Escritora del Mes Cronopio

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La casa de la belleza

LA CASA DE LA BELLEZA

Por Melba Escobar de Nogales*

Odio las uñas postizas de colores extravagantes, las cabelleras falsamente rubias, las blusas de seda fría y aretes de brillantes a las cuatro de la tarde. Nunca tantas mujeres parecieron travestis o prostitutas disfrazadas de buenas esposas.

Odio el perfume excesivo de estas mujeres maquilladas hasta el punto de parecer cucarachas de panadería; además, me hace estornudar. Y ni hablar de sus accesorios, esos teléfonos inteligentes con forros infantiles, en colores como el fucsia con lentejuelas, imitaciones de piedras preciosas y figuritas ridículas. Odio todo lo que representan estas mujeres no biodegradables de cejas depiladas. Odio sus voces chillonas, impostadas, como si fuesen muñequitas de cuatro años, pequeñas putitas de traqueto embotelladas en un cuerpo de mujer erecta como varón. Todo es muy confuso, estas mujeres-niña-macho me perturban, me agobian, me hacen pensar en todo lo que está roto y estropeado en un país como este, donde el valor de las mujeres está determinado por el tamaño de sus culos, la redondez de sus pechos y la estrechez de su cintura. Odio también a los hombres disminuidos, reducidos a su más primitiva versión, siempre buscando una hembra para montarla, para exhibirla como un trofeo, para canjearla o para ganarse un estatus entre otros cromañones de la misma ralea. Pero así como odio este universo mafioso que desde hace más de treinta años predomina en la estética del país, en la lógica de los matones, de los políticos, los empresarios y de casi todo el que tenga una mínima relación con el poder, odio también a las señoras bogotanas, entre las que me incluyo, pero de quienes lucho por diferenciarme.

Odio esa costumbre de referirse como «indios» a quienes según ellas pertenecen a un estrato bajo. Odio esa manía de diferenciar entre el «usted» y el «tú» dejando el «usted» exclusivamente para el servicio. Detesto el servilismo de los meseros en los restaurantes, cuando corren apurados a atender a los clientes y dicen «su merced qué quiere», «lo que su merced guste», «como ordene su merced». Odio tantas cosas y de tantas maneras, tantas cosas que me parecen injustas, estúpidas, arbitrarias y crueles, las odio más cuando me odio a mí misma por hacer parte de esta realidad inevitable.

La mía es una historia ordinaria. No merece la pena entrar en los detalles. Quizá vale decir que mi padre es un inmigrante francés que llegó al país por una licitación para construir una siderúrgica. Aquí nacimos mi hermano y yo. Aquí crecimos, como tanta gente de nuestra clase, comportándonos como extranjeros y viviendo en un país amurallado. En el norte de Bogotá, en el apartamento de la Ciudad Vieja en Cartagena, algunos veranos en París y una que otra vez en las Islas del Rosario. Mi vida no ha sido muy distinta a la que puede haber tenido una burguesa italiana, francesa o española. Aprendí a comer langosta fresca desde niña, a atrapar erizos; a los veintiuno ya diferenciaba un vino de Burdeos y uno de Borgoña, tocaba el piano, hablaba francés sin acento, conocía la historia del Viejo Continente tanto como desconocía la propia.
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Hemos tenido que cuidar de nuestra seguridad desde que tengo memoria. Soy rubia, de ojos azules, 1.75 de estatura, algo cada vez menos exótico en el país, pero en mi niñez todo un haz bajo la manga para conseguir el afecto de las monjas y el trato preferencial de mis compañeras, así como un foco de atención que en el caso de mi padre se convertía en paranoia de un secuestro que por suerte nunca hubo en la familia. La riqueza y los rasgos anglosajones contribuyeron a mi aislamiento. Aunque últimamente tiendo a pensar que me he dicho eso siempre para ocultar que he sido yo quien por voluntad propia ha sido una exiliada de cuerpo y alma. No importa a donde haya ido, siempre estuve lejos.

A mi edad, la melancolía hace parte del paisaje interior. El mes pasado cumplí cincuenta y nueve años. Miro hacia atrás y hacia adentro, mucho más de lo que miro hacia el mundo exterior. En gran medida, por desinterés y porque no me gusta lo que encuentro afuera. Tal vez sea la misma cosa. Supongo que mi neurosis está implicada en esta lectura sórdida que hago de la realidad que me rodea, pero es algo inevitable. Como diría Octavio Paz, esta es «La casa de la mirada», mi casa de la mirada, y no tengo otra. Acepto mi naturaleza clasista. Acepto, más que acepto, abrazo mis odios. Acaso esa sea la definición de madurez.

Cuando me fui del país, todavía las madres cuidaban que sus hijas no mostraran las rodillas, ahora no se deja nada a la imaginación. Esa es otra de las cosas que me chocó cuando regresé. Sentía que los pechos de algunas mujeres me perseguían con su insolencia casi agresiva. De cualquier forma, nunca conseguí adaptarme a Colombia, y en Francia siempre fui una extranjera.

Más que irme a estudiar, huí a París. Allá me encontré cómoda por muchos años, me casé, tuve una hija, ejercí mi profesión, pero luego los años me cayeron como espinas y los recuerdos se deformaron en mi memoria, hasta el día que entendí que había llegado la hora de volver. Divorciada, con cincuenta y siete abriles a cuestas, con una hija de veintidós estudiando en la Sorbona, tuve que empacar mi vida en tres viejas maletas y emprender el camino de regreso sin ella. Aline habla el español con acento y cometiendo errores. Es bella. Delgada y altísima y con una preferencia por las mujeres sobre los hombres, que todavía no es claro si sea definitiva o pasajera. Tampoco me preocupa demasiado. Aunque sé que si la pobre viviera aquí, tendría que preocuparse o al menos aguantarse la moralina, incluso el matoneo social. Algo han cambiado las cosas, eso es cierto. Por lo menos ya se ven algunos extranjeros en las calles y hay más gente que piensa distinto. Aun así, más allá de mi amiga Lucía Estrada, con quien hemos vuelto a hablar luego de casi dos décadas, estoy bastante sola. Tampoco me hace falta nadie, en realidad.

«Colombia es Pasión», rezaba el cartel que me recibía en el aeropuerto. Y al otro día la prensa hablaba de quince muertos en una masacre al sur del país. Al mismo tiempo, esa pasión es la que me hace odiar con tanto fervor a unos y a otros. A las señoras Urrutia, Pombo y MacAllister que me invitan a tomar el té o a orar por alguna amiga enferma, o por los once niños muertos en el último derrumbe que tuvo lugar en el sur de la ciudad, a donde nunca han ido. Lo mismo odio a los porteros que gozan negándole la entrada a todo el mundo, a los escoltas que les echan la camioneta a los otros carros, a los indigentes que arrancan los espejos en los semáforos. Solo en mi trabajo vuelvo a reconciliarme con mi lado compasivo, ese que todavía no ha sido alcanzado por la amargura.
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A comienzos de 2013 conseguí un buen apartamento en la calle 93, cerca del parque del Chicó. De regreso al país desempolvé algunas acciones empresariales y pude comprar no solo el apartamento, sino también una tierra en Guasca, donde pienso hacer una casita entre las montañas. En el mismo apartamento instalé el consultorio y gracias a mis credenciales conseguí algunos pacientes en poco tiempo. Debo confesar que la mayoría me resultan aburridos. Sus miedos suelen ser tan predecibles, lo mismo sus complejos, censuras y elaboraciones. Sin embargo, a falta de otras distracciones me sumí en la terapia. Por fortuna la ciudad tiene una oferta cultural bastante amplia, así que de vez en cuando me anima ir a un concierto o a alguna exposición, para lo que cuento con dos tardes libres a la semana. Al final, un psicoanalista gana más que suficiente y dada mi edad y mis condiciones no necesito trabajar demasiado.

Con el paso del tiempo, comencé a hacer caminatas en las tardes libres. Resulta imposible ir al centro, sin tener que estar dos horas atascado en el tráfico, por lo que he resuelto moverme solo en el vecindario y hacerlo únicamente a pie. En unas de esas escapadas descubrí un par de librerías nuevas, una pastelería estupenda y un par de boutiques. Sin embargo, no sentía un particular deseo de probarme nada, pues mi cuerpo me resulta cada vez más desconocido. A menudo, me sorprende mi propia cara en el espejo, mis piernas desnudas son un mapa improbable, descolorido y olvidado.

Fue en una de estas andadas por el barrio cuando, curucuteando por la avenida 82, acabé comiéndome un timbal de chocolate con un capuchino en la pastelería Michel. Me sentí culpable, decidí caminar hasta la carrera 15 y luego regresar a casa, también a pie. A pocas cuadras, en una tarde clara de mayo, me detuve frente al edificio blanco de puertas de cristal, donde nunca había entrado. La Casa de la Belleza, se leía en letras plateadas. Me asomé, por simple curiosidad. Creo que fue su nombre lo que me atrajo. Me encontré con una primera planta cargada de productos carísimos para las arrugas, para hidratar, para adelgazar, para las estrías y la celulitis, cuando de pronto la vi a ella junto a la recepción. Tenía unos tenis blancos, un uniforme azul claro y una cola de caballo. Su larga melena negra azabache caía sobre su espalda. No importaban las ojeras, ni la expresión de cansancio, su belleza era firme, casi brusca. La muchacha derrochaba vida. Había algo en ella salvaje y bruto que la hacía parecer, cómo decirlo, verdadera. Aún no sé si era un logro de la disciplina y la vanidad o simplemente un don heredado. Nunca lo sabré. Karen es un gran misterio. Más aún en una ciudad como esta, donde todo el mundo se parece a lo que es y tiene escrito en el atuendo, en el hablado y en el lugar donde vive un código de conducta tan predecible como repetitivo. Me llamó la atención su figura de gacela, pero sobre todo una cierta placidez en la expresión de su rostro. Apostaría a que no hace nada en absoluto para verse así. Si hay algo que podría decir con solo mirarla, es que el sosiego hace nido en su alma.

Quizá porque me quedé ahí pasmada mirándola como si fuese una aparición, se acercó a preguntarme:

¿Necesita ayuda, señora?

Sonreía sin esfuerzo, como si al hacerlo expresara la gratitud de estar viva. Me sorprendía que nadie parecía percibir su hermosura. Era como si una orquídea de la más fina delicadeza cayera por azar en un charco de lodo. A su alrededor, mujeres entaconadas de falsas sonrisas. La niña de la recepción era un mamarracho de labios cereza y rubor exagerado. Ella no. Ella parecía elevarse sobre todo y darle un sentido al nombre de la edificación.
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Gracias, sí, quisiera depilarme, dije entonces, como si no me depilara yo misma desde que tengo uso de razón.

Estamos bastante libres, ¿la señora quiere hacerlo ahora?

Sí, ahora está bien, respondí como hipnotizada.

Disculpe, ¿cuál es su nombre?

Claire. Claire Dalvard, dije.

Sígame, por favor, agregó. Y entonces la seguí.
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El presente texto hace parte de la novela La Casa de la Belleza, publicada por Editorial Planeta Colombia, 2015. ISBN 9789584243379

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* Melba Escobar de Nogales (Cali, 1976) ha publicado «Johnny y el mar» (Tragaluz, 2014), «Duermevela» (Planeta, 2010) y «Bogotá sueña, la ciudad por los niños» (Icono, 2007) distinguida con una Beca Nacional de Creación del Ministerio de Cultura. Escribe en el diario El País de Cali, donde en 2013 fue reconocida como mejor columnista de opinión. Ha sido becaria internacional del Departamento de Estado para asuntos culturales (Estados Unidos, 2012) y beneficiaria de una residencia de escritura en Santa Fe University of Art and Design, Nuevo México, Estados Unidos. Sus trabajos periodísticos aparecen en medios nacionales e internacionales y algunos de ellos han sido traducidos al inglés y al italiano. «La Casa de la Belleza» es su tercer libro de ficción.

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