Sociedad Cronopio

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Mis recuerdos de africa

MIS RECUERDOS DE ÁFRICA

Por H. C. F. Mansilla*

Una estadía en países del África Occidental (Senegal, Gambia, Mali, Nigeria y Costa de Marfil) se halla entre las experiencias más interesantes de mi vida. Como esta última ha sido algo tediosa, sin grandes anécdotas que se puedan utilizar literariamente (o para distraer una tertulia), mis vivencias en Senegal y sobre todo en Nigeria representan episodios más o menos curiosos, que yo aprovecho ocasionalmente cuando noto que mis interlocutores empiezan a aburrirse con mis disquisiciones teóricas y morales. Es inevitable que estas observaciones contengan una larga serie de comparaciones entre África y América Latina, en las que nuestro continente, casi sin excepción alguna, sobresale positiva y favorablemente. En primer lugar me referiré a los aspectos políticos, y luego, amparado por ese marco general, ingresaré al tema de las experiencias concretas y a mis impresiones sobre el medio ambiente.

Trabajé para una fundación política alemana, que intentaba difundir al sur del Sahara la democracia representativa, el Estado de Derecho y el pluralismo de partidos políticos. Desde Dakar, el centro de operaciones, esta institución llegó a publicar algunos libros y una revista de ciencias sociales, que era distribuida en todo el continente para popularizar el concepto de una modernización democrática y una economía de libre mercado, como se puso de moda a partir de 1980 en gran parte del mundo. No creo que en África estos esfuerzos hayan dado frutos permanentes. Sobre esto quisiera hacer unas breves reflexiones.

Todas las publicaciones, los innumerables seminarios y simposios, los cursos y hasta los programas televisivos que concebimos con mucha dedicación y mayor entusiasmo, fueron elaborados en las lenguas de las antiguas potencias coloniales: francés e inglés. Mi amigo y jefe en Dakar, el entonces director de la fundación, un hombre muy hábil para comprender contextos culturales exóticos (y sus mujeres), se dio cuenta rápidamente de dos cosas. Por más esfuerzos que hacía la fundación, los idiomas aborígenes no tenían ni el vocabulario ni la complejidad para expresar pensamientos, demandas y críticas de las sociedades africanas contemporáneas. Muchos asuntos de la vida cotidiana tenían y tienen que ver con procesos de urbanización y modernización, en los cuales los países africanos están inmersos hace décadas, y estos aspectos no se dejan expresar adecuadamente en lenguas que han quedado estancadas desde hace muchísimo tiempo. Basta recordar que también en África los campos de las comunicaciones, el transporte y los servicios públicos están sometidos a las computadoras y, por lo tanto, a la cultura occidental moderna. Por otra parte, los propios africanos de los estratos medios y altos consideraban una afrenta tener que dedicar un solo minuto a las lenguas de sus antepasados y hacían gala de sus excelentes conocimientos en lenguas europeas. Hay que señalar que el cine, la literatura y las artes africanas del presente (con la excepción de ciertos textos de canciones) se sirven de lenguajes, figuras y motivos que provienen mayoritariamente de la civilización europea o norteamericana.

Casi todas las actividades de la fundación (y de innumerables organizaciones no gubernamentales, que pretendían cosas parecidas) eran vistas por los ciudadanos africanos como vehículos de acercamiento al poder y al ascenso social. Esta constelación se ha mantenido hasta nuestros días. Muchos africanos tienen una visión estrictamente instrumental de la democracia, del Estado de Derecho y hasta de una mejor educación. No son valores en sí mismos, que vale la pena obtener para alcanzar una vida más lograda, sino simples peldaños en el camino hacia el poder, el dinero y el prestigio. Y como es percibida como un medio para otros fines, la democracia permanece como algo superficial, como una moda de la época que es importante en un momento dado, pero que no cala hondo y que puede ser desechada fácilmente si las circunstancias exteriores así lo sugieren. La democracia interna en los partidos, el pluralismo de programas y la concepción de los derechos humanos son consideradas, en el fondo, como algo que puede resultar molesto y engorroso, impuesto por los organismos de la cooperación internacional. Se obedece estos imperativos por las dudas, para no perder jugosos fondos y para no quedar al margen del desarrollo en perspectiva comparada, pero sin un convencimiento íntimo de que son normas valiosas de orientación en el entramado social.
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Desde el primer momento el siguiente fenómeno era imposible de pasar inadvertido. La gente que se acercaba a la fundación —y eran miles— no lo hacía por una convicción profunda o por amor a ciertos principios ideológicos, sino casi exclusivamente a causa de motivos profanos: honorarios, encargos, becas, contactos, vínculos y todo aquello que los acercara a la divina esfera del poder. Digo «divina» porque creí ver que hasta los intelectuales más ilustres que merodeaban en los generosos meandros de la fundación, lo hacían por las ventajas mundanas mencionadas, y casi nunca por fines altruistas.

Como consultor externo e independiente mi trabajo específico en la fundación consistía en confeccionar informes sobre la buena utilización de los fondos que la institución destinaba para fomentar partidos socialdemocráticos y la educación pluralista por toda África. Estos esfuerzos dieron frutos muy modestos: sólo en Botswana, Senegal y la Isla Mauricio se puede hablar hoy de partidos socialdemocráticos sólidos y limpios. En numerosos países el dinero paraba en manos de caudillos tradicionales, partidos corruptos e instituciones fantasmas. Para mí los casos más dramáticos de un pésimo uso de nuestros escasos fondos fueron Kenia y Tunesia. Pero mi jefe, hombre muy experimentado en el resbaloso ámbito de la praxis, me decía: «No podemos escoger situaciones ideales que nunca se dan en la práctica. Tenemos lamentablemente que trabajar con los políticos, los militantes y los partidos existentes. Ya vendrán épocas mejores. Laboramos para el provenir, y sería una enorme arrogancia pensar que el futuro es sólo la repetición del presente. Los historiadores de la posteridad sabrán entender y valorar nuestros intentos y nuestros desvelos». Ante estos argumentos, cuya plausibilidad es clara, yo no podía decir nada de peso comparable. Y así pasó aquella temporada, en la que conversé tantas veces con políticos y altos funcionarios de las jóvenes naciones africanas: casi todos ellos eran de trato muy fino, habían estudiado en universidades francesas y británicas, se movían muy bien en el ambiente de las organizaciones internacionales, pero no se interesaban gran cosa por problemas a largo plazo, como la ética, el medio ambiente, el destino del propio país.

En 1983 esta fundación alemana me envió a Nigeria para organizar un coloquio académico sobre el tema medio ambiente y políticas públicas. Hasta hoy la cuestión ecológica es algo que no interesa mucho a las élites intelectuales africanas. Por aquellos años se creía que la protección de los ecosistemas naturales representaba un designio perverso del imperialismo europeo para impedir la industrialización acelerada de las sociedades africanas y para mantener aquel continente como una especie de parque natural intacto. Mi amigo y jefe en Dakar no quería enemistarse con el ámbito universitario (y político) en Nigeria y pensó que era más conveniente que yo, un latinoamericano con una estadía breve en aquella región y sin vínculos permanentes con la institución, hablara sobre este incómodo tema ante un público belicoso y proclive al radicalismo verbal.

Me dirigí a la embajada de Nigeria en Dakar para conseguir una visa, y allí experimenté una pequeña sorpresa. El funcionario a cargo de este asunto me explicó, con exquisita delicadeza y hasta con sentido del humor, que la visa era una formalidad inútil, porque cualquier viajero obtenía libre entrada a ese país si adjuntaba un billete de cien dólares a su pasaporte durante el control en el aeropuerto. Mi amigo y jefe me había recomendado que, por las dudas, obtenga la visa, pues a veces esta táctica se embrollaba: la policía nigeriana exigía 200 dólares a los que no tenían visa. Esto tenía que ver con algunos aspectos repetitivos de la vida cotidiana en Lagos: extrema inseguridad, corrupción a escala simplemente inimaginable, imprevisibilidad en el comportamiento de personas e instituciones. También por estas razones mi amigo y jefe evitaba toda estadía en Nigeria, pese a que este país es el más poblado de África y uno de los principales productores de petróleo a escala mundial.
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Al pasar el control de migraciones en el aeropuerto de Lagos, entregué mi pasaporte con la visa, pero sin el dinero. Un vidrio oscuro impedía ver al funcionario de policía. Sin decir una palabra una mano negra se mostraba y exigía imperiosamente algo más. Me hice el que no entendía esos signos, pero poco a poco se formó una cola bastante numerosa de viajeros detrás de mí, que protestaba porque un tipo tacaño perjudicaba a todos los demás. Ante esta presión adjunté los cien dólares e inmediatamente me dejaron ingresar al sagrado suelo nigeriano. Mi equipaje llegó abierto y casi vacío, pero un funcionario, comedido y elegante, me dijo por cien dólares que se podía enmendar este «pequeño problema técnico». Así fue. El director de nuestra fundación en Nigeria ya me esperaba, y pronto abandonamos el gigantesco aeropuerto, copia fiel del de Frankfurt: un edificio sobredimensionado, que, por razones obvias, fue la delicia de la empresa constructora. En el centro de Lagos nos topamos con un inmenso atolladero de tráfico, que según mi anfitrión, era cosa de todos los días. En nuestro automóvil se hallaban también los dos guardaespaldas de la fundación: unos hombrones risueños y seguros de sí mismos. Allí, en el Abdubakar Tafawa Balewa Boulevard, la avenida principal de la entonces capital nigeriana, nos quedamos detenidos por espacio de una hora. En un momento dado dos africanos enormes salieron del vehículo que nos antecedía, se pusieron a ambos lados de nuestro automóvil e intercambiaron en yoruba unas palabras algo ríspidas con nuestros guardaespaldas. Estos nos comunicaron que era un asalto y que toda resistencia era inútil y, además, peligrosa. Los asaltantes, en un rapto de generosidad, declararon que no querían dinero ni nada semejante: sólo nuestros relojes y cámaras fotográficas. Obtuvieron rápidamente el pequeño botín y regresaron a su vehículo. Nosotros quedamos inmovilizados en el mismo lugar por otra media hora, conversando sobre problemas de tráfico en las grandes ciudades y los gajes de la modernidad y devolviendo los saludos que de vez en cuando nos mandaban los ocupantes del automóvil de adelante. Nuestros guardaespaldas sonreían con el sentimiento del deber cumplido.

Lagos tenía y tiene la bien ganada fama de ser la ciudad más fea y peligrosa del mundo. No existía algo así como un centro histórico. En los barrios residenciales se apilaban montañas de basura de más de cinco metros de altura. Cientos de edificios estaban a medio concluir, habitados por marginales y llenos de escombros malolientes. En la rada de Lagos, con aguas poco profundas, se encontraban más de treinta barcos a medio hundir, oxidados y cubiertos de vegetación, fruto del cobro fraudulento de algún seguro. En medio de una zona residencial se encontraba la mayor atracción de la ciudad: una laguna pantanosa y pestilente, donde habitaban los cocodrilos sagrados del culto yoruba. Se decía que cada noche desaparecían algunas personas en aquellas aguas: políticos opositores, esposas infieles, intelectuales incómodos. El alcantarillado era abierto y en la época colonial británica había sido concebido para una ciudad de unos 300.000 habitantes. Las aguas servidas discurrían plácidamente al descubierto. (Lagos se halla en una zona muy caliente y húmeda, a poca distancia de la línea del Ecuador.) Cuando yo estuve allí, Lagos ya tenía seis u ocho millones de habitantes; nadie lo sabía exactamente. Masas de inmigrantes de toda el África, atraídos por la bonanza del petróleo, paseaban cantando y bailando por las calles, pero a la vez aterrorizando y robando a los pocos transeúntes. Todo nigeriano respetable tenía por lo menos un revólver y dos guardaespaldas, y jamás iba a pie.

A los pocos días viajamos a Ibadan, sede de la más prestigiosa universidad nigeriana y de su ya afamado Instituto de Altos Estudios Internacionales. Una supercarretera de ocho carriles por dirección unía Lagos con aquella ciudad. Pero a cada momento un enorme vehículo a contrarruta se abalanzaba por el carril de la extrema derecha, de modo que el trayecto a Ibadan fue también un intento incesante de evitar choques con automotores a contramano. A ambos lados de la carretera se hallaban restos de camiones y autobuses volcados y abandonados. El petróleo había sido una bendición para este país, que importaba mucho más whisky y licores que libros y materiales escolares. La abundancia súbita de divisas y la posibilidad de comprar casi todo en el exterior con una moneda sobrevalorada habían arruinado la incipiente industria local, fomentado un consumismo muy expandido y fortaleciendo una élite corrupta y autosatisfecha, que había desplegado notables destrezas en la manipulación de la consciencia colectiva. Hasta hoy las cosas han cambiado poco.
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En el Instituto de Altos Estudios Internacionales de la Universidad de Ibadan, ante la flor y la nata de la intelectualidad nigeriana, leí mi discurso sobre la necesidad de políticas públicas de largo alcance en lo que se refiere a la protección del bosque tropical y de los ecosistemas amenazados (febrero de 1983). Desde un comienzo mis oyentes dieron muestras de impaciencia ante un tema incómodo. Después de media hora se levantó un murmullo de molestia y hasta mal humor. Un distinguido catedrático me interrumpió y afirmó que lo que yo decía se parecía nada menos que a los programas de los Partidos Verdes en Europa, dando a entender que ello era la culminación de las ideas más horribles y necias que la mente humana podía concebir. Casi todo el público se plegó a esta muestra de disconformidad, y allí mismo empezó una sesión de bromas y música tropical improvisada, cosa muy usual en aquel continente. Mientras yo daba por concluido mi discurso, comprendí por qué no hay leones ni elefantes ni selva tropical en el África Occidental. Para ver esas hermosas creaciones de la naturaleza, uno tiene que ir a algún parque natural en Kenia, Tanzania o en la República Sudafricana. Años después mi amigo y jefe me informó que algunos de los participantes en el coloquio llegaron a ocupar puestos bien pagados en instituciones consagradas al desarrollo sostenible (cuando este tema alcanzó una gran notoriedad en las organizaciones supranacionales) y que el famoso profesor que no me dejó terminar mi modesta alocución había llegado a ser Ministro de Medio Ambiente del último gobierno militar en Nigeria.

El director de aquel instituto y vicerrector de la Universidad de Ibadan nos invitó a cenar a su residencia privada para hablar de «temas serios». Me acuerdo sobre todo de un comedor inmenso, recubierto de maderas nobles, donde nos esperaban deliciosos manjares. A la entrada cada huésped recibía tres regalos: una mujer joven, una botella de cinco litros de whisky y unas hierbas contra la indigestión. El anfitrión nos aseguró que las chicas eran de Mali o Etiopía, como las que ofrecía todo hombre generoso. El ambiente estaba altamente refrigerado: en el África se considera hasta hoy como cosa muy fina que los interiores estén a temperaturas polares. En las cuatro paredes de la habitación había enormes pantallas de cine, dos por lado, para que todos los huéspedes gozaran «integralmente» del espectáculo. Los programas estaban a todo volumen y no había manera de apagar o mitigar el sonido. Una de las películas era erótica y la otra de deportes. El tema serio de conversación era, por supuesto, la posibilidad de que nuestra fundación se muestre generosa con la universidad y con sus cientos de programas del más dudoso contenido. Lo curioso es que esta gente conseguía invariablemente jugosas tajadas de la cooperación internacional.
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En un viaje posterior a Gambia vi algo más de ese mecanismo. La fundación promocionaba concepciones socialdemocráticas para el fortalecimiento de los partidos afines. No había cómo fiscalizar el uso de los fondos que los europeos derramaban sin ton ni son sobre grupos organizados que decían pertenecer a esta tendencia política. Nos recibió personalmente el Presidente de Gambia, Alhagi Sir Dawda Kairaba Jawara, un hombre de aspecto majestuoso y patriarcal, veterinario de profesión. Nos llevó a inspeccionar escuelas y cuarteles, engalanados con banderas rojas y retratos de Willy Brandt. Mi jefe y amigo me comentó que los edificios habían sido construidos por la administración colonial británica, pero la fundación no tenía más remedio que «consolidar» los fondos del partido hermano de Gambia, que hacía pasar esas edificaciones como centros levantados con dineros de la cooperación extranjera. En las noches Sir Dawda, un hombre bonachón y bienintencionado, nos invitaba irremediablemente a las «conversaciones serias», que se celebraban en medio de comilonas, chicas jóvenes y música insoportable. Y mi jefe y amigo decía, entre divertido y resignado: «Los caminos del Señor son insondables. De alguna manera ayudamos a levantar una democracia». Y en cierto modo tenía razón: en Gambia, país mucho más pobre que Senegal, Sir Dawda había construido un régimen estable y pacífico, con pleno respeto a los derechos humanos y al pluralismo ideológico, que además promovía la emancipación de la mujer.

En todos aquellos países los coloquios y las conferencias sobre la democracia africana estaban a la orden del día. Ya entonces la democracia representativa, liberal y pluralista era considerada como una pérfida invención europea y elitista, alejada y hasta contraria a las tradiciones y las necesidades de los pueblos de aquel continente. El ideal era una magna asamblea de todos los varones adultos, que se reunía a la sombra de un gran árbol del pan. Los participantes discutían libremente, sobre todo acerca de temas laborales y asuntos del momento, y luego se votaba. Los que quedaban en minoría no tenían ningún derecho a seguir sosteniendo sus opiniones y menos a defender sus intereses. Había que plegarse a la consigna casualmente victoriosa y mimetizarse con la mayoría del momento. Era un sistema del consenso compulsivo, donde no había lugar para un disenso creador. Algunos derechos humanos, como el de la libre expresión y asociación, eran vistos como mecanismos para debilitar la voluntad y unanimidad populares. Sin comentarlo públicamente, en la fundación pensábamos otra cosa. La democracia africana era un primer paso, ciertamente importante, para edificación de un sistema democrático y para la superación del autoritarismo, pero no representaba la culminación del desarrollo histórico-social a nivel mundial. Esta democracia podía ser considerada como el comienzo de un largo camino hacia la modernidad, pero ya no estaba a la altura de la complejidad que habían alcanzado entre tanto las propias sociedades africanas, todas ellas con una notable pluralidad de intereses y divergencias.

Mi amigo y jefe se fue luego de director de la fundación a la India, donde también trabajé a sus órdenes. Con los años se convirtió en un personaje importante, siempre cercano a las fuentes del dinero y del poder. Hace poco le pregunté si no sentía a veces repugnancia, pero él me dijo, sonriendo maliciosamente, que sólo el recuerdo de una infancia feliz produce nostalgia por la pureza ética. Y yo pensé: la cosa no es tan simple: precisamente porque no hay tales reglas y decursos obligatorios del comportamiento humano —como él daba a entender—, es que existe un resquicio para la esperanza.
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* Hugo Celso Felipe Mansilla. Nacido en 1942 en Buenos aires. Ciudadanías argentina y boliviana de origen. Maestría en ciencias políticas y doctorado en filosofía por la Universidad Libre de Berlin. Concesión de la venia legendi por la misma universidad. Miembro de número de la Academia Boliviana de la Lengua y de la Academia de Ciencias de Bolivia. Fue profesor visitante en la Universidad de Zurich (Suiza), en la de Queensland (Brisbane / Australia), en la Complutense de Madrid y en UNISINOS (Brasil). Autor de varios libros sobre teorías del desarrollo, ecología política y tradiciones político-culturales latinoamericanas.

Últimas publicaciones: El desencanto con el desarrollo actual. Las ilusiones y las trampas de la modernización, Santa Cruz de la Sierra: El País 2006; Evitando los extremos sin claudicar en la intención crítica. La filosofía de la historia y el sentido común, La Paz: FUNDEMOS 2008; Problemas de la democracia y avances del populismo, Santa Cruz: El País 2011; Las flores del mal en la política: autoritarismo, populismo y totalitarismo, Santa Cruz: El País 2012.

 

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