Literatura Cronopio

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El aire que habita el tiempo

EL AIRE QUE HABITA EL TIEMPO

Por Jose Guillermo Ánjel*

Ellos, los aviadores del llano y de la selva, de las montañas altas y los mares rasantes a menos de dos metros del fuselaje, habitaban el aire igual que pájaros que botaran por su pico a otros y entonces la cadena era interminable y no como la finitud de los ángeles, que ya todos están creados. Y esos pilotos, aventureros de cualquier espacio, bárbaros asustados en ocasiones, dispuestos a volar rutas extrañas con un fajo de dólares en el bolsillo de atrás del pantalón, decididos en cuestiones de amigos y de urgencias, borrachines y mujeriegos en las licencias que les daban, conocían los cielos con masas de estrellas y los que contenían azules cambiantes. Los días negros y los días blancos, los largos y los cortos, los de los calendarios errados y los echados a suertes, les caían encima. No había un tiempo exacto entre esta gente (en especial con los del correo), apenas un espacio, una disolución de la niebla que aprovechaban para sacar el avión de la pista y elevarlo. Y una vez estaban arriba, como le pasó a Gabriel volando un Dakota, solían comentar una frase de Borges: ¿Qué sería del cielo sin los ojos? A la pregunta respondían a la judía, con otra pregunta: ¿Y qué sería de los ojos sin la transparencia y la liviandad del aire? Y así se daban humos. Pobre Borges, tan encerrado en su oficina de Buenos Aires, tan en sus libros y no en la vida, dijo Schmiedt que tenía en su desorden de biblioteca unos libros argentinos. Los leía con atención y hacía círculos rojos y verdes sobre conceptos y palabras. Muchos de esos libros se perdieron por la humedad del trópico. La humedad nos comerá a nosotros también, dijo Schmiedt. Cuando estaba triste, como supo Gabriel, el mecánico alemán se sentía cubierto de hongos.

Desde el aire leían la tierra con sus caminos torcidos, valles amplios y montañas filudas; leían los desiertos ocres y las selvas de multitud de verdes, las bahías del mar y los cursos de los ríos, encontrando siempre historias nuevas. La tierra es un mapa enorme sobre el que caen el sol, la lluvia, la niebla y la nieve. También la luz de la luna si las nubes están dispersas. Igual la tormenta, que aparece imprevista, en ese mapa incierto que ven los pilotos desde lo alto y es como un regreso a la creación del mundo. Algunos, aferrados al timón, rezan en la tormenta recurriendo a dioses diversos y, mirando esos relámpagos que no suenan, se miran y sus caras son de una tonalidad de azul de hierro. Otros, sintiendo que el avión se zarandea, lo olvidaban todo y esperaban el azar como si fueran ídolos de piedra o cigüeñas de invierno clavadas en las chimeneas. Gabriel (que tenía en su libreta estas notas), en los tiempos malos arriba, tarareaba a Brahms o un tango que le gustaba mucho: don Agustín Bardi. Y, se actuara como se actuara en la cabina, mientras habitaban la tormenta, ningún piloto se echó en cara nada ni hubo nunca chistes negros ni cinismos. A veces una maldición que quedaba en la mitad, como si hubiera que romperla para que no pasara nada. Ya, una vez aterrizaban, iban a tomarse un trago y a mirar el cielo del que habían descendido. José entendió esta frase y admiró a su hermano. Hay que aterrizar, le dijo a mi abuela. Ella se hizo la que no entendía. A veces ella recurría a este juego y los demás quedaban como figuras de papel puestas sobre una retícula. Creo que podía moverlas, igual que si jugara a las damas. Jugadora de puerto, eso llegué a pensar.

—Desde el cielo, los aviadores conocen también el mar, el azul y el verde, el de los corales y el vacío, el de la calma y el tormentoso. Del mar emerge todo, hasta D’s y los ángeles —le dijo Gabriel a Howell, el piloto gringo, antes de salir del radio de acción de la torre de control de Leticia. El Amazonas se veía como una culebra gorda que digería tribus perdidas y tiempos no contados.

—Eso último es una herejía —dijo alguno por el canal de radio. El micrófono abierto les había permitido escuchar.
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—Esto es una verdad, contestó otro. —Sus risas sonaron interferidas.

Al aire, por el aire y desde el aire, cargando gente y mercancía, llevando nada a veces porque fue más importante la huida que quedarse en una tierra enfurecida y con muchos ojos rojos y babas secas.

—El día que yo muera, bajaré al infierno para contarles a los condenados cómo es el cielo —dijo otra voz desde la torre de control. Risas de Howell.

—Y para sentir el calor más intenso les hablaré del frío más intenso. —La voz se fue perdiendo. No risas del piloto gringo. Gabriel dijo: somos magos, venimos de las mil noches y una noche.

—Vendrás tú, que eres judío y babilonio —soltó Salinas, que iba como pasajero en la cabina. Le habían pegado una enfermedad deshonrosa y en Villavicencio conseguiría penicilina. La vendía un italiano que tenía una farmacia. —Ojalá no esté vencida —dijo. Y agregó —al menos el tipo no es un inglés.

El aire produce aviadores que se diferencian de los pilotos de barcos en que su mirada es múltiple y tienen espacios amplios y no solo salados. Los marinos ven mucha agua que no se puede beber y se dice que mueren de sed si sus barriles de agua dulce revientan. Los pilotos de avión, en cambio, reciben aire fresco que se puede respirar y humedece la boca.

—Eso no está bien —dijo un taladrador de pozos que oyó la conversación.

—Pero lo que no está bien también sucede —dijo otro.

—Los marinos crearon las rutas.

—Las rutas estaban en el aire.

—Las encontraron entonces.

—Siempre hay rutas qué encontrar.

—El aire también se rompe. —La voz del taladrador de pozos tenía un tufo de noche entre mujeres.

—Yo he caído al desierto, al río, a la selva, estoy vivo de milagro.

—No hay milagros, solo situaciones que no han tenido palabras. Lo dijo Baruj Spinoza.

—No sé quién es Spinoza.

—Deberías saberlo, es de tu misma tierra —le contestó Gabriel.
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Estas notas sobre los pilotos y los pasajeros las escribía Gabriel tratando de hacer un diario que fuera interesante, pero se olvidaba de fechar sus anotaciones y a veces confundía lo vivido con lo que iba escribiendo y apenas si lograba recordar escenas de las que dudaba si estaban completas, si eran así de ciertas o el producto de alguna fiebre. Gabriel sudaba en las noches de la selva y a Matilde le había dicho, es como si te entrara los mosquitos en la sangre y allí hicieran una fiesta o se pelearan. Y no escribía todos los días sino cuando Schmiedt le hacía mantenimiento a los motores del avión, luego de un día de lluvia, para que no se oxidaran las piezas y los alambres. A esos motores les entraba el agua y D`s en estas cosas ayuda poco. Schmiedt, entonces, limpiaba y engrasaba. Y en ocasiones, cuando había una contraluz, parecía una sombra chinesca.

—Las piezas de los motores son como las mujeres. O les das mantenimiento o ellas se corrompen —dijo Salinas, al que las mujeres no le interesaban y prefería mantener el cerebro repleto de muchachos desnudos. Si no estaba volando, le daba brega caminar: de su excitación se enteraban todos, pero él la lucía como un burro joven. Ese día, estaba de mal humor y a orillas del río Magdalena los caimanes bostezaban. Huele a mierda podrida ese bostezo, se decía.

—Vas a reventar Salinas o un caimán te morderá —se burló Schmiedt y con él la mujer negra que lo acompañó esa vez en ese aeropuerto que servía de punto intermedio entre Barranquilla y Bogotá (al mecánico lo habían traído para recuperar un tren de aterrizaje), que no solo le permitió dormir con ella sino que lo alimentó y le consiguió flores. Porque el mecánico alemán, en estas tierras del trópico, se había dedicado también a las plantas. Tenía pinzas especiales, lupas, cuadernos para pegar hojas y pétalos, cubiertas de cartón duro, y una pluma fina de tinta azul con la que anotaba lo que sabía de la planta, que casi siempre eran preguntas. La negra se divertía con esto. Lo veía cada dos o tres semanas (cada vez que Schmiedt venía a ese puerto) y su amor ardía como si el tiempo no pasara. —Negra buena, no cambia —decía Schmiedt. Y la miraba satisfecho.

—Solo le falta eructar —dijo Salinas. Y siguió: ese cuaderno se te pudrirá. Eres un loco, querido Schmiedt.

—Como se te ha podrido el pito a ti.

Las notas que Gabriel quería documentar en su diario, las hacía de manera desordenada y sin más objetivo que tener frases para luego recordar o imaginar situaciones al releerlas. Esas palabras eran como conejos nerviosos que sacaba de un sombrero de chistera y luego se le regaban por la memoria, saltando, mostrándose y escondiéndose. Y él, escribiendo sus notas, se veía en una calle larga buscando teatros donde exhibieran películas que lo durmieran, pues en ocasiones, cuando discutía con Matilde o ella se escondía para no verlo, él no lograba dormir y releía lo que había escrito. El silencio es terrible. En él habitan los demonios, los peores, los que se adhieren y no se zafan, los que muerden y escupen. Gabriel subrayó esto porque, intentando romper los silencios de Matilde, nacidos quizá de algo desagradable que él había dicho, podía exorcizar los diablos que lo mordían. Pero la imagen de Matilde (cuando estaba aburrido recordaba todo de ella menos su cara) lo impedía al tiempo que se aislaba de él metiéndolo en un huevo y era como quedar atrapado en un laberinto repleto de puertas cerradas y mutantes. Un asco.
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—Debes leer a Spinoza —el capitán Zeev se lo dijo en un bailadero de tango que había en Tel Aviv, antes de tomar una mujer e irse abrazado a ella por la pista de baile. Era un local pequeño, invadido por músicos y seres brotados de lo que sobró en la guerra. Hombres grandes y otros casi enanos; mujeres gordas, otras pequeñas, las más flacas. Un calendario decía que estaban en 1949. Y en ese ambiente de luces amarillentas y cerveza amarga, Gabriel aprendió a bailar el tango, la milonga y el canyengue, que era más prostibulario. Lo aprendió a bailar entre gente que había escupido la guerra después de quitarles sus bienes y sus familias, marcándolos como a reses. Gente sola en el mundo, de ojos brillantes y trajes de saco estrecho y pantalón amplio, dando pasos elegantes y tristes al son de la música de tantos músicos dispersos y ahora reunidos como meras apariciones. Gabriel bailó mucho en ese lugar, en ocasiones con mujeres que después supo que se mataron o se hicieron matar. Las que quedaron vivas, las que se habían escapado de la realidad y de alguna manera la habían borrado repitiendo frases delante del espejo, bailaban bien y cualquier parejo les servía. Y con esas aprendió Gabriel los secretos del tango, que consistían en abrazar a la mujer y no soltar el abrazo, en apenas moverse con los pies haciendo figuras y en bailar con los ojos cerrados o mirándose de frente, hasta que ardieran o soltaran lágrimas. Varias mujeres lloraron bailando con él, sin hablar, como pegadas a una cerca de alambre. Una le preguntó si él rezaba y Gabriel dijo que a veces, que D’s era una cosa extraña en esos tiempos, algo que se podía dejar sin que doliera.

—Tan extraño como pensar que te puedan querer —dijo ella. Y siguió dejándose llevar. Cuando terminó la canción que bailaban, estaba temblando. Gabriel la besó en una mano y el perfume de ella le supo amargo.

—A uno lo quieren de muchas maneras —le dijo.

—A mi ya no. No me dejo querer más.

—Creo que te contradices.

—Cree lo que quieras, así nos va mejor a todos —dijo la mujer y fue a la mesa donde estaba un hombre gordo con un traje a rayas y una corbata roja. Esto pudo pasar.

Cuando Gabriel estaba en casa y asistía a los silencios de Matilde, invocaba al tango. Y se iba a los bailaderos de la Bayadera para pegarse a una mujer y sentirle el calor, el olor del pelo y el movimiento. Gabriel bailaba el tango cuando se sentía solo y asediado por los silencios. Y José su hermano, le seguía el paso.

—Tango entre putas —llegó a decir Gabriel.

—Párale bolas a la música, lo demás sobra —dijo José. —La realidad se escoge, no es. —Y para José daba igual el tango que el porro, las putas que las obreritas que bailaban en ese lugar, los taxistas que esperaban afuera mientras jugaban naipes (juegos cortos, apuestas livianas), las luces del salón y las oscuridades de los reservados. Y cada tanto José escogía una acción y se entregaba a ella como un sufí enloquecido de tanto mirar el sol. ¿Cuántos muertos sin oración habitan a mi hermano?, llegó a preguntarse Gabriel, asombrado. Se lo contó al turco Dafur y este se lo quedó mirando. Luego le dio una palmada en el hombro. Los muertos son unos desesperados, le dijo el turco. Nadie descansa en paz, la vida secreta lo jode a uno.

—Eres un pesimista.

—Hasta en la cama me lo han dicho. —El turco era un inesperado. Ese día le dijo a Gabriel: hoy vuelas tú solo y, sí preguntan por mí, les dices que un indio me convirtió en caimán con un ensalmo. Les gustará oírlo: me odian. Y mirando hacia la pista contó cómo tiraba cajas de cerveza y de whisky desde el avión, a unos aserradores en la selva del Chocó. Hubiera sido interesante tirarles putas, dijo.
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El presente relato es el segundo capítulo de la novela El Aire que habita el tiempo, publicada por la Editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana, 2015.

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* Memo Ánjel (José Guillermo Ánjel R.), Ph.D. en Filosofía, Comunicador social-periodista y profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín-Colombia) y escritor. Libros traducidos al alemán: Das meschuggene Jahr, Das Fenster zum Meer, Geschichten vom Fenstersims. En la actualidad se está traduciendo Mindeles Liebe.

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