Literatura Cronopio

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Perdura Oscuridad

PERDURA, OSCURIDAD

Por Cristian Acevedo*

Dos palabras resumen lo que descubrí aquella tarde: desesperante y espantoso. No porque no haya otras palabras, o porque yo no las conozca, sino porque estas dos lo sintetizan de manera terriblemente exacta: desesperante y espantoso.

Aquella mañana me paré frente al espejo, lavé mi cara y me cepillé los dientes. El ir y venir del cepillo sobre mis encías y el sabor refrescante del dentífrico hicieron que la modorra se disipara. Escupí y me enjuagué. Y advertí, al fijar mis ojos frente al espejo, que una cana sobresalía en mi flequillo negro, como una maleza se obstina en crecer en un campo de golf. Y no lo dudé: logré capturarla y separarla del resto, y la extirpé de un tirón.

Al arrancarla, un leve pinchazo en el cuero cabelludo provocó que cerrara los ojos por unos segundos. Y fue entonces cuando noté que algo andaba mal, algo funcionaba incorrectamente. Porque al volver de ese acto involuntario de cerrar los ojos, descubrí que en el espejo, mi reflejo aguardaba ya con los ojos abiertos. No fue demasiado notorio, pero lo supe inmediatamente: algo andaba mal.

Clavé la vista en el reflejo de mis ojos marrones. Buscaba una señal, una certeza. No había nadie mejor que yo para hacerme notar que estaba equivocado, que lo que creía haber visto no había sucedido, que la modorra no se había alejado por completo, y que yo no era capaz de darme cuenta de que aquello había sido producto de mi torpe mente, aún adormecida.

Pero, en cambio, mis ojos se mostraron como un desierto desconocido. Un abismo abrumador encorsetado en dos círculos marrones, que yo ya no reconocía como propios. Sólo vi en esos ojos una nada asfixiante, claustrofóbica. Y me vi a mi, comprimido dentro de esa oquedad desesperante. Aplastado por paredes que no podía ver. Así fue: desesperante.

¿Acaso me había vuelto loco?

Intenté pestañear. Y lo hice: la imagen en el espejo pestañeó unas cuantas veces. Todo estaba en mi cabeza, me dije. Entonces volví a abrir la canilla y me mojé el pelo. Y pude ver cómo la cana daba vueltas en la pileta y se perdía por el desagüe. Eché la cabeza hacia atrás y me acomodé el pelo con una mano. Una gota se desprendió de mi cabeza, zigzagueó por mi frente y se depositó en la punta de mi nariz, haciéndome picar.

Quise levantar mi brazo, con la idea de rascarme, pero no pude. En lugar de eso, vi en el espejo que mi mano cerraba la canilla y recién después se dirigía a la gota de la nariz. Claro que era otra sutil diferencia, aunque no tan sutil como el desfase que había notado al abrir los ojos anteriormente.

¡¿Acaso me había vuelto loco?!

Esa pregunta flotaba, constante y amenazadora, mientras yo seguía observándome en el espejo. Y decidí eliminar cualquier duda (nada de absurdas incertidumbres): llené mis pulmones y largué un soplido, que empañó un poco el espejo. En el reflejo, todo parecía andar bien: me vi resoplar y frotar con la mano la parte del espejo que se había empañado. Sonreí, y el reflejo sonrió simultáneamente. Levanté la mano izquierda, y me vi con la mano arriba. Parpadeé, y parpadeó. Abrí la boca, y abrió la boca. La cerré, y la cerró. Solo que… de algún modo, se volvió a abrir.

¡La boca en el espejo volvió a abrirse!

Y mi boca también se abrió, de par en par. Y mis ojos empezaron a parpadear súbitamente. Como el aleteo de un insecto pequeño, de una polilla. No podía yo detenerlo. Hasta que por fin, mis ojos dejaron de aletear y se dedicaron a examinar los ojos aquellos, esos ojos ajenos y aterradores. Y una mirada que parecía decirme: «Sé que estás ahí, siempre lo supe, siempre te supe mi esclavo. Ahora vos también lo sabés».
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Me vi apretar los ojos. Y los míos (los que siempre creí que me pertenecían) también se cerraron. Percibí una oscuridad nueva, una sensación trágica y terrible. Me sofocaba. Mis ojos se abrieron. Y debí sonreír, puesto que la imagen del espejo sonreía. Y debí levantar la mano y bajarla, y abrir y cerrar la boca, como una inútil y triste sombra. Pude verme apagando la luz y cerrando la puerta del baño. Yo imité los movimientos hasta donde pude ver. Inmediatamente después, todo fue oscuridad. Ese abismo que había descubierto en aquellos espeluznantes ojos marrones se cernía sobre mí; una asfixiante celda que palpitaba, que se encogía.

Así fue la primera vez y la segunda. Y así fue siempre, ahora lo sé. Lo sé y lo acepto. Ya ni recuerdo cuánto hace que lo supe. Solo puedo decir que dos o tres veces al día, la luz se enciende, y salgo de una prisión para encerrarme en otra. Porque en mi caso, la luz no es más que la continuidad de esa prisión. Una exageración, un énfasis de mi cautiverio. En la oscuridad puedo ponerme a pensar, igual que ahora, y dejar que mi cabeza divague, incluso sueñe. En la oscuridad no existen las sombras. En cambio, cuando se enciende la luz, todo es repetición, plagio, parodia. Por eso es que en este último tiempo he deseado que la oscuridad se prolongue, que perdure.

Pero son puras mentiras. Me miento a mí mismo.

Porque, por las mañanas, no hago más que esperar que la luz ilumine el espejo, que acaricie mis ojos adormecidos.

Hace unos días he advertido que mi flequillo es cada vez más blanco. Y por más que intento quitarme las canas, la imagen en el espejo parece ignorarlas por completo. También he notado las arrugas que me tachan la frente, y las manchas en las manos. Ha pasado mucho tiempo, me digo. Es desesperante. Y es también espantoso. Sí, espantoso. Por definitivo, por absoluto y por final.

Y sonrío aunque no quiero, porque debo sonreír, porque el tipo sonríe.
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PENÉLOPE

Y una tarde ocurrió algo terrible (terrible al principio y al final, ya van a ver). Tu jefe les ordenó a todos que se fueran a casa.

—Les doy lo que resta del día —dijo, acomodándose los anteojos y peinándose los pocos pelos que le salpicaban la cabeza.

Y todos, y vos también, se quedaron quietos, mirándose. Hasta que tu jefe se puso a aplaudir para que desalojáramos. Y así, entre miradas perplejas, la oficina se fue vaciando. Eran las tres de la tarde.

Vos terminabas de guardar tus cosas en el maletín cuando tu jefe te apuntó con el dedo y te dijo:

—Usted no, González.

Y vos pensaste: «Me raja. Me echa a la mierda el pelado este».

Pero no fue así. Todo lo contrario. Tu jefe te pidió que fueras a su oficina, que quería hablar con vos. Vos obedeciste, te sentaste y aguardaste en silencio. Acuña te preguntó qué hacías de tu vida, si eras casado y con quién vivías. Conversaron de todo un poco. Hablaron incluso de fútbol (resultó que el pelado este era futbolero y tenía contactos y te prometió entradas para el superclásico). Tomaron café, y vos medio que te empezabas a soltar. Ojo, todavía desconfiabas, pero ya no estabas tan a la defensiva.

Sobre el escritorio, un portarretrato con la foto de una joven rubia te llamó la atención. «Esa debe ser la amante», pensaste. Tu jefe rompió ese breve silencio.

—Usted se preguntará qué es todo esto, González —dijo, al tiempo que sacaba una cigarrera plateada de un cajón y te ofrecía uno. Y vos le dijiste que no, que gracias, porque habías dejado de fumar hacía unos meses, así que lo viste encender su zippo y largar el humo, y un poco se te hizo agua a la boca. Pero aguantaste.

Ya eran casi las cinco, así lo confirmaba el reloj que colgaba a un lado de las Diez normas para ser un jefe de diez.

—Echarme no creo que me eche. Ascenderme, menos —murmuré.

El pelado lanzó una risotada, que lo hizo toser y tuvo que escupir en su pequeño cubo de la basura. Respiró profundo y siguió hablando:

—Tengo un secreto, González. Un secreto terrible. Y necesito compartirlo con alguien. Y creo que ese alguien debe ser especial, González. Como usted.
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Vos dijiste alguna estupidez, como que todos tienen secretos y que eso es normal y no sé qué. Pero tu jefe se levantó y se acercó hasta tu silla:

—Shhhh, González —apoyó sus peludos y asquerosos dedos en tu boca—. No hable, González.

Y vos pensaste: «A la próxima que me toca, le rompo la trompa al bufarreta este».

—Mi secreto no es como cualquier otro. Es más bien una maldición. El hechizo de una vieja bruja, acaso de una gitana rencorosa. Estoy maldito, ese es mi secreto.

Aburrido, miraste el reloj de pared: las seis menos cuarto.

—No diga nada, González. Solo espere y verá. No necesita creerme —se acercó a la puerta, la trabó y cerró las persianas—. A las seis en punto lo va a comprobar con sus propios ojos. Ojos hermosos, si me permite decirlo.

Te levantaste de la silla y cerraste los puños. Estabas a «esto» de fajarlo.

—Todos los días —siguió diciendo—, a las seis de la mañana, me convierto en esto que usted ve. Cada mañana me levanto siendo un viejo pelado y miope, con pelos en la espalda y con veinte centímetros de verga. Todos los días de mi vida, desde hace ya no recuerdo cuánto, amanezco siendo esto. Y así hasta las seis de la tarde. Doce horas al día dura la maldición. ¿A usted le parece, González?

Vos te quedaste mudo. ¿Acababas de oír lo que creías haber oído? Tu jefe estaba completamente loco. De alguna manera, había logrado disimularlo en el examen preocupacional, pero no había dudas: a Acuña se le habían soltado unos cuantos tornillos. En un movimiento involuntario, observaste el reloj de pared, que marcaba las seis y un minuto.

Y enseguida, el reloj pulsera de tu jefe empezó a chillar. Vos miraste otra vez hacia la lerda aguja del reloj de pared: no había pasado ni un minuto. Tus ojos volvieron al frente, y viste que tu jefe era ahora una mujer. ¡Y qué mujer! Una mujer rubia de suave piel bronceada, que parecía resbalar en el traje gris y que te miraba con hermosos y tímidos ojos azules. Aquella hermosura del portarretrato.

—Lo ve, González —susurró, y su voz te recordó a la de la señorita Mariela, de tercer grado—. Estoy maldita.
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Te quedaste inmóvil. Sin saber qué hacer ni qué decir. Estabas en presencia de la mujer más hermosa y más dulce que jamás habías conocido, pero no podías quitarte de la cabeza que ella era tu jefe. Que era también, un pelado viejo más futbolero que vos y bostero hasta las tripas. ¡Mierda, era La Bella y La Bestia al mismo tiempo! Bueno, no precisamente al mismo tiempo, sino sucesivamente.

—Me llamo Penélope —dijo, acomodándose sus lacios mechones rubios—. Ese es mi verdadero nombre. Y quería decirle, González, que ha sido un alivio poder compartir mi secreto con usted.

Y no tuvo más que acercarse para volverte loco. Te miró con esos ojos, que parpadeaban debajo de su luminoso flequillo, y te besó. Y sus besos tenían el gusto de esos chicles de frambuesa que tanto te agradan. Y se quitó el saco y la camisa, y el pantalón cayó, y no podías creer que estuvieras con semejante mujer.

Y claro, esa no fue la última vez. Después de una semana, lo repitieron. Solo que por la noche y en su casa. Y no debiste enfrentarte al pelado anteojudo. Tu encuentro fue exclusivamente con Penélope: mujer hermosa y sexy. La más hermosa y la más sexy. A las cinco de la mañana, sonó el despertador. Ella te pidió que te fueras. Y lo hiciste: te marchaste y, sin culpa, la dejaste sola.

Durante el día, Acuña te ignoraba (cosa que agradecías), y después de las seis de la tarde, Penélope te llamaba por teléfono y te pedía que pasaras la noche con ella. Y obedecías, cómo decirle que no, si era perfecta: el perfume de su piel, su sonrisa siempre presente, sus orgasmos cada vez más intensos.

Iban al cine, comían afuera, paseaban por la costanera. Así fueron estos últimos meses. Hasta ayer. Ayer, en que el terror pudo más. Y tanto miedo tuviste, que corriste hasta el correo y mandaste el telegrama, tu renuncia. ¿Qué ibas a hacer? No podías eliminar aquella imagen de tu cabeza. Y no la imagen de la hermosa noche romántica que habías pasado con Penélope, sino la de la mañana siguiente. Porque, por algún motivo, el maldito despertador no sonó. O sonó y no lo escucharon. Y cuando el sol de la ventana hizo que abrieras los ojos, te encontrabas haciendo cucharita con un viejo calvo y de espalda peluda y entrecana.

Y viste tu mano, apretando sus veinte centímetros de verga. Y saltaste de la cama y corriste y lloraste. Y, sin pensarlo, te viste en el correo, pidiendo un telegrama de renuncia. ¿Qué ibas a hacer?

¿Qué otra cosa ibas a hacer? Saliste del correo, cruzaste y te sentaste en uno de los bancos de la plaza. Y esperaste que el tiempo pasara volando.
(Continua página 2 – link más abajo)

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