Escritor del Mes Cronopio

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El Loco se impone dejar atrás a los cargueros que apenas mira de reojo. Encoge los dedos todavía más dentro de los zapatos estrechos como si en realidad estuviera apretando los dientes. Apura el paso. Trastabilla, pues ha entrado ya al camellón lleno de cascajo, pero sigue y sigue adelante con la mirada puesta en las piedras. Avanza con la esperanza de que los orejones perdidos en sus sombreros de jipa se queden más y más allá en alguna sentada de descanso. Se quedaría pensando en eso, claro, si en contravía no pasaran de pronto un par de carrozas fúnebres repletas de hombres y mujeres cariacontecidos diciéndose lo que les viene a la cabeza: «padre nuestro que estas en los cielos santificado sea tu nombre venga tu reino hagase tu voluntad así en la tierra como en el cielo nuestro pan cotidiano dánosle hoy y perdona nuestras deudas así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores no nos dejes caer en tentación más líbranos del mal amén».

¿Qué hacen ahí? ¿Adónde van en plena madrugada? ¿Van, como él, a Bogotá? ¿Por qué le gritan que mejor se vaya de una vez, que se pierda, que por ningún motivo humano o divino se atreva a entrar a la ciudad? ¿Qué dijeron: «salve su vida»? ¿Existen?

Sigue. Qué importa. Los treinta y tantos campanarios de la ciudad, tin, tan, tin, tan, tin, tan, tin, se dan la noticia de que se ha acabado para bien la madrugada y el cielo le ha concedido a la Tierra una nueva oportunidad. El Loco reza una oración que se inventa ese día, cada día, que es ese mismo domingo 24 de mayo, «Dios mío: que no se me caigan los techos sobre la cabeza ni se queden mis pies sin un piso ni las paredes se vengan encima de mi mala suerte, amén», cuando cruza el puente labrado que ha estado ahí desde mucho antes de que todos naciéramos, cuando pasa en puntillas por los puentecitos de madera que salvan de las zanjas del camino y atraviesa los de lajas de piedra en los que siempre se tropieza.

No se detiene, no. Nunca. Pero sí mira hacia arriba porque a pesar de su sombrero de copa —que se quita por un momento y tiene el cráneo helado, por Dios— siente que las nubes se están deshaciendo sobre su cabeza, que han comenzado a separarse, piensa, semejantes a ovejas que se disgregan en un campo patas arriba, y que se están yendo adonde quiera que vayan como cuando Dolores abre la ventana para que salga todo el humo de la comida. Queda una estrella en el cielo justo encima de su cabeza. Una estrella nomás que titila igual que la luz que va por el telégrafo como diciéndole la frase «todo va a estar bien». Detrás del gris plateado del firmamento, que resplandece en las copas de los robles, los alisos y los cerezos, vendrá el azul que suele hacer por estos días. Ahora mismo, mientras tanto, no hay colores vistosos en ninguna parte.

Una bandada de chulos, que aparece de la nada, se cruza con otra más para dejarle en claro al Loco Cacanegra lo que está sucediendo. El Loco carraspea. Se cubre la boca con la mano que tiene libre pues según le dice la Virreyna —que cada noche se entera, como un gallinazo más, de quién se acaba de morir y en qué parroquia— todo el mundo en Bogotá se está muriendo hoy de neumonía. ¡Cuidado! Y, según le dice el doctor Lázaro cuando él le pide el mismo consejo de cada día a la hora del refresco, lo mejor que puede hacer el Loco en lo poco que le queda de esta vida es pasarle los Ensayos de psicología contemporánea de Paul Bourget que la criada infeliz le subió sin permiso al último estante de la biblioteca. Y le promete a cambio, le dice, que le pide a la india de la cocina que le traiga otro pandeyuca.
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El zangoloteo polvoriento de una carreta que sin duda va a San Victorino, y el paso de un viajero a caballo que se va deteniendo cuando lo ve, tun ton, tun ton, y luego se va yendo sobre la orilla del camino con una carcajada de desprecio, obligan al Loco Cacanegra a ponerse el sombrero como quien cierra una puerta. ¿En dónde está? ¿Qué lugar es este? La neblina se está esfumando, malgastada, porque la Tierra suele ir detrás del cielo. Y, como un velo que se corre para que la puesta en escena del día en verdad comience, le permite responderse al Loco a sí mismo que está a punto de cruzar el lúgubre Puente de Aranda. Y que ese rumor no es el rumor de la madrugada sino el murmullo parejo y hediondo del río San Francisco.

La pestilencia del río, que suele suceder porque en los últimos días del verano el sol termina de secarle las aguas y quedan al descubierto entonces las heces y las basuras y los harapos y los miembros desgarrados que bajan desde las calles de Bogotá y que arrojan allí los depravados que no tienen mucho más que hacer en toda la jornada, ha obligado a una manada de vacas a alejarse y alejarse lo más que sea posible del camino de cascajo.

El Loco pasa por el puente de piedra sin voltearse a ver pero mirando por el rabillo del ojo las dos placas que nunca se ha atrevido a leer y los pináculos que parecen hombres de sombrero a punto de preguntarle adónde va. Canta «¿chi del gitano i giorni abbella?» y «¿chi del gitano i giorni abbella?», todas las veces que puede, antes de que esos siseos que vienen de los pretiles se le conviertan de paso en penosas frases de advertencia. Tiene que haber, abajo, algún cadáver boca arriba. Tiene que haber un perro salvaje, como el salvaje perro negro que ladró en la madrugada de la muerte de Silva, flotando entre la espuma del río. Por eso apura el paso. Se lanza por la Alameda nueva que no tiene álamos sino alisos. Se dice a sí mismo que tiene que llegar pronto a la ciudad. Porque el comienzo del día está pasándole de largo.

Y se hace el sordo cuando el conductor de un carruaje destartalado, trac, trac, trac, trac, le pregunta a los gritos si no quiere que lo lleve a la estación. Y cierra los ojos cuando le pasa al lado un ómnibus de los de antes lleno de trabajadores, quizás sea el Canario o el Ruiseñor, que lo roza día a día a día. Y se protege encogiendo los dos hombros de pronto apenas siente que algún peón de seis reales ha lanzado un escupitajo a su lado.

De qué carajo se ríen esos malnacidos. Sí, tiene miedo todo el tiempo porque está loco. Y sí, a veces él mismo olvida que no se llama el Loco Cacanegra. Pero es seguro que está así porque Dios quiere. Podría entregarse a la ciencia de la psicología, pues en estos tiempos de tantos hallazgos tendrá que haber ya un hombre que en verdad sepa aceitar la máquina que queda adentro de la cabeza: eso sí que sería un avance. Y sin embargo, prefiere dejar las cosas así, aferrarse lo que más puede a los pasos de la jornada, pues remontar el misterio hacia su origen es profanación. Quizás su destino sea este domingo 24 de mayo de 1896 que desde hace tres meses se repite y se repite sin que él pueda saberlo. Puede ser que haya estado viviendo día por día, en nombre de su padre y de Dolores y de su niña que no llegó a sus brazos, para decirle a Bogotá que él vio el peor crimen de la historia.
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La vida requiere disciplina: eso es todo lo que el Loco puede decir sobre ello. Muchas veces ha estado listo para morir pero tiende a amanecer vivo. Qué quieren que haga. Es «trágico». Y a pesar de todo y sea como sea, con toda la disciplina que aprendió en el ejército, se levanta el lunes, el martes, el miércoles, el jueves, el viernes, el sábado y el domingo a rendirle cuentas y a salvar y a reparar a su mujer. Que está muerta, claro que sí, él lo sabe mejor que nadie, pero todos los días de la semana le recuerda el cariño que le tiene: «usted sabe, sumercé, que usted es mi sustento», le dice. Y jamás deja de ser extraño que alguien lo quiera a uno aquí o allá. O sea que vale la pena eso que anda haciendo. Que se rían si quieren. Que no valga de nada entonces haber sido el hijo de Fruto Montejo. Y haber acompañado a la familia Silva a hacer el pesebre de Navidad.

Que no cuente haber sido dibujado por Espinosa y que se burlen de él con un poquito de odio por ser un invitado diario en las quintas chapinerunas de los hombres más prestantes de Santafé. Que se pudran si Dios quiere.

Que se rían si quieren. Tan doctores. Tan superiores. Tan cachacos. Seguro que se pondrían el apellido de su padre, Montejo, si eso les comprara el derecho a no ponérsele a nadie de rodillas. Claro que sí. No tienen otra salida aparte de menospreciarlo, no obstante, pues están condenados a sí mismos de aquí a la eternidad: pobres almas perdidas de Dios, pobres godos malnacidos, pobres. Que se rían y se mueran de la risa. Que lo desprecien como a una puta gorda y hacinada de Las Cruces a ver si algún día consiguen volverlo invisible. ¿Qué más podrían hacer para sentirse mejores? ¿Qué más aparte de decirles a los niños «más elegante que el Loco Cacanegra», «más torcido que el Loco Cacanegra», «más vendido»? Ya verán. Ya responderá cada cuál por su arrogancia el día del juicio final. Amén.

Él, mientras tanto, hace lo suyo. Cada paso que da, mientras la Alameda deja de ser un callejón sin salida de eucaliptos y de balcones en la distancia, y se va abriendo la silueta de techos de tejas rojizas de Bogotá, tiene más claro por qué ha emprendido ese viaje. Va a entrar a ese laberinto de miradas torvas —a los policías, a los ladrones, a las señoras, a los poetas, a los soldados, a los políticos de oficio, a las peluqueras, a los licenciados, a los tipleros, a los ebanistas, a los indios, a los extranjeros, a los locos, a los mozos, a los floristas, a los farmaceutas, a los doctores, a los senadores, a los postillones, a los telégrafos, a los carceleros, a los niños y a los viejos que se miran de reojo porque de alguno tiene que ser la culpa del recelo, la miseria y la derrota y nadie se va de aquí hasta que no estemos muertos todos— para decirles no más ni menos que toda la verdad que nadie tiene tiempo de decirles.

La luna se está ocultando enfrente de él. Ya hay un poco más de luz sepia entre los picos de paja de las chozas de la colina de Egipto. Allá en el paisaje, como una escalera de casas que va a dar a los cerros, se empieza a ver de abajo arriba la ensimismada y siniestra ciudad de la envidia.
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El presente texto es el tercer capítulo de la novela «El libro de la envidia», que retrata el peor vicio de la Bogotá de hoy y de siempre: la envidia. Para hacerlo Ricardo Silva se vale de la crónica de un día: el 31 de agosto de 1896, tres meses después de la muerte de José Asunción Silva, el Loco Cacanegra, un popular personaje de las calles de la ciudad, decide ir a demostrarles a todos los indiferentes bogotanos la verdad que ha cargado durante tantos días. El poeta no se suicidó sino que lo mataron, y él fue testigo del infame asesinato. Acompañado de su amiga prostituta la Virreyna y consciente de que todo está en su contra, este personaje único y valiente se empeña en que este día por fin salga a la luz la verdad. Publicada por Alfaguara.

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* Ricardo Silva Romero nació en Bogotá el 14 de agosto de 1975. Estudió literatura en la Universidad Javeriana. Su tesis de grado Todos los hombres del rey: documental sobre el relato de Paul Auster fue elegida como una de las mejores del país en el ańo 1998. Entre 1999 y 2000 hizo un Master en cine en la Universidad Autónoma de Barcelona. Es el autor de la obra de teatro Podéis ir en paz (1998), el libro de cuentos Sobre la tela de una arańa (Arango, 1999), la página de Internet de ficción www.ricardosilvaromero.com (2002), el poemario Terranía (Planeta, 2004, premio nacional de poesía), la biografía Woody Allen: incómodo en el mundo (Panamericana, 2004) y el cuento infantil Que no me miren (Tragaluz editores, 2011). Pero el género al que más tiempo le ha dedicado es la novela: ha publicado Relato de Navidad en La Gran Vía (2001), Walkman (2002), Tic (2003), Parece que va a llover (2005), Fin (2005), El hombre de los mil nombres (2006), En orden de estatura (2007), Autogol (2009) y el díptico Érase una vez en Colombia que conforman El Espantapájaros (2012) y Comedia romántica (2012), todas editadas por Alfaguara. Fue el comentarista de cine de la revista Semana desde mayo de 2000 hasta mayo de 2012. Escribió la columna Lugares comunes de la revista SoHo desde agosto de 2001 hasta mayo de 2009. Es el autor de la columna Marcha fúnebre del periódico El Tiempo desde mayo de 2009. Sus relatos han aparecido en varias antologías. Escribe para publicaciones como SoHo, Arcadia, Gatopardo, El Malpensante, Credencial, Gente, El Espectador, Babelia, Número y Piedepágina. Es uno de los fundadores del portal de cine en Internet www.ochoymedio.info. En abril de 2007 fue elegido por la organización del Hay Festival como uno de los 39 escritores menores de 39 más importantes de Latinoamérica.

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