Sociedad Cronopio

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Una aproximación a los grandes mitos cosmogónicos

UNA APROXIMACIÓN A LOS GRANDES MITOS COSMOGÓNICOS

Por Miguel Díez R*

La palabra Folklore (“el saber tradicional popular”) se refiere al conjunto de las tradiciones, creencias y costumbres de un pueblo, es decir, a sus manifestaciones culturales: fiestas, bailes, juegos, música, comida, vestido, etc.

Una de las manifestaciones más importantes y características del folklore es la denominada literatura popular y tradicional que abarca los mitos y leyendas, cuentos y romances, canciones y baladas, etc., que se transmiten oralmente de padres a hijos como una parte de su herencia cultural, y que fueron recogidas y conservadas posteriormente en recopilaciones escritas.

Aparte de la brevedad y sencillez, las principales características de la literatura popular y tradicional son la transmisión oral, la anonimia y las diferentes versiones y variantes.

En nuestros días se ha perdido gran parte del prestigio y la fuerza de la palabra hablada. Hemos vivido lo que se ha llamado “el fetichismo de la letra impresa”, que, a su vez, está cada vez más desplazada por la avalancha y la preeminencia de la imagen. Y, sin embargo, durante milenios, la palabra desnuda fue el único procedimiento de conservación y transmisión de la cultura literaria. El pueblo, que ha considerado estas formas literarias como algo suyo, las ha transmitido oralmente, de generación en generación, reelaborándolas.

En cuanto a la anonimia, está claro que no se puede hablar de un creador colectivo, como se pensaba en el Romanticismo. Hay un creador inicial, un individuo especialmente dotado que interpreta y expresa el sentir del pueblo. A diferencia del autor culto que, como indica Sánchez Romeralo, quiere ser «realmente él y cuanto más sea él y menos los otros, mejor», el autor de los relatos de tradición oral se diluye en la colectividad. Otros individuos a través del tiempo van rehaciendo la obra que se considera un bien común a disposición de la comunidad y, por esta razón, la anonimia no es tanto porque se haya perdido el nombre del autor inicial, sino porque sus autores son cuantos libremente recrean esas composiciones como cosa propia. Lo realmente importante es ese circuito de la tradición en el que la obra ha entrado, y su integración en la vida cultural del pueblo.

Como consecuencia de la anonimia y del carácter oral, aparece uno de los aspectos más claramente diferenciadores entre la literatura popular y la culta: las numerosas variantes de un mismo mito, cuento, cantar o romance. Menéndez Pidal (España, 1864-1968) decía que la literatura popular es como un ser viviente y la variante es su palpitación vital que nunca se repite de idéntico modo; en cambio, la literatura de arte personal, la culta, es como un mármol definitivamente terminado con el último martillazo sobre el cincel, y la variante de mano extraña no es más que un arañazo o desconchón de la bien acabada estatua. Y a partir de aquí el mismo estudioso introdujo el carácter de tradicional para designar a este tipo de literatura y distinguirlo de lo puramente popular, es decir, la simple recepción o aceptación por el pueblo -sin ninguna intervención por su parte- de una obra en cuanto que satisface sus gustos. La palabra tradicional se refiere a la reelaboración por medio de las variantes introducidas por muchos individuos, no coetáneos sino sucesivos, que son la forma en que el pueblo como colectividad interviene en la composición literaria. El pueblo es autor mediante ese perenne fluir de las variantes y no tiene nombre porque es el inmenso anónimo; su único nombre es legión y su fecha son los siglos.
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“El relato está presente en todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las sociedades. El relato comienza con la historia misma de la humanidad. No hay ni ha habido jamás en parte alguna un pueblo sin relatos: todas las clases, todos los grupos humanos tienen sus relatos y muy a menudo estos relatos son saboreados en común por hombres de cultura diversa e incluso opuesta.”

Roland Barthes (Francia, 1915-1980)

Algunas veces recuerdo la noble voz de mis viejos paisanos en aquellos momentos de apacible confidencia al amor de la lumbre. Le queda a uno la escenografía de un tiempo en reposo en el quehacer diario, horas descolgadas del anochecer, cocinas templadas, la atmósfera de humo y de leña y el invierno agazapado allí fuera, como dormido en la honda respiración de la ventisca. Eran las horas del contar que venían de muy atrás, de una memoria acaso tan larga como la que había cobijado los conocimientos de todas las labores. Y allí apostados nos quedábamos en la penumbra mecedora, mientras una voz iniciaba el relato y otra le sucedía, y todos escuchábamos con un silencio de atenciones acariciadas, llevados por el prestigio de las voces, que era sencillamente el derivado de su modulación narradora, y por la emoción de las historias.

Luis Mateo Díez (España, 1942)

Contar historias, sin más, por el puro placer de narrar, es una pasión tan antigua y universal como el goce de oírlas. Y al ser el hombre, por naturaleza, contador y receptor de historias, podemos imaginar que los primeros cuentos nacieron en las largas noches de los tiempos primigenios en que, alrededor del fuego de una caverna, los primitivos cazadores contaban oral y gestualmente algún suceso real o fantástico: el riesgo de una peligrosa aventura de caza, el espanto sobrecogedor ante la luz del relámpago y el estruendo del trueno o la fascinación por la inmensidad insondable y desconocida del mar. Los relatos eran dirigidos a los miembros de la tribu, encandilados oyentes de aquellas historias que, en las cavernas y alrededor del fuego, amenizaban sus precarias vidas y las medrosas horas de las noches interminables. Porque, como decía una vieja narradora quechua: «los cuentos se contaban para dormir el miedo».

La imaginación, la fantasía, la curiosidad, la atracción y el temor por lo maravilloso y misterioso son capacidades propias del hombre en todo tiempo y lugar, como también lo son la necesidad de explicación del mundo, de los fenómenos naturales que no podía comprender, la necesidad de distracción, de evasión y de expresar las emociones. Pues bien, los relatos orales, los mitos primigenios, los viejos cuentos, han servido para dar salida y colmar en parte dichas capacidades y necesidades, de las que surge imperiosamente la facultad de narrar y también de escuchar.

Todavía hoy, en un mundo tan tecnificado, mediático y unificado, convertido en «aldea global» por las autopistas de la información y prosternado -como ferviente adorador- ante cualquier clase de imagen, podemos contemplar al narrador de cuentos sentado en el zoco de un mercado oriental; en el espacio tan anchuroso, vivo y colorista, de la plaza “Jemaa’ El Fna” de Marrakech; delante de la choza de un poblado africano; bajo «el árbol de la memoria» de la selva amazónica o convertido en «cuentacuentos» de nuestras modernas ciudades, ante personas muy distintas que, con la misma avidez que aquel público de las cuevas prehistóricas, le miran fijamente, y oyen y escuchan atentamente antiguas historias sin fecha o renovadas ficciones.

Miguel Díez R. (España, 1937) y Paz Díez Taboada (España, 1942)

  1. LOS MITOS

La palabra «mito» procede del término griego «mythos», que en un principio significó discurso o parlamento, pero posteriormente acabó significando relato, cuento.  Como afirma Mircea Eliade (Rumanía, 1907-1986) -una de las grandes figuras de la cultura contemporánea, especialista en mitología e historia de las religiones- sería difícil encontrar una definición exacta de mito que fuera accesible a los no especialistas, pues es una realidad cultural extremadamente compleja que puede abordarse e interpretarse desde perspectivas múltiples y complementarias. El mito -sigue diciendo el famoso autor rumano- narra una historia sagrada; relata un acontecimiento sucedido en el tiempo primordial, el fabuloso tiempo de los orígenes; cuenta cómo, gracias a las hazañas de los Seres So­brenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la total, el cosmos, o solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. El mito, pues, es siempre el relato de una creación:narra cómo se ha producido algo, cómo ha comenzado a ser.

Según Carlos García Gual (España, 1943) el mito es un relato tradicional que cuenta la actuación memorable de unos personajes extraordinarios en un tiempo prestigioso y lejano.
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Utilizamos, pues, la palabra mito como historia con un origen vago muy lejano en el tiempo, de naturaleza religiosa o sobrenatural y mágica, que pretende explicar algunos aspectos de nuestro mundo.

Los mitos forman parte del sistema religioso y cultural de un pueblo, que los considera como historias verdaderas. Tienen la función de otorgar un respaldo narrativo a las creencias centrales de una comunidad. En su origen, el mito es un relato oral. Con el correr del tiempo, sus detalles van variando de acuerdo a la transmisión del conocimiento de generación en generación. Una vez que las sociedades desarrollaron la escritura, el mito fue reelaborado en forma literaria, con lo que extendió sus versiones y variantes.

Los mitos son cosmogónicos cuando intentan explicar la creación del mundo; teogónicos, cuando se refieren al origen de los dioses; antropogónicos si son relativos a la aparición del hombre; etiológicos, cuando explican el porqué de institu­ciones y comportamientos políticos, sociales o religiosos, y escatológicos si tratan del fin del mundo y de la vida de ultra­tumba.

Todos los estudiosos resaltan la importante función social de los mitos como elemento cohesionador de la comunidad, que ve en esas narraciones primordiales la explicación del mundo, del hombre y sus costumbres, y que deben ser recordadas y transmi­tidas como su más preciado patrimonio común.

El país que no tenga leyendas -dice el poeta- está condenado a morir de frío. Es muy posible. Pero el pueblo que no tenga mitos está ya muerto. La función de los mitos es expresar dramáticamente la ideología de que vive la sociedad, mantener ante su conciencia no solamente los valores que reconoce y los ideales que persigue de generación en generación, sino ante todo su ser y estructura mismos, los elementos, los vínculos, los equilibrios, las tensiones que la constituyen; justificar, en fin, las reglas y las prácticas tradicionales, sin las cuales todo lo suyo se dispersaría.

Georges Dumezil (Francia, 1898-1986)

  1. LOS MITOS COSMOGÓNICOS U ORIGINARIOS

En todas las civilizaciones primitivas, en sus comienzos, existió una especie de sacralización de aquellos fenómenos naturales, misteriosos, impresionantes o sobrecogedores, como el cielo estrellado, el sol y la luna,   las tormentas, los volcanes, las inundaciones y el fuego. Los hombres de cualquier raza y latitud buscaban una explicación que los hiciera asumibles. Por este motivo surgieron unos relatos populares referidos a muchos de aquellos fenómenos y entre ellos hay que situar, en primer lugar, las narraciones que explicaban la creación del mundo, las denominadas cosmogonías.

Nuestro relato sobre el origen del mundo está lleno de canciones y, cuando los vecinos las oían cantar a mi padre, abrían la puerta y cruzaban el umbral. Venían familia por familia y hacíamos un gran fuego y manteníamos la puerta cerrada contra la fría noche. Cuando mi padre terminaba una frase, repetíamos la última palabra.

[De una indígena del pueblo pápago -“la gente del desierto”-, originario de los actuales estados de Arizona (EE.UU) y Sonora (México]

Existen multitud de relatos de mitos cosmogónicos y cada uno de ellos aporta la originalidad, los toques particulares propios del pueblo y la cultura que los han concebido. En muchos casos, en medio de esa diversidad, se descubren, sin embargo, rasgos y aspectos que se repiten insistentemente, como si quisieran apuntar y revelar un bien común a toda la humanidad:

1) Siempre se habla de un tiempo primitivo mítico, fuera del nuestro, el tiempo de la creación originaria.

2) Se parte de la idea del caos primitivo, de un universo sin forma, confuso y vacío. Los griegos denominaron a este estado primitivo «Chaos» y este es el origen de la palabra misma.

3) Siempre se presenta un Ser Superior o varios que por medio de su palabra –con frecuencia a partir de la nada, ex nihilo– traen la luz y el orden y crean todas las cosas: el firmamento, las aguas, la tierra, las plantas, los animales…

4) Es frecuente que las narraciones de los mitos cosmogónicos finalicen con las de los mitos antropogónicos; la creación del hombre como coronación y rey de todo lo creado.
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a) El mito de la creación en Génesis

El documento escrito más conocido de los que hacen referencia al origen del universo es el capítulo 1 del primer libro de la Biblia, “Génesis”, que data de hace unos 3.000 años. Narra, en un lenguaje simbólico, la extraordinaria descripción del origen del mundo, de la vida en la tierra y la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, puesto en el mundo con el encargo de dominar la creación entera.

Al principio creó Dios los cielos y la tierra.

La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían el haz del abismo, pero el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas.

Dijo Dios: «Haya luz»; y hubo luz.

Y vio Dios que era buena la luz, y la separó de las tinieblas; y a la luz llamó día y a las tinieblas noche, y hubo tarde y mañana, día primero.

Dijo luego Dios; «Haya firmamento en medio de las aguas, que separe unas de otras».

Y así fue.

E hizo Dios el firmamento, separando aguas de aguas, las que estaban debajo del firmamento de las que estaban sobre el firmamento. Y vio Dios que era bueno. Llamó Dios al firmamento cielo, y hubo tarde y mañana, segundo día.

Dijo luego: «Júntense en un lugar las aguas de debajo de los cielos, y aparezca lo seco».

Así se hizo.

Y se juntaron las aguas de debajo de los cielos en sus lugares y apareció lo seco; y a lo seco llamó Dios tierra, y a la reunión de las aguas, mares. Y vio Dios que era bueno.

Dijo luego: «Haga brotar la tierra hierba verde, hierba con semilla, y árboles frutales cada uno con su fruto, según su especie, y con su simiente, sobre la tierra».

Y así fue.

Y produjo la tierra hierba verde, hierba con semilla, y árboles de fruto con semilla cada uno. Vio Dios que era bueno; y hubo tarde y mañana, día tercero.

Dijo luego Dios; «Haya en el firmamento de los cielos lumbreras para separar el día de la noche, y servir de señales a estaciones, días y años; y luzcan en el firmamento de los cie¬los, para alumbrar la tierra».

Y así fue.

Hizo Dios dos grandes luminares, el mayor para presidir al día, y el menor para presidir a la noche, y las estrellas; y los puso en el firmamento de los cielos para alumbrar la tierra y presidir al día y a la noche, y separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que era bueno, y hubo tarde y mañana, día cuarto.

Dijo luego Dios: «Hiervan de animales las aguas y vuelen sobre la tierra aves bajo el firmamento de los cielos».

Y así fue.
(Continua página 2 – link más abajo)

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