensión íntima y privada y la haya llevado a escena, haciéndola pública en tanto realidad pero a expensas de promover la decadencia de la esfera pública en la que se confrontan las perspectivas y se lucha por el poder; se trata de hacer pública la intimidad mediante un dispositivo en el que se convierte al espectador en un perverso escondido en la oscuridad de la platea e incapacitado de intervención sobre el debate de la escena; hacer compartible la intimidad a fuerza de manipularla para controlar la realidad dentro y fuera del recinto teatral. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de ese teatro realista por captar la realidad, siempre tuvo problemas con lo Real, que escapaba a la mirada, al significante, a lo simbólico y, precisamente por ello y a pesar de ello, este Real es lo que sigue convocando a un público que asiste a ver, verse, en el teatro realista. Es ese Real el que hoy, a partir de lo que Eduardo Pavlovsky denomina «teatro de la intensidad o de la multiplicidad», enfrenta lo doloroso e instransferible del sujeto y lo explora para darnos espectáculos en los que el texto no está clausurado, en que el sentido no está cerrado; por el contrario, está, si queremos admitir la última enseñanza lacaniana, deshilachado, destejido, es una trama en la que cada hebra abre a nuevos itinerarios. Es un teatro profundamente político porque su acción desestabiliza el mundo; en efecto, como lo plantea Arendt al sostener —como vimos— que la intensificación de las emociones y los sentimientos privados «se produce a expensas de la seguridad en la realidad del mundo y de los hombres» (60). A mayor intensidad, menor posibilidad de una seguridad mundana. La gobernabilidad se deteriora en la medida en que todos ya no ven y oyen lo mismo; en que no hay ya identidad del objeto en la multiplicidad de las perspectivas que convergen en él; para Arendt, que apuesta a resguardar la acción frente al homo faber de la Era Moderna, «[e]l fin del mundo común ha llegado cuando se ve sólo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva» (67).
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Estaríamos tentados de pensar que, más allá del teatro realista, que parte de una realidad compartida, donde el público burgués va a verse en escena, donde su mundo, el que rodea a la sala teatral, se parece mucho al representado, empieza a emerger un teatro en el que se comienza a exponer sobre el escenario una ficción que ya no es la que oficia como mecanismo de verosimilización de aquello que acostumbramos a ver en la «realidad». Así, a mediados del siglo XX, el teatro llamado del absurdo resulta solo absurdo para esa burguesía que verosimiliza a su medida la realidad compartida; pero ese teatro devela aquello que sostiene esa realidad compartida, semblante de lo real; el teatro llamado del absurdo es un paso gigante hacia una ‘realidad’ otra, escondida, no compartida y posiblemente difícil de compartir porque lo que se ve y oye allí, en esa escena, no se corresponde con lo que se ve y oye fuera del teatro. Mientras el teatro burgués precisamente quiere anular la acción, que supone la pluralidad de perspectivas, favoreciendo un semblante teatral de la realidad social cuya función es encausar lo Real y manipularlo para validar su proyecto ideológico, el teatro del absurdo instala cierta vacilación en nuestra percepción o certeza de la realidad. Sin duda, ese acercamiento a otra lógica tal como nos la presenta la experiencia teatral del absurdo (en realidad, muy poco absurdo) e, incluso, ese intento de atrapar lo insensato y hasta lo Real no significantizable, fue progresivamente verosimilizado y hoy podemos ver y mirar en la ‘realidad’ esos mecanismos de automatismo cultural a los que ya nos acostumbró el teatro del absurdo y que son con los que convivimos diariamente.

Después tendríamos, ya más cercano a la experiencia de nuestros días, un teatro que incomoda incluso más que el absurdo, en donde se exhibe una escena también insensata, pero esta vez difícil de compartir con los otros; es un teatro que intenta atrapar la singularidad de un síntoma cultural o bien atrapar el síntoma cultural desde la singularidad del teatrista que ofrece su cuerpo para hacerlo resonar. Todo es cifra y el desciframiento no puede ser público; cada individuo que mira y oye cifra su propio enigma frente a una escena en la que todo es enigma. La escena es una perspectiva y se asume como tal; no es doctrinaria ni totalizante, como el realismo (en cualquiera de sus matices, teatro de tesis, teatro político, etc.). Este teatro de la intensidad no es público, es difícilmente publicitable, su economía de intercambio no está basada en el sentido sino en lo que escapa al lenguaje compartido; se trata de intensidades difíciles de apalabrar. Sin embargo, su continuidad con el afuera de la sala teatral no deja de establecerse e insistir. Su intensidad es tal que rompe la frontera entre la ficción (como cifra pública) y realidad (como seguridad pública). La atrocidad insensata de las zonas más oscuras de la condición humana está ahora adentro de la escena y fuera de ella, se entra y se sale de la misma atrocidad para la cual, paradójicamente, no hay posibilidad de esfera pública. Es que, como bien lo planea Arendt, la experiencia del dolor físico agudo, con la que este teatro de intensidades se debate, es la más privada y la menos comunicable. Un teatro que se basa en este dolor que resiste la transformación en una realidad pública, «además nos quita nuestra sensación de la realidad a tal extremo que la podemos olvidar más rápida y fácilmente que cualquier otra cosa» (Arendt 60).
(Continua página 2 – link más abajo)

1 COMENTARIO

  1. Excelente artículo y, además, escrito con un excelente uso idiomático -lo que es muy raro en estos tiempos-. Felicitaciones

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